—Lo siento —dijo, repitiendo lo que ya le había dicho antes por teléfono—. Me dejé el móvil en el coche.
—No pasa nada. —Bodenstein profirió un suspiro.
—¿Ha dicho Bock algo de Svenja? —preguntó ella.
—Es verdad que tuvo una relación con la chica, pero supuestamente no sabe dónde está. Y niega tener algo que ver con el asesinato de su hijo. Los compañeros de la K 30 vienen de camino. Hoy detendrán a todos los que se vendieron a Bock.
—¿Y la señora Bock?
—En el psiquiátrico de Höchst. —Bodenstein bebió un sorbo de café y torció el gesto—. Qué poco faltó. Estuvo a punto de pegarle un tiro a su marido.
—¿Y cómo llegaron las cosas tan lejos?
—Percusic reconoció a Bock en la foto en la que estaba con Svenja —contó Bodenstein—, y quiso llamar a capítulo a su exjefe. La cosa se salió de madre cuando la señora Bock oyó que Percusic acusaba a su marido de haber matado a Jonas, porque este se enteró de su relación con Svenja.
—¿Y fue así?
—La similitud del ADN que encontramos en Jonas ciertamente apunta a que lo hizo un pariente cercano, pero Bock asegura que el lunes por la noche estuvo en Múnich.
—¿Cómo se te ocurrió que Percusic podía haber ido a ver a Bock? —quiso saber Pia.
—Intuición —Bodenstein sonrió débilmente—. Gracias a Dios no la he perdido por completo.
Cuando volvió a casa, Cosima estaba sentada a la mesa de la cocina, haciendo la lista de la compra.
—¿Y bien? —preguntó con curiosidad.
—No preguntes. —Oliver Bodenstein fue a la nevera a buscar un yogur—. El sexto sentido.
Le relató una versión simplificada de lo que había ocurrido por la mañana.
—Me alegro de no saber todo lo que te pasa —afirmó ella—. Si lo supiera, probablemente no volvería a tener un minuto de tranquilidad.
—A mí aún me tiembla el cuerpo —admitió su marido. Aunque puede que solo sea que no he dormido lo suficiente y he tomado demasiado café.
—¿Te tienes que ir otra vez?
—Más tarde.
Bodenstein sacó una cucharilla del cajón y abrió el yogur.
—Por cierto, voy a decir que no a la expedición de otoño a Nueva Guinea —dijo Cosima como de pasada, y siguió con la lista.
Él dejó de comer.
—¿Y eso? No me digas que estás empezando a entrar en razón.
—Bueno. —Cosima lo miró y sonrió—. No sé yo si lo que me ha hecho tomar esa decisión es muy razonable.
—Ahora sí que me tienes en ascuas.
—Me enteré hace una semana. Al principio fue un golpe muy fuerte. En cierto modo, mentalmente yo ya estaba en modo abuelita, y de repente…
Bodenstein miraba a su mujer sin entender nada.
—Primero creí que estaba enferma, porque no contaba con ello. —Cosima se puso seria—. Tengo cuarenta y cinco años, y aunque no es que sea vieja, primero he tenido que hacerme a la idea de volver a cambiar pañales y dar de mamar.
Poco a poco, él empezaba a caer.
—No —dijo sin dar crédito—. No es verdad, ¿no?
—Pues sí lo es. Vamos a tener un hijo.
Bodenstein la miró sin decir palabra y después sonrió. Se esperaba cualquier cosa menos eso.
—De ahí lo de no ir a Nueva Guinea, ¿no?
—¿Me consideras una blandengue por eso? —Cosima sonrió.
—Bueno, con la edad cada vez eres más remilgada —bromeó su marido, y acto seguido se acercó a ella, la abrazó y la mantuvo firmemente apretada contra él. Cosima le echó los brazos al cuello.
—Siento no habértelo dicho antes —se disculpó bajando la voz—, pero primero tenía que lidiar con ello. ¿De verdad te parece bien? ¿Pasar otra vez por lo mismo?
