—¿Qué hacemos aquí? —inquirió Pia cuando su jefe entró en el aparcamiento.
—Venimos a buscar al señor Zacharias —le contestó él—. Ha tenido ocasión de venir a vernos, pero no lo ha hecho.
—¿Cómo sabes que está aquí? —quiso saber ella, sorprendida.
—Forma parte del consejo pastoral de St. Josef, y viene aquí a oír misa todos los domingos.
—Insisto: ¿y cómo lo sabes?
—Porque yo también vengo a esta iglesia —respondió Bodenstein—. Por desgracia, últimamente no con regularidad. Ah, ahí está.
Se bajó del coche, y Pia lo siguió. Norbert Zacharias era un señor mayor, elegante, alto y espigado, de cabello blanco y rostro delgado y bronceado, que se sobresaltó al ver al policía.
—Iba a ir a verlos mañana sin falta —aseguró, revelando así que había visto la tarjeta de visita de Bodenstein.
—Ya no podíamos esperar más —contestó educadamente este—. Tendrá que acompañarnos a comisaría.
—¿No puede esperar una hora? —Zacharias miró alrededor abochornado, y su esposa, una mujer de cabello blanco rizado, puso cara de querer que se la tragara la tierra de pura vergüenza.
Como Bodenstein se mostró inflexible, Zacharias le dio la llave del coche a su mujer y luego se abandonó a su suerte sin rechistar.
—Se ha metido usted en un buen lío —declaró Bodenstein cuando, poco después, estaban sentados frente a frente en su despacho—. Dígame, ¿por qué aceptó usted ese contrato de consultoría?
—El alcalde me animó a hacerlo —respondió Zacharias—. Dijo que yo conocía mejor que nadie el reglamento y los plazos, y además, el contrato estaba bien pagado.
—Sin embargo, a tenor de lo que sucedió años atrás, cuando tuvo que renunciar a su cargo de concejal de Urbanismo de Kelkheim debido a la acusación de soborno, quizá debiera haberlo rechazado —opinó Bodenstein.
El hombre se sonrojó.
—No tuve que renunciar —protestó débilmente—, me jubilé. Y no me dejé sobornar ni entonces ni ahora.
—No era eso lo que decía Pauly —aseveró Bodenstein—. Lo acusó de estar enterado de las cifras falsas en las que basaron todos los informes los ingenieros que trabajan para su yerno. Además, aseguraba que habían ignorado intencionadamente el contador automático de Königstein, porque el número de vehículos que se registraban allí habría tenido un efecto desfavorable en los informes. ¿Qué dice usted a estas acusaciones?
—Admito que es posible que dé esa impresión a primera vista. —Zacharias se había preparado a fondo para el interrogatorio al que lo sometieron los responsables de la OPMANAE, y otros detractores de la B 8—. Los cálculos y las mediciones que han de efectuarse en la fase previa a una evaluación de impacto territorial son extremadamente vastos y complejos. Ni yo ni los empleados de la empresa Bock pasamos por alto deliberadamente las cifras del contador de Königstein. Fue un error.
—Un error que, sin embargo, tuvo consecuencias de gran alcance —replicó Bodenstein—, ya que la ampliación de la B 8 tenía como primer objetivo descongestionar el tráfico. Pero si las cifras relativas al tráfico son muy inferiores a los cálculos en que se basan, el argumento principal de la ampliación de la carretera no se sostiene, ¿no?
—Es que no se trata únicamente del tráfico —alegó Zacharias—. También desempeña un papel importante el impacto ambiental, en términos de contaminación por emisión de gases y acústica.
—Sea como fuere —Bodenstein hojeó la documentación que tenía—, Pauly afirmaba que había chanchullos entre los responsables de las ciudades de Kelkheim y Königstein y la Consejería de Fomento de Hesse e incluso el Ministerio. Decía que todo giraba única y exclusivamente en torno a los beneficios económicos de la empresa Bock y a los intereses personales de distintos propietarios de terrenos situados dentro de la zona del trazado previsto.
