Pia salió corriendo de casa, se metió en el box de
Gretna
y
Neuville
y se acurrucó en un rincón, temblando como una hoja. Nadie sabía nada de las rosas rojas, nadie salvo el tipo que tiempo atrás la persiguió durante meses y que al final la violó. No había hablado de ello absolutamente con nadie, exceptuando a los agentes que llevaron el caso, de manera que con los años consiguió mantener en secreto la terrible experiencia. Las lágrimas formaron un nudo en su garganta, el cuerpo entero le dolía de miedo. En su ausencia, alguien había irrumpido en su casa y le había dejado las flores junto a la cama, alguien que sabía muy bien lo que significaban las rosas rojas. No podía seguir viviendo sola en la finca. La sola idea de que alguien había estado en su casa, en su habitación, le producía auténtico terror. Con una mano apartaba al curioso potro, que intentaba mordisquearle el pelo. Adiós al sueño de vivir con sus animales. Esa misma tarde cogería una habitación en un hotel y el lunes por la mañana iría a una inmobiliaria para que pusieran la finca a la venta. ¡No se quedaría allí ni un segundo más!
—¿Hola?
La silueta de un hombre apareció en la puerta del box, y durante unas décimas de segundo los niveles de adrenalina de Pia volvieron a alcanzar nuevos picos. Se asustó, y
Neuville
y
Gretna
pegaron un salto atemorizado.
—¿Pasa algo? —preguntó, preocupado, Sander—. Como la puerta estaba abierta, pensé que… —Dejó la frase a la mitad, levantó las manos y dio un paso atrás. Me rindo.
Solo entonces Pia se dio cuenta de que lo estaba apuntando con el arma, y rompió a llorar.
—¿Oliver?
Bodenstein se volvió y vio a Cosima en la puerta, con cara de dormida.
—No quería despertarte.
—Ya estaba despierta.
Cosima llevaba únicamente una camiseta, el cabello le caía revuelto por la cara, y cuando se sentó a la mesa de la cocina, bostezando, parecía una hermana mayor de su hija.
—¿No has dormido nada esta noche? —le preguntó.
—No —contestó—. ¿Te doy pena?
—Mucha. —Su mujer sonrió—. ¿Qué te parece si nos vamos a la cama? Tú me hablas de tu caso y yo te cuento una cosa.
—Buena idea. —Asintió y bostezó—. Porque estoy a punto de perder el norte. Todas las pistas parecen prometedoras al principio, pero después acaban en nada. En cualquier caso, los dos asesinatos están relacionados.
Lanzó una mirada rápida a Cosima y comprobó, aliviado y satisfecho, que lo escuchaba con atención e interés. A lo largo de las semanas pasadas había echado en falta cambiar impresiones con ella. Para no agravar más su agotamiento, no le había hablado mucho de los casos, pero esa mañana parecía de nuevo la Cosima de siempre, ni rastro de nerviosismo ni palidez. Fueron arriba, y justo después de quitarse los zapatos, el traje y la corbata, las ideas deshilvanadas que rondaban la cabeza de Bodenstein en una maraña confusa se enlazaron de manera repentina e inesperada. De pronto vio con una claridad meridiana lo que antes se le escapaba.
—¡El padre de Jonas! —exclamó en voz alta.
—¿El padre de Jonas? —repitió cautelosa Cosima—. ¿Qué pasa con él?
Tanto Ivo Percusic como su mujer habían reconocido en el acto al hombre de la foto. ¿Y si Svenja no mentía cuando afirmó que tenía algo con un hombre casado? Aunque a Bodenstein no le caía especialmente bien Bock, cabía la posibilidad de que su vida corriera peligro. Percusic tenía motivos más que sobrados para odiar a los Bock.
—Tengo que irme. —Se vistió deprisa y corriendo y se guardó el móvil—. ¿No querías contarme algo?
—Pero no así, a matacaballo. —Cosima se metió en la cama—. Ya habrá tiempo cuando vuelvas.
—De acuerdo.
