—Se ha quedado con el dinero que le di a mi exmarido —dijo Mareike Graf con toda la dignidad que pudo mientras la sangre le manaba de la nariz—. Y hasta tiene la cara de decir que no lo ha visto.
—¡Porque no he visto ese dinero! —vociferó la otra, roja de ira.
—¡Mentirosa! —Mareike Graf cerró los puños de nuevo. ¡Ladrona asquerosa!
—¡Habría que ver quién es la ladrona! —replicó Esther Schmitt rebosante de odio—. ¡Tendrías que estar en la cárcel!
—Esa es una buena idea. —Bodenstein se dirigió a sus compañeros de la policía de Kelkheim—: Llevaos a estas dos señoras y encerradlas por lo menos un par de horas para que se tranquilicen. Cuando se hayan calmado, soltadlas.
Mareike Graf no opuso resistencia, y se dejó llevar con la cabeza alta; Esther Schmitt, por el contrario, se defendió como un gato de su captor. Los policías seguían hablando de la pelea, pero a Bodenstein le interesaba el dinero que una buscaba y la otra negaba haber visto.
—Si Mareike Graf vino a las ocho y media y le dio el dinero a Pauly, y él murió a eso de las diez y media, tuvo dos horas para esconderlo —reflexionó Pia.
—Puede que después lo buscara alguien y por eso dejara la casa en ese estado.
Bodenstein miró el salón.
—Pudo ser un robo con homicidio —aventuró Pia—. Hay gente que ha muerto por mucho menos dinero.
—En esos casos nadie se toma la molestia de esconder el cadáver —objetó Bodenstein.
Con ayuda de los dos agentes, que a esas alturas ya habían sido atendidos por un médico, registraron la casa entera, del sótano al desván, durante una hora, pero no encontraron un solo billete.
Poco después de las nueve dieron por terminada la infructuosa búsqueda, cerraron la casa y fueron a la comisaría de Hofheim. Kai Ostermann seguía delante del ordenador. Ya tenía la información sobre Mareike Graf que Bodenstein le había pedido por teléfono.
—En 1988 le constan antecedentes penales, pero la cosa quedó en nada, porque fue condenada según el Código Penal de menores —leyó Ostermann—. En 1991 y en 1992 fue condenada por violencia a pena de multa y trabajos sociales; en 1998, libertad vigilada por lesiones; en 2002 fue condenada por allanamiento de morada y vandalismo; en 2003, por coacción y lesiones. En la actualidad se encuentra en libertad vigilada.
—Cómo se puede uno dejar engañar por las personas —reflexionó Bodenstein, y pidió perdón mentalmente a Esther Schmitt.
En ese momento Ostermann introducía también ese nombre en el ordenador. La mujer también había infringido la ley; tenía antecedentes por estafa al seguro, coacción, injurias y lesiones.
—Dos damas absolutamente encantadoras —se burló Pia.
—También tenemos resultados del laboratorio —informó Ostermann—. Aunque el análisis de la huella de la puerta no ha dado resultados, la sangre es idéntica a la que se encontró en el despacho de Pauly y en el salón.
Bodenstein y Pia se miraron.
—Apuesto por Patrick Weishaupt —opinó Pia—. Me gustaría que le echaran un vistazo a esas heridas.
El móvil de Bodenstein sonó. Era Cosima.
—He tenido un día de perros, metida en unas salas de montaje asfixiantes donde casi ni podía respirar —contó. ¿Podrías traer comida china cuando vuelvas?
Bodenstein salió del despacho de Ostermann para ir al suyo.
—Pareces cansada; ¿te encuentras bien?
—Sí, estoy en la terraza, mirando al cielo —repuso Cosima en un tono marcadamente jovial, pero había algo en su voz que hizo que Bodenstein aguzara el oído.
—Te pasa algo —insistió—. Dime qué es.
Cosima vaciló.
—He tenido un pequeño accidente —admitió—. Nada grave, solo daños en la carrocería.
—¿Un accidente? ¿Dónde? ¿Por qué?
—No ha sido nada —respondió, quitándole importancia—, de veras. No te preocupes.
Bodenstein no se olía nada bueno. Lo que para Cosima era «nada», para otros era una pequeña catástrofe. El año anterior se rompió un tobillo en una expedición a los Andes cuando el todoterreno en el que iba patinó y se precipitó por un barranco de varios cientos de metros. Logró saltar del vehículo en el último momento.
—Llegaré dentro de un cuarto de hora. —Bodenstein estaba preocupado—. Y llevo algo de comer, ¿de acuerdo?
A las cuatro de la madrugada, el móvil de Bodenstein cobró vida en la mesita de noche, iluminándose y vibrando como un loco. Medio dormido, él se sobresaltó. Era Elisabeth Matthes, que lo avisaba, con los nervios a flor de piel, de que la casa de Pauly estaba en llamas.
—No puede ser verdad —espetó Bodenstein, y encendió el interruptor de la luz que había junto a la cama.
—¿Qué pasa? —preguntó, adormilada, Cosima.
—La casa del hombre cuyo cuerpo encontramos en el zoológico está ardiendo —respondió mientras se vestía. Tú sigue durmiendo. Vuelvo enseguida.