—Estoy… entusiasmado. —Bodenstein notó que se le saltaban las lágrimas de felicidad—. Ay, Cosi, no me lo puedo creer, es estupendo, de veras.
Se miraron sonrientes.
—Quién lo habría pensado —afirmó él bajando la voz, y le acarició la mejilla. Después la besó, primero con ternura, después con una creciente pasión.
Tras ellos se oyó la voz de Rosalie.
—¿Se puede saber qué mosca os ha picado?
Sus padres dejaron de besarse, se miraron y soltaron una risita de enamorados.
—¿Se lo decimos? —preguntó él.
Su mujer asintió.
—¿Decirme qué? —Rosalie miró con recelo a sus padres.
—Díselo tú —pidió Bodenstein a su mujer.
Y Cosima lo dijo, fue hacia su hija y la abrazó.
—No te lo vas a creer, Rosi: estoy embarazada. Vamos a tener un hijo, en diciembre —anunció.
Rosalie se zafó del abrazo con brusquedad.
—¿Cómo dices? —Estaba atónita, y miró primero a su madre y luego a su padre con una expresión casi de espanto—. Pero eso no puede ser… ¡Es supervergonzoso!
—¿Por qué? —inquirió su padre—. ¿Qué tiene de vergonzoso?
—¿Sabéis cuántos años tenéis? —contestó ella en tono de reproche.
—¿Qué quieres decir con eso? —Cosima rio divertida. ¿Qué somos demasiado mayores para tener hijos o para hacerlos?
Rosalie se quedó sin habla.
—No lo entiendo —dijo, y se fue.
Oliver Bodenstein sonrió. Los jóvenes eran increíblemente mojigatos y preferían no pensar que sus padres se amaban y se acostaban como hacían ellos. Recordó la vez que, con unos doce años, sorprendió a sus padres
haciéndolo
. No pudo mirarlos a la cara durante semanas sin sentir vergüenza ajena.
—Ahora sí que hemos caído bajo a su juicio —observó, y le dio la mano a Cosima—. ¿Qué te parece si nos vamos a la cama y cerramos la puerta?
—¿Y luego? —Ella ladeó la cabeza y sonrió.
—Eso ya lo verás.
La denuncia de la desaparición de Svenja Sievers se retransmitía mañana tarde y noche por radio y televisión. No había sido posible localizar su móvil. Según los movimientos, el teléfono había sido utilizado por última vez el viernes a las 20.07 en Bad Soden, más o menos a la hora en que Svenja le mandó el mensaje a Antonia Sander, y desde entonces estaba apagado. Los ciudadanos facilitaron algunas pistas que, tras un examen más minucioso, resultaron ser falsas. Respecto a las investigaciones de ambos asesinatos, los agentes de la K 11 se hallaban en un callejón sin salida. Cuando Bodenstein volvió a comisaría, de excelente humor, encontró a los suyos en un estado de letargo malhumorado. La ausencia de resultados tenía un efecto desmoralizador en el equipo, y el sofocante calor que hacía en los despachos, carentes de aire acondicionado, propiciaba un ambiente pésimo.
—¿Alguna novedad? —preguntó Bodenstein, aunque sabía que podría haberse ahorrado la pregunta.
—Antes llamó una tal Andrea Aumüller —replicó Kathrin Fachinger—. Es de la pandilla del Grünzeug, y según dijo, quería hablar contigo.
—La llamaré. Dame el número.
Iba a mandar al equipo a casa cuando entró Ostermann con un informe del laboratorio de la BPPJ que había llegado por fax.
—¡Tenemos algo! —informó después de mirar por encima el informe—. El cuerpo de Pauly estuvo en la caja de la
pick-up
del zoológico.
Bodenstein y Pia se miraron un instante.
