Pia vio que el chico era el de los rizos oscuros que se hacía llamar Boris Balkan y que el día anterior le abrió la puerta de la sala de ordenadores del Grünzeug. El siguiente grupo montaba los instrumentos en el escenario, jaleado por la multitud, que gritaba entusiasmada el nombre de los componentes.
—Bueno, creo que es hora de que me largue —anunció Pia a Lukas—. Mis caballos siguen en la dehesa y tengo que meterlos en la cuadra. Pero ha sido una noche estupenda. Gracias.
Lukas la miró, con el rostro sudoroso; no sonreía.
—Bah, a mí tampoco me apetece quedarme —aseguró con tono displicente—. Los dos grupos que quedan no me interesan gran cosa.
En la cabeza de Pia se dispararon las alarmas. Tal vez a otras mujeres de su edad les pareciera halagador recibir tanta atención de un hombre joven y atractivo, pero ella no se sentía del todo a gusto. Salieron del castillo y tomaron el camino que discurría por el bosque. La arena crujía bajo sus zapatos mientras caminaban uno junto al otro en silencio. Pia se acordó sin querer del comentario burlón que Behnke había hecho esa tarde.
—Me encanta el castillo —observó Lukas pasado un rato—. Aunque está estrictamente prohibido, de vez en cuando hacemos fiestas secretas o andamos por ahí sin más. A estas alturas conocemos cada uno de sus recovecos mejor que la asociación que lo gestiona.
—Mis amigos y yo también lo hacíamos —comentó ella. Al estar prohibido, tiene mucha más gracia.
—Exacto —Lukas sonrió. Pasaron por delante de la iglesia evangélica. De pronto el muchacho se detuvo—. Si en lugar de veintiún años tuviera treinta y cinco, no saldría usted corriendo, ¿no? —dijo en voz queda.
—¿A qué te refieres? —preguntó, asombrada, Pia—. ¿Tienes la impresión de que estoy huyendo?
—Sí —asintió él—. De mí. ¿Por qué?
Pia se preguntó qué habría dicho o hecho para despertar falsas esperanzas en Lukas y acabar en semejante situación.
—Lukas —repuso en tono cordial—, vuelve al castillo, por favor, con tus amigos. Podría ser tu madre.
—Pero no lo es.
A la luz de las cercanas farolas, para su sorpresa, vio deseo reflejado en los ojos del chico.
—Usted me gusta —afirmó él con voz bronca—; mucho, incluso. Me gustan sus ojos y su boca y su forma de sonreír…
Pia no daba crédito a sus oídos. ¿Qué significaba eso? ¿Acaso intentaba seducirla? Lukas le puso las manos en los hombros, la atrajo hacia sí, su rostro a escasos centímetros del de ella. De pronto Pia se sintió amenazada por su proximidad y por su superioridad física. En una ocasión alguien le hizo esa clase de cumplidos. Por aquel entonces, ella no consiguió pararle los pies al hombre a tiempo, y vivió la peor experiencia de su vida.
—Tú también me gustas, Lukas —se liberó con suavidad de sus brazos—, pero no de esta manera.
—¿Por qué no? —Se metió las manos en los bolsillos de los vaqueros y comenzó a balancearse sobre la punta de los pies—. ¿Soy demasiado joven?
—Sí —respondió Pia—. Además, estoy casada. ¿Qué te doy por las entradas? Las puedo presentar como gasto.
—No, está bien. Yo la invité. —Se apartó el pelo de la cara—. Espero que le haya gustado un poco.
Parecía desilusionado, pero llevaba el rechazo con resignación.
—Me ha gustado, sí.
Por un instante él la miró con insistencia; luego, sonrió.
—Bueno, pues buenas noches.
Tras despedirse, levantó la mano a modo de saludo y dio media vuelta.
—¿Qué tal en el castillo?
Pia giró sobre sus talones y vio a su jefe junto a la cafetera.