Tal como sospechaba, el accidente que había sufrido su mujer el día anterior no había sido una tontería. Cosima perdió el control del coche en la A 66, a la altura de Wallau. Gracias a los airbag y al cinturón de seguridad solo sufrió un traumatismo cervical y se llevó un buen susto, pero el X5 chocó contra el quitamiedos y tenía daños considerables.
Bodenstein se puso la chaqueta que estaba junto a la puerta del garaje, se despidió del perro acariciándole la cabeza, abrió la puerta del garaje y encendió la luz. Casi le dio un ataque al corazón al ver junto al maletero del coche de época de su hijo a dos siluetas fundidas en un abrazo, que se separaron asustadas.
—Por Dios, Lorenz, ¿se puede saber qué haces a las cuatro de la mañana en el garaje? —le dijo a su hijo, y solo entonces reconoció a la chica que lo acompañaba.
—Hola, señor Von Bodenstein.
Thordis Hansen, toda roja y cohibida, se tiraba de una camiseta sumamente corta. Bodenstein miraba desconcertado a su hijo y a la hija de Inka Hansen. Ni siquiera sabía que se conocían. A él se la habían presentado en el curso de una investigación que dirigió a finales del pasado verano, cuando sospechaban que Kerstner, compañero de Inka, había asesinado a su esposa, Isabel. La chica contribuyó a que él resolviera con bastante rapidez el asesinato de Isabel Kerstner.
—Hemos… bueno…, es que quería enseñarle un momento a Thordis mi Sunbeam —balbució Lorenz, no menos cohibido.
Thordis soltó una risita nerviosa, y Bodenstein comprendió que de haber aparecido solo dos minutos más tarde probablemente los hubiera pillado en una situación mucho más comprometida. Recordó lo que le pasó con la joven el verano anterior, cuando ella le dio a entender de manera inequívoca que no le habría importado conocerlo mejor; la diferencia de edad y el hecho de que estuviera casado le daban absolutamente lo mismo. En cualquier caso, Thordis Hansen era muy distinta de las chicas con las que solía salir su hijo. ¿De qué se conocían? ¿Irían en serio? No estaba muy seguro de que le gustara la idea de que en un futuro Thordis entrara y saliera de su casa.
—Bueno, pues enséñaselo. —Antes de que la situación se volviera aún más embarazosa, Bodenstein le dio a un interruptor y la puerta del garaje se abrió—. Buenas noches.
Los cuerpos de bomberos de tres barrios de Kelkheim combatían con un gran dispositivo las llamas para que no se propagaran al adosado contiguo. Bodenstein aparcó el coche a bastante distancia y se acercó a pie. Se detuvo a observar el operativo: bultos negros ante el infierno rojo vivo en que se habían convertido la casa, los árboles y los cobertizos. Había mangueras por todas partes, los motores y generadores de los vehículos autobomba rugían, de varias bocas salía un agua dirigida a las llamaradas que se evaporaba en el acto emitiendo un silbido. Visto de lejos, el espectáculo, el centelleo mudo de las luces azuladas bajo la humareda negra, tenía algo de demencial. Lo primero que pensó Bodenstein fue que el incendio le vendría que ni pintado a Mareike Graf. Un hombre cruzó la calle en ese momento y se dirigió hacia él.
—Hola, Bodenstein —saludó—, ¿qué hace usted aquí?
Bodenstein reconoció a Jürgen Becht, su compañero de la K10, responsable de Investigación de incendios.
—En esa casa asesinaron al hombre cuyo cadáver encontramos anteayer en el zoológico —respondió—. Ayer por la tarde, sin ir más lejos, registramos la casa.
Incluso a ciento cincuenta metros del incendio se notaba el calor del fuego.
—Los bomberos creen que ha sido intencionado —informó Becht, quien dio una calada al cigarrillo que estaba fumando y observó las llamas malhumorado.
—¿Por qué? ¿En qué se basan?
—A las cuatro menos diez llamó a emergencias la vecina —contó Becht—. A eso de las cuatro menos veinte oyó que se acercaba un coche, luego un ruido y minutos después la casa estaba en llamas. ¿Usted cómo lo ve?
—Bastante claro. Dicho sea de paso, también me llamó a mí.
De repente Bodenstein se acordó de que el día anterior había dado la orden de dejar libres a las dos mujeres a las dos horas de su arresto.
—¿Había alguien en la casa cuando se declaró el incendio? —preguntó preocupado.
—Sí —asintió el otro policía—, y los dos han tenido mucha suerte. La mujer está levemente intoxicada por el humo y tiene algunas quemaduras superficiales.
—¿Los dos? —repitió Bodenstein.
—Sí —replicó Jürgen Becht—, la inquilina y un hombre, pero el hombre se largó antes de que llegaran los bomberos. La mujer está en observación en el hospital de Bad Soden.
En medio del caos de las labores de extinción se acercó Elisabeth Matthes en bata. Bodenstein la saludó y le dio las gracias por haberlo llamado.
