Amigos hasta la muerte (18 page)

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Authors: Nele Neuhaus

Tags: #Intriga, #Policíaco

—Ya, pero no entiendo adónde quieres llegar.


Double Life
se prohibió hace unos meses por enaltecer la violencia, y desde entonces la gente está como loca por él. Ya no hay página web oficial, ni un solo acceso. La comunidad de
Double Life
ha descendido a los infiernos de internet, pero tiene un tráfico increíble. Expertos en informática de la Comisaría General de Policía judicial y la Interpol llevan semanas intentando dar con el servidor de
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, en vano.

—¿Y tú cómo lo sabes? —Pia no entendía nada.

—Encontré el enlace a
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en la página de inicio de Svenja Sievers —replicó Ostermann—. Y se trata de un auténtico bombazo.

La chica que esperaba a Pia en la puerta de la casa del cuarto piso no era Svenja Sievers, sino su amiga Antonia. Pia escrutó a la hija de Sander, el director del zoo. Era guapa, tenía el rostro vivo, el pelo oscuro y rizado y los ojos de su padre.

—¿No deberías estar en el instituto? —preguntó Pia.

Antonia enarcó una ceja y a continuación se encogió de hombros.

—Svenja está fatal. No podía dejarla sola. Pase.

Pia entró en el piso.

—¿Dónde estuvisteis ayer Svenja y tú? ¿Y por qué no se ha presentado hoy Jonas al examen oral de selectividad?

Antonia miró hacia una puerta que estaba entornada.

—Svenja lo dejó ayer por la tarde con Jo —contó la chica en voz baja—. Con la que ha liado, ella no podía hacer otra cosa, pero desde entonces está hecha polvo.

—Pero ¿qué pasó?

—Svenja y Jo se pelearon el sábado por la noche —explicó Antonia, sin dejar de mirar hacia la puerta—. En el castillo, en Königstein. Al principio todo iba bien, pero luego…, luego… —Dudaba, y al final se decidió por una solución intermedia—. Jo se largó sin más, la dejó tirada. No la llamó en todo el domingo y luego…, bueno…, eso.

—¿Te refieres al correo y a las fotos de la página de Svenja?

—¿Usted cómo lo sabe? —preguntó Antonia, suspicaz.

—Por tu padre —admitió Pia—. Me mandó el correo esta mañana. También lo saben el jefe de Svenja y ciento cuarenta y cinco personas más.

—No lo entiendo. —Antonia sacudía la cabeza, sin podérselo creer—. Ayer por la tarde Jo juró y perjuró que no tenía nada que ver. Menudo cerdo mentiroso.

—¿Cuándo supisteis vosotras lo de las fotos? —quiso saber Pia.

—Ayer por la tarde —respondió la chica—. Me llamó Tarek. Recibió el correo a eso de las cuatro. Después echamos un vistazo y también lo teníamos nosotras dos. A Svenja casi le da algo al verlo.

Pia asintió.

—¿De dónde son las fotos? ¿Quién las hizo?

—¿Quién va a ser? —bufó Antonia—. Pues Jonas. Con el móvil. Nunca lo habría creído capaz de hacer algo así.

—¿Por qué no borráis las fotos sin más?

—Lo hemos intentado, pero es imposible. Svenja ya no puede entrar en su página —dijo Antonia—. Jo sabe de estas cosas, seguro que la ha bloqueado.

—Pero ¿por qué iba a hacer eso? Al fin y al cabo, es su novio. No puede ponerla en evidencia así.

Antonia se encogió de hombros, y Pia comprendió que por ella no averiguaría por qué discutieron.

—¿Conocías a Hans-Ulrich Pauly? —preguntó, para cambiar de tema.

—Sí, claro. —La chica torció el gesto—. Nos pasamos la vida en su restaurante. A mí Pauly nunca me hizo mucha gracia, pero Svenja estaba como loca con él. Lo adoraba.

—¿Por qué? —se interesó Pia.