—¿Qué haces aquí tan temprano? —quiso saber ella. Aún no eran las ocho.
—Quería llegar alguna vez antes que tú. —Bodenstein sonrió—. ¿Un café? Da la impresión de que ayer se te hizo tarde.
—La verdad es que no. —Pia tomó la taza que le ofreció, agradecida—. Estaba en casa a las doce.
—¿Te dijo Lukas algo de la chica?
—Prometió informarse.
—¿Nada más?
—Nada concreto. Me habló maravillas de Pauly —añadió Pia—. Despertaba odios o amores, tal como nos dijo la directora Wüst. A pocos les era indiferente.
—¿Dijo algo Lukas del cibercafé ese del Grünzeug? —se interesó Bodenstein.
—No. No tuve ocasión de hablar del tema.
—En un concierto, es difícil.
Bodenstein se sirvió otro café, y Pia se alegró de que su jefe no quisiera saber más. Había pasado despierta la mitad de la noche, pensando en el comportamiento de Lukas. A la una y media de la madrugada, el chico le había mandado un mensaje: «Espero que no se tome a mal mi comportamiento —escribía—, pero todo lo que le he dicho es verdad».
Ella no le respondió.
—Anoche estuvimos cenando con mi hermano, y me contó algunas cosas muy interesantes —decía en ese momento Bodenstein. Pia sabía que Quentin von Bodenstein, que se hallaba al frente de la finca familiar del mismo nombre, con su explotación agrícola, sus caballos y su restaurante, se oponía de plano a la ampliación de la carretera—. Hace diez días se celebró en casa de Quentin la última reunión de la junta directiva local de la OPMANAE de Königstein —informó—. Un día antes Pauly le contó al presidente que se había hecho con correos electrónicos confidenciales entre Bock Consult y responsables de la Consejería de Fomento de Hesse y del Ministerio de Fomento. Al parecer, de esos correos se desprende que ambos responsables recibirían elevadas sumas de Bock si, gracias a su firma, se llevaran a cabo distintos proyectos de carreteras, entre otros precisamente el de la B 8.
Pia dejó la taza de café en su mesa y se sentó.
—¿Dónde están esos correos? —preguntó—. ¿Y quién se los facilitó a Pauly?
Encendió el ordenador, enderezó el teclado e introdujo su contraseña.
—Probablemente estén en el portátil que se cargó Patrick. Pauly no reveló la identidad de su informador, pero aseguró que es alguien que conoce bien a Bock.
—¿Por qué tanto secreteo? —quiso saber Pia—. Pauly lo hacía todo público en el acto.
—O quería proteger a su informador —reflexionó Bodenstein— o se hizo con esa información de manera ilegal y carecía de pruebas inequívocas de la autenticidad de esos correos.
—Por desgracia, así no podemos probar nada contra Bock. —Pia abrió su correo y echó un vistazo a la bandeja de entrada—. Tengo un correo del laboratorio. Vaya, vaya… Han analizado las huellas dactilares de esa declaración de conformidad entre Mareike Graf y Pauly.
—¿Y? —preguntó su jefe con curiosidad.
—Que no solo están las de Mareike Graf y las de Pauly —contestó—. Anda, qué interesante.
El restaurante Grünzeug estaba cerrado, no así la puerta del patio. Bodenstein y Pia encontraron a Esther Schmitt en el patio, que con sus numerosas macetas parecía un oasis. Estaba sentada, bajo el sol matutino, con una taza de café y la edición dominical del
FAZ
.
—Buenos días —saludó educadamente Bodenstein.
—Buenos días —contestó ella, sorprendida—. ¿Qué les trae por aquí a esta hora un domingo?
—Sus huellas, que hemos encontrado en un sitio donde no deberían estar.
—¿Y dónde no deberían estar?
Bodenstein ladeó la cabeza y le dedicó una sonrisa afectuosa y familiar, como si fueran cómplices.