—Eso es absurdo, y típico de Pauly. —Zacharias le restó importancia con un gesto—. Conjeturas y especulaciones carentes de fundamento. Dicho sea de paso, ¿por qué se ocupa la Policía de ese asunto?
—Porque buscamos al asesino del señor Pauly —terció Pia—. Pauly averiguó que los señores Schwarz y Conradi, y usted, habían adquirido no hace mucho terrenos bastante valiosos que se encuentran dentro del radio de la carretera prevista. No creo que le hiciese mucha gracia que el señor Pauly diera a conocer estos hechos.
Norbert Zacharias no dijo nada.
—El martes por la noche se marchó del Goldenen Löwen hacia las diez. —Bodenstein llegó a donde quería llegar realmente—. ¿Dónde estuvo después?
—Estuve un rato dando vueltas, y después, en mi parcela del valle de Schmiehbach. Quería pasar unas horas solo.
—¿Por dónde exactamente estuvo… dando vueltas? —Pia rodeó la mesa y se apoyó en la repisa de la ventana, junto a la silla de su jefe—. ¿Por la calle de la casa de Pauly, por casualidad?
Zacharias enrojeció notablemente. Se pasó una mano por el mentón.
—Bueno, ¿para qué voy a mentir? —dijo al cabo de un rato con voz cansada—. Sí, estuve por allí. Sí, estuve en el patio de Pauly. En realidad, solo quería hablar con él, razonablemente, de hombre a hombre.
—¿Lo hizo? —quiso saber Pia.
—¿Que si hice qué? —Zacharias la miró con recelo.
—Hablar con Pauly.
—N… no. —Sacudió la cabeza—. Acababa de entrar en el patio cuando apareció una chica en moto. La chica me vio y paró. A mí me faltó el valor y me volví al coche.
Bodenstein se volvió, miró a Pia y se levantó.
—¿De verdad quiere que nos traguemos eso, señor Zacharias? Yo creo que la cosa fue muy distinta. Estuvo en el patio y se peleó con Pauly. Furioso, usted lo golpeó justo cuando llegó la chica de la moto, que los vio a usted y a Pauly.
—No. No, no es verdad —lo interrumpió el hombre, y se puso de pie—. Ni siquiera vi a Pauly, la…
—Siéntese —ordenó Bodenstein con aspereza—. No me creo una sola palabra de lo que dice. Tenía un motivo de peso, estaba en el escenario del crimen cuando se perpetró el asesinato y contaba con los medios para matar a ese hombre y llevarse después el cadáver. Está usted detenido provisionalmente como sospechoso de haber matado a Hans-Ulrich Pauly.
—Pero yo no fui —dijo Zacharias con aire de súplica—. De verdad. Tiene que creerme.
—En ese caso cruce los dedos y rece para que encontremos a la chica de la moto —respondió Bodenstein, y llamó a un agente para que se llevara a Zacharias al calabozo.
Después de que la Policía científica inspeccionara su Mercedes combi, la cosa pintaba mal para Zacharias. Aunque el coche había sido objeto recientemente de una limpieza en profundidad, en la tapicería del maletero, aunque lavada con champú y tratada con detergentes químicos, se encontraron restos de sangre. En virtud de esta prueba, el lunes por la mañana el juez de instrucción desestimó la libertad con fianza de Zacharias y ratificó el auto de prisión. Antes de que fuese trasladado para que cumpliera prisión preventiva en Weiterstadt, Bodenstein habló una vez más con él. Zacharias estaba sentado en el camastro del calabozo, hundido. Sin cinturón, corbata ni cordones en los zapatos, el hombre ofrecía una imagen lamentable. Afirmaba una y otra vez que ni siquiera había visto a Pauly, y que desde luego no lo había matado. La sangre del maletero de su coche no era de una persona, sino de un jabalí que compró a un cazador amigo y que le había llevado a Conradi para que lo descuartizara.