Bodenstein ya tenía la cabeza en otra parte, y se limitó a sonreír distraídamente mientras trataba, en vano, de localizar a Pia Kirchhoff en el móvil.
En la oscuridad del box Pia le contó lo sucedido a Christoph Sander con voz temblorosa y entrecortada por sollozos histéricos. Él se sentó a su lado en la paja y la abrazó para consolarla; de puro alivio, Pia se desahogó y lloró a lágrima viva.
—Creo que tengo los nervios a flor de piel —confesó cuando se hubo calmado un tanto—. Primero las puertas abiertas, y ahora ese ramo de flores.
Sander la escrutó con cara de preocupación.
—¿Quién tiene llave de esa puerta? —preguntó.
—La vecina, mi marido, mis padres y yo. —Pia se secó las lágrimas con el dorso de la mano—. Pero ninguno de ellos haría algo así. Sobre todo lo de las rosas rojas, porque no lo sabe nadie…
Se interrumpió y sacudió la cabeza sin decir nada.
—¿Qué pasa con esas rosas? —inquirió él en voz queda.
Obedeciendo a un impulso repentino, Pia sintió la acuciante necesidad de contarle lo que la atormentaba desde hacía tantos años. Aunque apenas lo conocía, creía que podía confiar en él.
—Fue hace bastante tiempo —empezó, a trompicones, tras una breve vacilación—. Después de hacer la selectividad me fui a pasar el verano a Francia con unos amigos. Allí conocí a un chico, un estudiante de Frankfurt. Para mí solo fue un flirteo, pero para él fue algo más. Empezó a seguirme, estuvo semanas y meses atosigándome, acechándome y amenazándome. Entró en mis casa tres veces a escondidas, y siempre me dejaba un ramo de rosas rojas junto a la cama. —El recuerdo de esa época aterradora hizo que se estremeciera—. Yo ya no sabía qué hacer, así que lo denuncié y le enseñé a la Policía las cartas que me había escrito, pero ellos dijeron que no podrían hacer nada hasta que no pasara algo. —Pia prorrumpió en sollozos—. Entonces, de la noche a la mañana, dejó de perseguirme. Yo creí que todo había terminado, pero un día entró en mi casa y me… violó y estuvo a punto de estrangularme.
—¡Dios mío! —Sander la mantenía abrazada con fuerza—. Es terrible.
—No se lo he contado a nadie, ni siquiera a mi marido —dijo ella, que se sentía desfallecer, en parte aliviada porque por fin, ¡por fin, le había contado la historia a alguien!, y en parte preocupada de que a Sander lo echara para atrás ese fantasma del pasado.
—A veces hablar es bueno —afirmó él en voz baja.
Se miraron.
—La verdad es que pensaba que este desayuno sería distinto —le dijo ella—. Siento mucho haber…
—No, no —la interrumpió él deprisa—, no tiene por qué sentirlo, no pasa nada. Pero creo que debería hacer algo. ¿No puede recibir protección policial?
—Sí, pero tendría que contarlo todo.
—Yo en su lugar lo haría —repuso Christoph Sander con gravedad—. No sirve de nada callar esas cosas, de esa manera todo se agranda y empeora. Es mucho mejor hablar de ello. Lo que haga falta.
La sola idea incomodó a Pia. Todo el mundo conocería sus puntos flacos y su miedo, y sabría que la habían humillado y degradado, y que estuvo a punto de morir. Durante un momento reinó el silencio. Christoph Sander la estrechó más contra sí y le acarició el rostro con ternura. Pia se percató de que su corazón latía con la misma fuerza que el de ella.
—Nos están escuchando —le advirtió él bajando la voz.
Pia alzó la cabeza y vio que el potro los observaba con curiosidad, con la cabeza graciosamente ladeada. No pudo por menos de reírse, y Sander también lo hizo. Acto seguido se puso de pie, le dio la mano y la levantó. Entonces se miraron y recobraron la seriedad.
—Venga —dijo él, cogiéndola de la mano—, vamos a tirar esas rosas a la basura.