—Estaba en la cocina, porque no podía dormir. —Elisabeth Matthes resplandecía; se sentía importante, y le encantaba ser el centro de acontecimientos emocionantes y haber encontrado un interlocutor atento—. Entonces oí llegar un coche. Fue hasta la rotonda, muy despacio. —Hizo una pausa dramática.
—¿Vio qué coche era? —quiso saber Bodenstein.
—Desde luego. —Se sacó un papel del bolsillo de la bata y se lo dio—. Una furgoneta blanca. Con una matrícula rara: ERA—82 TL.
Bodenstein le echó un vistazo: una matrícula polaca. La vecina vio que un hombre se bajaba y se dirigía a la casa de Pauly, poco después oyó un ruido y algo más tarde empezó a oler a quemado.
—Vi que el hombre salía por la puerta y se iba corriendo. Ya había fuego. —La señora Matthes se interrumpió para pensar si se le había olvidado algo.
Bodenstein le pasó el papel a Becht, su compañero, y le pidió que comprobara la matrícula polaca. Las vigas del tejado se derrumbaron con gran estrépito, y en el cielo nocturno ennegrecido por el humo se alzó una luminosa lluvia de chispas.
—Me extrañó que los perros no ladraran —agregó la vecina—, porque la suelen montar a la más mínima.
—¿Le llamó la atención alguna otra cosa? El hombre que salió corriendo, ¿se subió a la furgoneta blanca?
La señora Matthes vaciló. Un hombre alto, calvo, que había estado junto a los vehículos de extinción y hablando con los bomberos, se acercó. Bodenstein reconoció a Erwin Schwarz, el agricultor que vivía enfrente.
—No, no vi más.
La parlanchina mujer también lo reconoció, y de pronto pareció amedrentada, casi asustada. Antes de que Bodenstein pudiera decir algo, desapareció deprisa y corriendo en su jardín delantero y luego, en la casa.
La claridad de la mañana permitió apreciar de verdad las proporciones del desastre causado por el fuego y el agua. Esther Schmitt, con el rostro sin expresión, estaba ante las ruinas humeantes de la casa. Llevaba unos pantalones de hilo informes, una camiseta con manchas y unas sandalias, la ropa con la que había salido corriendo de la casa en llamas. Tenía en la cara y los brazos algunas ampollas; la mano derecha, vendada. El operativo se había retirado, a excepción de dos bomberos que vigilaban los restos carbonizados del incendio; el lugar del siniestro al completo había sido acordonado.
—Me encuentro bien.
Esther Schmitt respondió sin apartar la mirada de las ruinas cuando Bodenstein se interesó por su estado.
—¿Dónde estaba cuando se declaró el incendio? —le preguntó.
—En la cama. No me desperté hasta que empecé a toser, y abajo ya estaba ardiendo todo.
—¿Cómo salió de la casa?
—Por la ventana. Me descolgué por la hiedra. —Esther Schmitt apretó los puños—. Todos mis animales han sufrido una muerte horrible, abrasados. Esos cerdos…
—¿Quién cree usted que pudo provocar el fuego?
La mujer miró a Bodenstein con los ojos enrojecidos.
—Los Graf, desde luego —respondió con amargura—. ¿A quién más le podría interesar que ardiera la casa?
—Los bomberos han dicho que estaba usted con un hombre —comentó Bodenstein—. ¿Quién era? ¿Por qué salió corriendo?
—No estaba con nadie, y menos con un hombre —zanjó Esther Schmitt—. Puede que fuera el incendiario.
—Señora Schmitt —Bodenstein sacó una copia del acuerdo al que habían llegado los Graf y Pauly—, ¿de verdad no sabía usted nada del dinero que al parecer le dio a su pareja la señora Graf?
—No. —La mujer miró el papel con desinterés—. ¿Por qué iba a mentirle? El dinero me da completamente igual.
Una furgoneta verde de reparto con publicidad del restaurante Grünzeug se aproximó y se detuvo a unos cientos de metros. Un hombre joven de cabello oscuro se bajó del vehículo y se acercó. Tendría veintitantos años y unos rasgos ligeramente asiáticos.
—Hola, Esther. —Parecía preocupado—. ¿Te encuentras bien?
—Hola, Tarek —la mujer hizo un esfuerzo por sonreír. Sí, estoy bien. Gracias por venir a buscarme.
—Qué menos… —El muchacho saludó a Bodenstein y Pia con una leve inclinación de cabeza y a continuación se dirigió de nuevo a Esther Schmitt—. Te espero en el coche —dijo.
—No, no te vayas. —La viuda lo asió del brazo y de pronto rompió a llorar. Él le rodeó el hombro.
—Una última pregunta —terció Pia.
—¿Tiene que ser ahora? —El joven miró a Pia con cara de no entender nada—. Ya ve cómo está.
Pia no sabía por qué, pero a pesar de todos los reveses que le había deparado la fortuna en las últimas cuarenta y ocho horas, la mujer no le daba pena. Tenía la sensación de que en realidad Esther Schmitt no estaba tan hundida y conmocionada como quería hacer creer. Sin ir más lejos, la tarde anterior, cuando se peleaba con Mareike Graf, no parecía que llorase la muerte de su compañero asesinado.