—La UCI ha encontrado cabellos, sangre y partículas de piel de Pauly en el palé y en el lado interior de la caja, y además, la madera del palé coincide con las astillas que se encontraron en la autopsia —contó Ostermann—. También había restos abundantes de sal gorda, como la que se utiliza para elaborar bloques de sal, y restos de pintura de la bicicleta de Pauly en el portón de carga trasero. No cabe la menor duda.
Durante un momento reinó el silencio. Después Bodenstein se aclaró la garganta.
—Pia —dijo—, dame el número del director Sander. Frank, comprueba la coartada del director del zoo. Mira a ver si de verdad llegó en el avión que nos mencionó.
—Yo podría… —empezó Pia, pero su jefe la hizo callar con un movimiento de mano.
—No —negó—; lo haré yo. Tú vete a casa.
Pia suspiró y asintió. Bodenstein ya no la consideraba objetiva en lo referente a Sander, motivo por el cual la apartaba de la investigación, y quizá no se equivocara al hacerlo. Anotó el móvil de Sander en un papel y se lo dio a su jefe.
—Bueno, pues entonces me voy —dijo, y se colgó el bolso al hombro.
—Un momento. —Bodenstein la detuvo y la escrutó a conciencia—. Por favor, no cometas ninguna imprudencia.
El comentario sonó a advertencia.
—¿A qué te refieres? —preguntó Pia.
—Mantente al margen de la investigación de Sander. Y con esto me refiero a nada de llamadas ni mensajes.
—No creerás en serio que tiene algo que ver con el asesinato de Pauly, ¿no?
Bodenstein no vaciló mucho.
—Tenía móvil y medios —repuso—. Solo me queda por averiguar si también tuvo la oportunidad.
Christoph Sander se presentó en la comisaría de Hofheim a la media hora de que Bodenstein lo llamara, y dejó bien claro que ausentarse del trabajo un sábado soleado por la mañana, cuando en el zoo reinaba un gran ajetreo, le parecía de lo más inoportuno. El inspector jefe lo llevó a su despacho, le ofreció un café, que él rechazó dando las gracias, y le expuso los datos que les había facilitado el laboratorio.
—El asesino de Pauly tiene alguna relación con el zoo —afirmó Bodenstein a continuación—. Sin duda, tuvo la posibilidad de utilizar el vehículo. En cualquier caso, ahora usted y sus empleados están en el punto de mira de nuestra investigación.
—Todos mis empleados conocían a Pauly. Al fin y al cabo, siempre andaba dando la lata. —Sander se cruzó de brazos—. Pero soy incapaz de imaginar que alguno de ellos haya ido tan lejos como para matarlo y dejar su cadáver cerca del zoo.
—¿Qué hay de usted? No vino en el avión de Londres que nos dijo. Sin embargo, su nombre figura en la lista de pasajeros de un vuelo que aterrizó a las ocho y cuarto. ¿Podría darme una explicación?
Sander miró a Bodenstein imperturbable con sus vivos ojos oscuros.
—El billete era para ese vuelo —respondió—. Incluso facturé por teléfono, pero de camino a Heathrow se produjo un accidente y me vi atrapado en un atasco cuando estaba en el taxi. Cuando llegué al aeropuerto, el avión ya había salido, y por eso cogí el siguiente.
Sonaba creíble, pero también podía ser una mentira.
—Quiero serle completamente sincero —reconoció Bodenstein—. Ahora mismo todo está en su contra. Móvil, medios, oportunidad: todo encaja. Además, su relación de amistad con la inspectora Kirchhoff se podría considerar un intento de influir en ella a favor de usted.
Sander ni se inmutó; mantuvo el semblante inexpresivo.
—En mi opinión, que usted sea el autor lo respaldan el lugar en el que se encontró el cuerpo y el hecho de que hayamos descubierto huellas en la caja de la
pick-up
. Pero supongo que si usted hubiera llevado el cuerpo de Pauly a alguna parte, habría elegido un lugar distinto de esa pradera cercana al zoo. Además, podría haber sacado el palé y limpiado a fondo el vehículo.