—Cuénteme algo que anule sus cargos —dijo Bodenstein—. Nombre a un testigo que lo haya visto a usted a una hora concreta y pueda corroborar su versión. Tal y como están las cosas en este momento, el asunto pinta mal para usted.
Zacharias hundió el rostro en las manos y se limitó a sacudir la cabeza. De casa de Pauly había ido directo a su terreno, donde se había quedado hasta la mañana siguiente. ¿Por qué? Porque quería estar solo. Porque se había dado cuenta de que su propio yerno lo había utilizado. Porque no podía soportar más los lamentos de su mujer. Al final, cuando Bodenstein ya se iba, dijo algo sensato.
—Conozco a la chica de la moto —admitió Zacharias con voz ahogada—. Es la novia de mi nieto Jonas.
El lunes por la mañana Bodenstein y sus hombres llevaban al trote al fiscal y al juez instructor. Un matrimonio que vivía en el segundo piso del número 52 de la Starkeradweg, en Sulzbach, había visto en la escalera a Mareike Graf y a Conradi el martes por la noche a las doce y media. Sin embargo, según las declaraciones de varios socios del club de golf, ambos habían salido del club poco después de las diez. Ni la señora Graf ni su amante pudieron o quisieron aclarar dónde habían estado durante esas dos horas largas. Además, llegó el informe del Instituto Anatómico Forense, según el cual las livideces cadavéricas que presentaba el cuerpo de Pauly tenían el dibujo de un palé como el que se encontraba en una de las dos furgonetas de reparto de la carnicería Conradi. Esto, sumado a los motivos que tenían Mareike Graf y Conradi, supuso que el decreto de los autos de prisión apenas fuera una formalidad. Para que los Schwarz, padre e hijo, comparecieran en el Instituto Anatómico Forense bastaba la sospecha de que Erwin Schwarz había estado en casa de Pauly el martes por la noche y probablemente tres días después le prendiera fuego a la casa con ayuda de su hijo. Además, Pia se había hecho con una orden de registro para las dependencias del restaurante Grünzeug. Con la orden en el bolsillo, Ostermann se dirigió a la Hauptstrasse con algunos agentes.
Las ruinas, ya frías, de la casa de Pauly estaban siendo examinadas a fondo una vez más por expertos de la Brigada Provincial de la Policía judicial cuando Pia pasó por delante en dirección a la casa de Erwin Schwarz.
Cuando llegó, Bodenstein escuchaba con semblante imperturbable los reproches de la señora Schwarz. Renate Schwarz era una persona robusta y enérgica, con un rostro duro en el que el paso de los años y las muchas preocupaciones habían dibujado profundas arrugas.
—¿Que mi marido y mi hijo le prendieron fuego a la casa de Pauly? —Se puso en jarras—. ¿Es que se han vuelto todos locos de repente? ¿Por qué iban a hacer eso?
Bodenstein pasó por alto las ofensas.
—¿No le llamó la atención que su marido no estuviera en casa la noche del viernes al sábado? —preguntó.
—Pues claro que me llamó la atención —afirmó la mujer con un timbre de voz que hacía daño a los oídos—. Yo estaba fuera, con los bomberos. Teníamos miedo de que el fuego se extendiera a nuestra casa.
—Cálmese —pidió Bodenstein en tono apaciguador.
—¡Que me calme! —resopló ella, indignada—. ¡Han detenido a mi marido y a mi hijo! ¿Cómo quiere que me calme?
—No están detenidos —puntualizó él—. Los tendrá de vuelta dentro de unas horas.
—Deberían buscar al asesino de Pauly en otra parte, no en esta casa —les aconsejó—. Media ciudad tenía motivos para querer mandarlo al infierno. Ya sufrimos bastante a ese asqueroso en vida.
—¿En qué sentido?