—Ni idea —respondió Antonia—. Al principio, a mí me hacía gracia, pero ella se lo tomaba muy en serio. Repartía panfletos para él, se pasaba horas en puestos de información e incluso una vez fue al zoo, donde mi padre es… Sabe quién es mi padre, ¿no?

—Sí.

Antonia se mordía el labio inferior con aire meditabundo.

—A mí no me caía muy bien Pauly. Era un listillo, y algo falso. Y Esther…, esa es lo peor. Nunca he entendido qué les ve la gente a esos dos.

—¿Te contó Svenja que la noche que asesinaron a Pauly estuvo en su casa?

—¿Qué? —La chica parecía sorprendida de verdad—. No, no lo sabía. Por la tarde, a primera hora, se pasó por mi casa un momento. Después me llamó llorando, pero yo no pude salir porque…

En el marco de la puerta de la habitación a la que no paraba de mirar Antonia apareció una chica. Antonia no había mentido cuando dijo que estaba allí porque su amiga se encontraba mal. Svenja estaba hecha unos zorros, con su bonita cara devastada e hinchada de tanto llorar, el cabello castaño claro desgreñado.

—Hola —saludó.

Antonia se acercó a su amiga Svenja y le pasó el brazo por la cintura.

—No te levantes —dijo con resolución—. Vamos.

La metió de nuevo en la habitación y la acostó con delicadeza en la cama revuelta. Pia echó un vistazo al pequeño cuarto: equipo de música, televisor, ordenador, lo que en la actualidad parecía el equipamiento estándar de la habitación de un joven. Carteles en las paredes: Robbie Williams, Justin Timberlake, Herbert Grönemeyer… Y un montón de ropa en el suelo y otro en un sillón. Las persianas estaban echadas, solo entraba luz por una rendija. Olía a cerrado.

—¿Quiere que las deje a solas? —preguntó educadamente Antonia.

—No, no, quédate —dijo Pia.

Svenja se arrebujó en la sábana, y Antonia se sentó en el borde de la cama.

—Svenja —empezó Pia con su voz más suave—, tengo que hablar contigo urgentemente del martes por la noche. Puede que corras un gran peligro.

Svenja no dijo nada, se limitó a ladear la cabeza. El largo cabello le cayó por la cara como una cortina.

—¿Por qué fuiste a casa de Pauly? —preguntó Pia, que esperó pacientemente, pero en vano, una respuesta—. Hemos detenido a un hombre que te vio entrar en el patio —continuó—, y después una vecina vio que te caías de la moto. ¿Qué pasó? ¿Viste al asesino de Pauly?

La chica levantó la cabeza, y Pia se estremeció al ver en sus ojos la desesperanza y la desesperación que se ocultaban tras el escudo protector de la inexpresividad. Tenía graves problemas, pero si no quería hablar del tema no podía obligarla.

Pia siguió intentándolo:

—¿Llegaste a ver a Pauly el martes? ¿Hablaste con él? Por favor, Svenja, respóndeme. De verdad que es muy importante.

Ninguna respuesta, ninguna reacción.

—¿Qué pasó ayer por la noche en la fiesta de cumpleaños de Jo? ¿Por qué te peleaste con él?

Una lágrima rodó por la mejilla de la chica. Y luego otra.

—Cómo puede hacer algo tan horrible —dijo de pronto—. Estoy muy avergonzada. Ya no podré volver a salir a la calle nunca. —Svenja rompió a llorar. Se limpiaba con el dorso de la mano las lágrimas, que sin embargo seguían cayendo. Antonia se levantó y fue por un pañuelo. Su amiga se sonó—. No lo entiendo —farfulló—. Habíamos hecho las paces. Y encima me miente y me dice que él no ha sido. Me puse histérica y le dije a gritos que por lo menos podía decir la verdad. Y después me fui corriendo…

Pia miró a Antonia, que asintió a modo de confirmación.

—¿Adónde fuisteis? —preguntó Pia—. ¿Os pasasteis por el Grünzeug?

Svenja negó con vehemencia.