—No nos lo explicamos. —Bajó su voz de barítono hasta convertirla en casi un susurro, de manera que ella tuvo que adelantarse hacia él—, pero sus huellas están en la declaración de conformidad que firmó el señor Pauly unas horas antes de que lo asesinaran. Por lo visto, a cambio de esa firma, Mareike Graf le dio cincuenta mil euros, de los que por ahora no hay ni rastro.
Pia entornó los ojos. Cuando Bodenstein empleaba esa táctica de interrogatorio, le parecía que ella sobraba. En cualquier caso, indiscutiblemente su encanto surtió efecto en la reservada Esther, pues se mostró más accesible que nunca.
—Para eso hay una explicación —dijo solícita—. Mareike vino a verme el jueves mismo, en cuanto Schwarz le contó lo que le había pasado a Ulli. Me enseñó ese papel y me dijo que me daba cuarenta y ocho horas para abandonar la casa.
Pia tuvo que hacer un esfuerzo para mantener la calma.
—De manera que sabía usted lo del dinero —constató. ¿Por qué nos mintió?
Esther Schmitt miró de pasada a Pia y acto seguido se centró nuevamente en Bodenstein.
—Pensé que los Graf podían prescindir del dinero —admitió abiertamente—. Tenía intención de quedármelo a modo de pequeña compensación.
—¿Dónde estaba? —quiso saber él—. ¿Y dónde está ahora?
—Ulli lo metió en la nevera, en una lata de comida para perros vacía —contó la mujer—. Ese bote era nuestro escondite secreto cuando teníamos que ocultar algo. Me figuro que se quemó junto con la nevera. No era para mí. —Suspiró—. Uy, pero qué maleducada. Siéntense, por favor. ¿Quieren tomar un café?
Pia iba a rechazarlo, pero Bodenstein se le adelantó.
—No queremos molestarla —esbozó una sonrisa cándida—, pero un café estaría muy bien.
—Claro.
Esther Schmitt se levantó de un salto y desapareció a la velocidad del rayo por la puerta trasera del restaurante, después de preguntarle a Bodenstein cómo quería el café.
—Por curiosidad: ese encanto de domador de leones, ¿lo practicas delante del espejo con regularidad? —preguntó Pia burlona.
—¿Cómo que encanto de domador de leones? —Bodenstein fingió consternación—. En determinadas situaciones, mi amabilidad innata funciona mejor que tu modo directo.
—Pues ten cuidado, no vaya a ser que Zora la Roja lo malinterprete —le advirtió Pia—. Esa te merienda enterito.
—Sé manejar a las pelirrojas —le aseguró.
—En ese caso, buena suerte. —Al observar el patio, Pia creyó recordar que el viernes por la tarde, cuando echó una ojeada por la ventana del pasillo, tenía un aspecto muy distinto: estaba pelado, a excepción de unas macetas—. ¿Te acuerdas de las plantas que había en el patio de Pauly?
—Sí, claro. —Bodenstein la miró con cara de sorpresa. ¿Por qué?
—Echa un vistazo —pidió Pia—. Esto es una auténtica jungla. Anteayer esto no estaba así.
—No termino de entender —admitió él.
—Puede que la casa no ardiera tan de improviso —apuntó ella—. Estoy bastante segura de que vi esas hortensias azules en casa de Pauly. Además me resulta asombroso que nuestros compañeros no encontraran ni rastro de ninguno de los perros en el resto de la casa: ni dientes ni huesos ni collares… nada.
—¿Crees que la señora Schmitt puso a buen recaudo sus plantas y sus animales y después le prendió fuego a la casa?
—Pues sí. —Asintió, pero no pudo decir más, ya que Esther Schmitt apareció en la puerta con una bandeja—. No te olvides del cibercafé —le susurró al inspector jefe.