—¿Sabe usted la cantidad de veces que tenían la calle tan llena de coches que no podíamos pasar con los tractores y las máquinas? —respondió, airada, la mujer—. En verano se pasaban la noche entera en el jardín, riendo y cantando, los chuchos de Pauly nos ponían perdida la hierba y nos mataron a un gato. —La señora Schwarz, cada vez más sulfurada, iba dando sin querer posibles móviles de asesinato. Bodenstein y Pia escuchaban con interés, cuidándose muy mucho de interrumpirla—. Y la pelirroja esa —se acaloró la mujer—, su forma de tratar a nuestro Matthias, ¡menuda cara! En cuanto Pauly salía de la casa, lo llamaba y lo ponía a trabajar en el jardín como un poseso. Yo siempre le decía que esa solo lo estaba utilizando, pero a él no le daba la gana escuchar. Cree que tiene algo que hacer con ella. ¡Y un cuerno! Lo único que hace es comerle la cabeza al chico para tener un esclavo barato, nada más.
El móvil de Pia sonó. Era Ostermann, y tenía malas noticias.
Diez minutos después Pia estaba en el sótano completamente vacío del restaurante Grünzeug.
—Mierda —se lamentó—. Demasiado tarde.
—Los pájaros han volado —confirmó Ostermann—. ¿Y ahora qué?
Pia reflexionó un instante. Si quería, podía ordenar el cierre y un registro del local, pero estimó que sería una auténtica pérdida de tiempo. Había visto los ordenadores con sus propios ojos, los montones de cables, las pantallas, el lector de tarjetas electrónico, la cámara de vigilancia de la entrada. Si alguien se había tomado tantas molestias como para llevárselo todo a otra parte en tan poco tiempo, seguro que cualquier otra cosa que pudiera ser sospechosa o estar prohibida ya habría desaparecido del Grünzeug. Ni siquiera sabía qué había que buscar exactamente.
—Preguntaremos a los vecinos de al lado —decidió, y mandó a los agentes a las casas vecinas.
Ostermann y ella volvieron al restaurante. Esther Schmitt estaba detrás de la barra, saboreando su triunfo sin disimulo.
—¿Y bien? —preguntó, sonriendo con malicia.
—Tiene muy buenos inquilinos —contestó Pia—. Se lo han dejado todo impoluto.
—¿Ah, sí? —La mujer abrió mucho los ojos—. Vaya…
—¿Le importaría enseñarnos el contrato de alquiler del sótano? ¿Y los extractos de la cuenta en la que ingresa el alquiler?
A la mujer se le borró la sonrisa de la cara.
—No hay ningún contrato —negó con sequedad—, ni ningún alquiler. Les dejaba el sótano gratis.
—Ya sé que solo cuenta verdades a medias. —Pia sonrió—. Lo de los cincuenta mil euros lo recordó con cierto retraso, pero tal vez se acuerde de a quién le dejaba el sótano y para qué.
Esther Schmitt se puso roja.
—Ahora mismo no tenemos nada que hacer. Mis compañeros pueden ayudarla a buscar con mucho gusto —propuso Pia—. Partiré de la base de que no cobraba el alquiler en negro. Y me imagino que con tantos ordenadores, la factura de la luz será elevada.
—Está bien. —Esther Schmitt dejó el paño en el fregadero—. A algunos chicos se les ocurrió la idea de abrir un cibercafé. No tenían mucho dinero, y tampoco querían tener a desconocidos rondando por el sitio, por eso Ulli y yo pusimos a su disposición ese cuarto. Gratis. A cambio echan una mano de vez en cuando en el restaurante o nos ayudan con sus conocimientos.
—Los chicos. Suena bastante vago. ¿Me podría dar nombres?
—Lukas y Tarek. A los demás solo los conozco por el apodo.
—Puede que quizá conozca mejor el nombre de su clientela femenina —apuntó Pia—. Concretamente, estamos buscando a una chica que tiene un
scooter
amarillo al que se le ha roto un espejo retrovisor. El día que mataron a su pareja estuvo en su casa, y es posible que sea una testigo muy importante. Al parecer, es la novia de un muchacho llamado Jonas Bock. ¿Los conoce?