—A ese sitio no pienso volver —aseguró—. No voy a volver a ir a ninguna parte.

—¿Dónde podría estar Jonas ahora? —se interesó Pia. Hoy no se ha presentado al examen oral.

La chica bajó la cabeza y miró el móvil, que estaba junto a la almohada.

—Ayer por la noche me mandó un mensaje, pero no le respondí. No podré perdonarle nunca lo que ha hecho y que, encima, me haya mentido. No quiero volver a verlo nunca, ¡nunca!

Enterró el rostro en ambas manos y empezó a llorar desconsoladamente. Pia intuyó que la cosa era más bien al revés.

—¿Podrías enseñarme el mensaje? —pidió con amabilidad. Svenja se lo dio sin mirarla—. «Siento nucho lo que he hechi —leyó Pia—, solo esraba enfadado contigo. M gustria no haverlo hecho, y me husraria que me perdomaras. Se que es denasido tarde, pero no pueda vivir sin to. Perdomame, cariño. Perdmomame pr todo. JB».

Las numerosas faltas del texto indicaban que el chico había escrito el
sms
deprisa y corriendo o borracho. Pia miró la pantalla: Jonas le había mandado el mensaje a Svenja poco antes de las once, alrededor de una hora y media después de que ella lo dejara. De repente a Pia la asaltó un mal presentimiento. El mensaje parecía desesperado, casi era una carta de despedida. Pia le hizo una seña a Antonia y salió. La chica la siguió.

—¿Dónde se celebró la fiesta?

—En la parcela del abuelo de Jo —respondió Antonia—. ¿Por qué?

—¿Dónde está exactamente? —Pia pasó por alto su pregunta, y Antonia se lo explicó lo mejor que pudo—. Escucha, Antonia, quiero que me hagas un favor —le pidió encarecidamente—. Quédate con Svenja y llama a tu padre. Dile dónde estás, está muy preocupado por ti y por ella.

—Me matará si se entera de que no he ido a clase —dijo temerosa, y entornó los ojos.

—Entonces llama a tu madre.

—Eso no va a poder ser. —En el pecoso rostro de la chica se dibujó un gesto de disgusto—. Está muerta.

—¿Perdona? —Pia, que iba a marcar el número de Ostermann, se detuvo y miró perpleja a Antonia.

—Una apoplejía. Yo solo tenía dos años cuando murió.

—Lo siento —dijo Pia, sinceramente afectada.

—Bueno, no es culpa suya —repuso la muchacha—. Llamaré a mi padre. Y me quedaré con Svenja. Se lo prometo.

Pia subió por una calle en dirección a Sinai, torció a la altura del depósito de agua campo a través y enfiló a toda velocidad los caminos vecinales asfaltados. Detrás del Eberhards Scheune, un merendero muy popular, atravesó con el Nissan el túnel de la B 8 y llegó al valle de Schmiehbach, que se extendía entre Kelkheim-Hornau, Bad Soden y Liederbach con sus pintorescas huertas de frutales, bosques y campos.

Un terreno cercado en la linde del bosque con un portón, le dijo Antonia. Al llegar a un imponente roble, Pia giró a la derecha y se metió por un camino de grava lleno de baches que discurría paralelo al bosque hasta alcanzar una bifurcación. Recto. Tras unos quinientos metros más o menos vio a mano izquierda el portón de madera del que le había hablado Antonia. Frenó tan bruscamente que la gravilla salió disparada, y se bajó del coche de un salto. La puerta estaba abierta. Pia entró en un terreno que tenía la hierba perfectamente cortada y se encontraba más bien en pendiente. Bajo unos pinos imponentes se alzaba una casita rodeada de una cerca de celosía y de arbustos podados con esmero. Delante de la cabaña se veían los restos de una fiesta. Pia recorrió con la mirada latas vacías de Red Bull, botellas rotas y medio vacías de cerveza y vodka, vasos y platos de papel usados, sobras y demás basura, y después alzó la cabeza. El corazón le dio un vuelco. El sombrío presentimiento no la había engañado.