Esther Schmitt, radiante, le sirvió a Bodenstein una gran taza de
latte macchiato
con extra de nata. A Pia le puso la taza delante sin tan siquiera mirarla. La estrategia de Bodenstein parecía funcionar: Esther Schmitt contó en detalle las diferencias de opiniones de Pauly con sus amigos Siebenlist y Flöttmann, habló de las indagaciones que había realizado para llegar hasta los secretos de la «mafia» de Kelkheim y de las disputas mantenidas durante años con el alcalde Funke, con Schwarz, Conradi y tantos otros con una objetividad asombrosa. ¿Qué la había unido a Pauly? Al parecer, no fue el amor con mayúsculas.
—¿Cómo consiguió el señor Pauly las pruebas que, por lo visto, tenía contra Zacharias y Bock? —inquirió Bodenstein.
—Eso no me lo contó —admitió Esther Schmitt—. Siempre se andaba con mucho secretismo y se pasaba horas sentado al ordenador con Lukas y Tarek. Quería contármelo todo en cuanto tuviera datos precisos. Pero no pudo ser.
Pia no la creía. Se atrevió a meter baza.
—¿Lukas Van den Berg?
—Sí.
—¿Sabe de ordenadores? —preguntó Bodenstein.
—Sí, claro —Esther Schmitt asintió—; él y Tarek son unos genios de la informática. Nos hicieron la página web y un programa especial de cálculo para el restaurante, como si nada, igual que otros hacen la lista de la compra.
—En ese caso, seguro que fue de ellos dos la idea del cibercafé, ¿no? —preguntó Bodenstein como de pasada.
Pia, que se había dedicado a escuchar y observar, se percató de que a Esther Schmitt se le desencajaba el rosto durante una décima de segundo.
—El cibercafé, sí, sí —dijo deprisa—. ¿Le apetece otro
latte macchiato
, señor inspector?
—Me temo que mi tensión arterial no me lo perdonaría —rehusó educadamente, aunque nunca había tenido problemas con la tensión—, y eso que es uno de los mejores que he tomado en mi vida, de veras.
Pia volvió a entornar los ojos, pero Esther Schmitt parecía estar a punto de derretirse bajo la mirada del inspector, sacó el poco pecho que tenía y rio como una niñata. A los cuatro días escasos de la muerte de su compañero, era evidente que ya andaba a la caza de otro hombre.
—Por cierto —Bodenstein hizo como si se le ocurriese en ese momento—, ¿nos dejaría ver rápidamente el sótano?
Ahora Zora la Roja estaba en un aprieto. A Pia quizá la hubiera despachado con una breve negativa, pero con Bodenstein no quería ser descortés. Entraron en el local y cruzaron la puerta que ponía PRIVADO. Esther Schmitt estuvo un rato desechando llaves ruidosamente hasta que metió una en la cerradura. Su rostro se ensombreció, y le dirigió una mirada suplicante a Bodenstein.
—No abre —aseguró desconcertada—. Y no sé por qué.
Pia acudió en su ayuda en el acto:
—Necesita una tarjeta con un chip.
—Ah, es verdad. Es así desde hace poco. —Esther Schmitt sonrió tímidamente—. Ya ni me acordaba. Lo siento, de veras. En este momento no puedo ayudarlos con esto.
Poco después, los dos inspectores tomaban la calle principal.
—Menuda comedianta —sonrió Bodenstein.
—Ni la mitad de buena que usted —objetó Pia—. En ese cibercafé hay algo raro. Me gustaría enviar a Ostermann con una orden de registro.
—Eso es lo que vamos a hacer. —Bodenstein echó una ojeada al reloj del salpicadero—. Las once menos veinte. Es hora de ir a la iglesia.
Con su destacado campanario, el monasterio de Kelkheim, símbolo de la ciudad, dominaba el paisaje y se veía desde lejos. Los fieles, sobre todo gente mayor, pero también familias jóvenes con niños, entraban en la iglesia acompañados del sonido de las campanas.