El portón de la finca de Bock estaba abierto de par en par. Bodenstein entró y vio un Nissan Micra blanco ante la puerta de la villa, el mismo coche con el que Anita Percusic había ido a buscar a su marido a comisaría hacía unas dos horas. Estaba más que claro que sus suposiciones eran certeras. Confiaba en no llegar demasiado tarde. Tras pedir refuerzos por radio y sacar el arma de la guantera, bajó del coche y se dirigió a la casa. La puerta estaba abierta. Bodenstein temía que Percusic fuese armado y estuviera dispuesto a hacer cualquier cosa. Amartilló el arma y entró en el amplio recibidor. En la escalinata que conducía a la primera planta oyó unos pasos rápidos, furtivos, que se aproximaban.
—¡Benjamín! —exclamó Bodenstein al ver al hermano menor de Jonas en el descansillo. El muchacho, helado, se detuvo, y Bodenstein bajó el arma y le indicó por señas que se acercara. El niño dudó, miró a su alrededor asustado y cruzó a la carrera la entrada—. ¿Qué pasa aquí? ¿Dónde están tus padres?
—No… no l… lo sé. —El chico balbucía de miedo y nerviosismo—. Creo que en la biblioteca.
—¿Está Ivo solo o ha venido aquí con alguien? —quiso saber Bodenstein.
—Solo. —Benjamín estaba blanco como la pared y le temblaba el cuerpo entero—. Dice que papá mató a Jonas.
Bodenstein supo que no podía perder más tiempo.
—Ahora vas a salir de casa. —Le puso la mano en el hombro al muchacho y se inclinó hacia él—. Ahí fuera está mi coche, un BMW. Súbete y espérame ahí, ¿de acuerdo?
Benjamín asintió, los atemorizados ojos muy abiertos, y se fue. Bodenstein no sabía lo que encontraría en la biblioteca, pero no podía quedarse plantado delante de la puerta esperando a sus compañeros. Respiró hondo y abrió de golpe. Lo que vio lo dejó estupefacto: Carsten Bock estaba sentado en una silla, en camiseta y calzoncillos, detrás su mujer, apuntándole a la nuca con un arma; delante Ivo Percusic, con los brazos cruzados. La señora Bock no parecía la misma. Con la muerte de su hijo mayor, la dama atildada y contenida del collar de perlas y la eterna sonrisa se había desvanecido, y su lugar lo ocupaba una mujer consumida y pálida que encañonaba a su marido con una pistola del calibre 38, lista para apretar el gatillo de un momento a otro. A Bodenstein le vino a la memoria la manera en que la señora Bock apartó a su marido antes de desplomarse: «¡No me toques!», le dijo vociferando. Tras la suntuosa fachada del castillo, hacía mucho que ya nada era lo que aparentaba.
—Señora Bock —comenzó Bodenstein con serenidad—, aparte el arma.
—No —repuso ella sin levantar la mirada—. Ni hablar. Quiero saber la verdad de una vez. Este hombre ya me ha mentido y engañado bastante.
—Sea razonable. —Se dio cuenta de que la mujer estaba dispuesta a todo—. Piense en Benjamin. La necesitará cuando su marido esté en la cárcel.
—¿En la cárcel? —Los ojos de la mujer brillaron, y luego miró a Percusic.
Carsten Bock no dijo nada. Tenía la vista clavada en la pared, la mirada inexpresiva.
—En la cárcel, sí —corroboró el inspector—. Tenemos bastantes pruebas contra él. Tendrá que responder en los tribunales por la acusación de soborno y coacción.
—¡Bah! —La señora Bock pegó de nuevo la boca del arma a la nuca de su marido—. Con la ayuda de sus abogados y una fianza no tardará en salir. ¿Sabía usted que dejó embarazada a la novia de su hijo? —Su voz se volvió estridente—. Cuando Jonas se enteró, lo mató.