—Maldita sea, Jonas —dijo al ver el cadáver que colgaba del frontón de la cabaña—. ¿Por qué lo has hecho?

Solo veinte minutos más tarde el terreno era un hervidero de gente. Primero llegó la ambulancia, minutos después el primer coche patrulla y luego, Frank Behnke, al mismo tiempo que los agentes de Criminalística. Tras una breve deliberación, Pia decidió llamar a Frank, aunque se las habría apañado perfectamente sola. No quería que la acusaran de acaparar todo el trabajo y la responsabilidad en ausencia de Bodenstein.

—¿Cómo sabes que se trata de Jonas Bock? —preguntó Behnke desde arriba, nada más salir del coche. Echó un vistazo sin quitarse las gafas de sol.

—Porque lo conozco. —Pia bajó por el césped hasta la cabaña—. Además hay fotos de él en la página web de su novia.

—Me da que montaron una buena fiesta. —Behnke observó el cuerpo del chico; técnicos de la Policía lo fotografiaban desde todos los ángulos—. Probablemente no le apeteciera limpiar todo esto solo y prefirió ahorcarse.

Pia ahora tenía más que claro que se arrepentía de haberlo llamado. Las estupideces de su compañero la sacaban de quicio a los dos minutos. El médico ya había empezado a examinar el cuerpo.

—Muerte por asfixia —informó a Pia—. Rigidez generalizada, marcada, livideces cadavéricas abundantes con encharcamiento de sangre en los pies, las puntas de los dedos y las piernas.

—Suicidio —comentó Behnke, con las manos metidas en los bolsillos de los vaqueros, y se volvió hacia los agentes—. Bueno, podéis bajarlo.

—Un momento —pidió Pia, a riesgo de que su compañero la pusiera de vuelta y media ante los presentes. Se acercó más al cuerpo y miró aquel rostro demasiado joven paralizado por la muerte. La cabeza del chico estaba inclinada hacia delante, tenía el rostro azulado y a su alrededor zumbaban moscardas de un verde iridiscente. El zapato izquierdo se hallaba a un metro, en el último peldaño de la pequeña escalera del porche, y en la puerta de la cabaña se veía una caja de cervezas vacía volcada. ¿Tan desesperado estaba Jonas por haberse peleado con su novia como para quitarse la vida la noche de su decimonoveno cumpleaños o había algo más detrás?

—¿Ha terminado con el examen del cadáver, doctora? —le preguntó Behnke sarcástico—. ¿Le importa si el verdadero médico se pone a trabajar?

A Pia le entraron unas ganas casi irresistibles de arrearle una patada en la espinilla o, mejor aún, medio metro más arriba, pero se contuvo.

—Adelante —repuso, y retrocedió.

Dos agentes le retiraron el nudo corredizo al cadáver y, siguiendo las indicaciones del médico, lo depositaron en una zona de césped medianamente limpia junto a la cabaña. A lo largo de los últimos dieciséis años, Pia había visto muchos cuerpos en la mesa de autopsias del Instituto Anatómico Forense de Frankfurt y había aprendido a prestar atención a las cosas más nimias, detalles aparentemente insignificantes que desvelaban más de lo que se podía apreciar a primera vista. No sabía por qué razón concreta dudaba que esa muerte fuese un suicidio, aunque lo pareciera.

—¿Y la sangre de los labios? —le preguntó al médico. ¿Pudo morderse la lengua?

—No, no lo creo. —El médico cabeceó—. Debido al rigor mortis no puedo abrirle la mandíbula, pero tiene algo en la boca. —Señaló un enrojecimiento en la mitad izquierda del rostro del muchacho—. Mire esto. Podría habérselo provocado un golpe. Dado que poco después le sobrevino la muerte y que al estar suspendido en el aire la sangre descendió hacia las extremidades inferiores, no se produjo un hematoma.

—También uno se puede fabricar un asesinato —observó desabrido Behnke, y consultó el reloj.

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