Sander se limitó a enarcar las cejas y no dijo nada. Bodenstein se echó hacia atrás en su asiento y lo observó atentamente.
—¿Está encubriendo a alguien? —preguntó.
Por lo visto, a Sander no se le había ocurrido esa idea.
—No. —Cabeceó sorprendido—. ¿Por qué iba a hacerlo, si de ese modo las sospechas recaerían sobre mí?
—Por simpatía, por ejemplo…
—Desde luego que no. Me llevo bien con todos mis empleados, pero jamás iría tan lejos.
—¿Ni siquiera por un amigo de la familia e hijo de un miembro del consejo directivo del zoo? —insistió Bodenstein.
—Se refiere a Lukas… —Sander frunció el ceño y sopesó un instante la posibilidad, si bien la desechó en el acto—. El chico no tenía ningún motivo para matar a Pauly. Le caía bien.
—¿Conoce mucho al muchacho? —quiso saber Bodenstein.
—Bastante —respondió el director del zoológico—, y desde hace tiempo.
—Verá usted, yo no conozco mucho a Lukas. —Bodenstein se echó hacia atrás de nuevo e intentó calar al hombre que tenía delante—. Pero a diferencia de lo que le sucede a la mayoría, no me resulta especialmente simpático. Es demasiado majo, y eso puede llevar a engaño.
—¿Qué quiere usted decir? —Sander se enderezó.
—Lukas es atractivo, inteligente y deseado. Ni una sola de las numerosas personas a las que hemos tomado declaración a lo largo de los últimos días ha mencionado su nombre.
—¿Por qué iban a hacerlo? ¿Por qué iba a tener algo que ver con los asesinatos de Pauly o Jonas? Los dos eran sus amigos íntimos.
—Tengo por costumbre desconfiar de aquellos de quienes otros no desconfían. —El inspector sonrió—. La inspectora Kirchhoff, mi colega, le tiene mucho afecto a Lukas, y a mí me da la sensación de que ya no es imparcial en lo tocante a ese chico.
—¿Y a qué cree que se debe?
Los dos hombres se miraron en silencio.
—Las emociones pueden influir poderosamente en la objetividad de una persona —aseguró Bodenstein—. Eso es algo a lo que ni siquiera son inmunes agentes con experiencia. A la inspectora Kirchhoff, Lukas le inspira compasión, en cierto modo debido a lo que usted le ha contado del chico, y la compasión es una emoción muy fuerte.
Sander no dijo nada; se limitó a mirar expectante a Bodenstein, que continuó:
—A mi entender, Lukas es un maestro de la manipulación: le enseña a cada uno la cara que quiere ver o la que conviene a sus intereses, de manera que la gente solo ve en ese chico lo que él quiere que vean. Nadie conoce al verdadero Lukas.
Sander apoyó el mentón en el puño con aire pensativo.
—Creo que sobreestima usted al muchacho —objetó. Sí, tiene razón: es atractivo y parece seguro de sí mismo, pero en realidad es un joven muy inseguro y muy sensible, que busca un reconocimiento y un respaldo que su padre no le da.
—Le cae a usted bien —constató el inspector.
—Sí, eso es cierto. Me gusta Lukas. Tuvo que superar algunas experiencias muy traumáticas cuando era pequeño, y me duele en el alma que ahora tenga que volver a sufrir.
—A Pauly lo mataron a golpes en la puerta de la cocina —contó Bodenstein—. Cargaron el cuerpo en la caja de su
pick-up
y lo dejaron allí unas veinticuatro horas antes de trasladarlo al campo. Para eso hace falta tener algo.
—Cierto: odio o sangre fría, y en relación con Pauly no creo a Lukas capaz de ninguna de esas dos cosas. Dicho sea de paso, el chico ni siquiera tiene carné de conducir.
—¿Y a quién cree usted capaz de semejante acto? ¿Cuál de los empleados del zoo que tenían acceso al vehículo podía odiar tanto a Pauly para hacer algo así?