—Si de verdad fue así, su marido también tendrá que responder de ello —aseguró Bodenstein—, pero si le dispara ahora, usted acabará en la cárcel.
—Me da lo mismo. —La mujer soltó una risa forzada. He deseado muchas veces que este cerdo estuviera muerto. No tiene usted idea de lo que nos ha hecho a mi padre, a nuestros hijos y a mí.
—Gerlinde, por favor, baja el arma —dijo Bock con una voz controlada a duras penas—. Te lo explicaré todo. Yo no…
—¡Cierra el pico! —le cortó ella groseramente al tiempo que le propinaba un golpe con la pistola en la cabeza—. Siempre me has tomado por tonta, pero eso se acabó.
Hay que reducir la tensión, pensó Bodenstein. Pero ¿cómo podía convencer a la señora Bock de que le entregara el arma? Hablando. Tenía que seguir hablando. Esa mujer no era una asesina a sangre fría. Si de verdad le hubiese querido pegar un tiro a su marido, lo habría hecho en el acto, sin vacilar. Cuanto más hablara, mayor era la posibilidad de que él pudiera quitarle el arma. Bodenstein alzó la mirada y se topó con la de Ivo Percusic. Le indicó en silencio, con los ojos, al padrastro de Svenja que no dijera nada.
—A mi padre lo abandonaste a su suerte —seguía ella, y subrayaba cada palabra asestándole un golpe con el cañón en la cabeza a su marido—. A mí me querías dejar morir de hambre. Probablemente pensaras que no sabía cómo eres en realidad, pedazo de cerdo. Pero ahora has ido demasiado lejos. Has matado a mi hijo porque tenías miedo de que te diera problemas. ¡Vamos, dilo! ¡Admítelo!
El enjuto rostro de Carsten Bock hizo una mueca sin querer. El hombre no daba la impresión de estar temblando de miedo.
—Admito que tuve una aventura con esa chica —afirmó con voz bronca—, pero con la muerte de Jonas no tengo nada que ver.
—No te creo una sola palabra. —Gerlinde Bock esbozó una sonrisa rebosante de odio, en los ojos tenía un brillo como febril, pero las manos que empuñaban la pistola no temblaban—. ¡Esa noche no estuviste en Múnich, lo sé perfectamente!
—Señora Bock, deme el arma, por favor. —Bodenstein tendió la mano con aire de súplica—. Todo lo que le diga su marido ahora será una confesión obtenida por la fuerza que no tendrá ningún valor en los tribunales. Déjeme hablar con él.
La mujer pestañeó: dudaba.
—Ya has oído lo que ha dicho. —Bock se irguió y cometió un error fatal al subestimar el odio que le tenía su mortificada esposa—. ¡Baja de una vez la puñetera pistola, estúpida!
La mujer hizo un gesto que revelaba decisión y apretó el gatillo. Bodenstein reaccionó en una décima de segundo: le dio un golpe en el brazo y se oyó un disparo ensordecedor, pero en lugar de en la nuca de Bock, la bala se incrustó en una estantería. Gerlinde Bock se tambaleó debido al inesperado retroceso de la pistola, y Bodenstein logró quitársela de las manos. A continuación, la mujer comenzó a dar vueltas como una histérica, cayó de rodillas y comenzó a aporrear el suelo con los dos puños. En ese mismo instante irrumpieron en la biblioteca los refuerzos que había pedido Bodenstein. Bock y Percusic se dejaron llevar detenidos sin oponer resistencia; la señora Bock solo se tranquilizó cuando su marido se hubo marchado. Bodenstein se arrodilló a su lado y le puso la mano en el hombro huesudo.
—¿Por qué lo ha hecho? —susurró entre lágrimas—. ¿Por qué no me ha dejado matar a ese cerdo?
—Alégrese de que se lo haya impedido. Su hijo Benjamin la necesita, porque su marido se va a pasar una buena temporada en la cárcel.
Bodenstein iba por la sexta o séptima taza de café cuando Pia entró en su despacho. Estaba pálida y tenía mala cara, no mucho mejor que la de él.