—¿Qué te hace pensar eso? —Pia tragó saliva, agobiada, y se enderezó—. ¿Qué interés podría tener… —le costó pronunciar su nombre— Sander en tramar algo?
—Eso tampoco lo tengo claro del todo. Puede que tenga que ver con Svenja, la mejor amiga de su hija. O con Lukas. No sé cómo, pero los dos están relacionados con los casos. Sander lo sabe y quiere protegerlos. Pero es solo una sensación.
¡Bodenstein y sus intuiciones! A menudo lo habían traicionado. Pia recordó fugazmente el altercado que protagonizó en otoño del año anterior su jefe con una karateka a la que consideró sospechosa erróneamente guiándose por un pálpito.
—Estoy en el restaurante de mi hermano —contó él—. También está Sander. Con Inka Hansen. No tiene por qué significar nada, es la veterinaria del zoo, pero…, bueno…
—Pero ¿qué? —Pia cerró los ojos. ¿Es que todas las palabras bonitas, los mensajes de la noche anterior, el consuelo y la comprensión de esa misma mañana únicamente formaban parte de un plan pérfido para cegar a la poli enamorada? La confirmación de la leve duda que la atenazaba le dolió igual que si fuera una herida abierta.
—Dan la impresión de tener bastante confianza.
—¿Por qué no iba a ser así? A fin de cuentas, trabajan juntos a diario —se oyó decir Pia con voz cavernosa. Entre él y yo no hay más que…, vamos no hay nada.
Se odió por albergar sueños, por ese enamoramiento alocado, infantil, y odió a Bodenstein por haberle hecho trizas aquella bonita ilusión. El chasco se transformó en rabia. Cuando su jefe puso fin a la conversación, ella se quedó mirando al cielo nocturno sin ver nada. Con lágrimas en los ojos, estuvo reflexionando acerca de si Sander la había utilizado. El hombre tenía que haberse dado cuenta enseguida de que gozaba de sus simpatías. ¿Se habría aprovechado de esa debilidad? ¿Y si el pez no había caído en su red, sino ella en la de él? Pia no podía creer que se hubiera equivocado de tal modo. Sin embargo, el hombre al que esa misma mañana había confiado su peor secreto, ahora estaba cenando con otra mujer y a todas luces no pensaba en ella, ya que de ser así al menos habría dado alguna señal de vida. Rara vez se había sentido tan desgraciada, tan sola. El trabajo y la vida privada se habían mezclado de manera funesta e imperceptible. Pia se devanaba los sesos, trataba de remontarse al punto en que había perdido el norte en la maraña de sus confusos sueños y miedos. Mientras seguía contemplando el cielo, el móvil volvió a sonar. Pia miró la pantalla: ¡Lukas! La persona perfecta para lamerle las heridas.
Alemania entera se hallaba en estado de excepción desde que esa tarde los futbolistas alemanes habían eliminado del Mundial a los suecos en octavos de final con un dos a cero. Por la noche aún daban vueltas por las calles de Frankfurt caravanas de automóviles con hinchas exultantes que agitaban banderitas, como si Alemania ya fuera campeona del mundo.
—Idiotas —dijo Lukas—. Les falta un tornillo.
Pia lo miró un instante. Se había presentado en su casa tan solo un cuarto de hora después de que la llamara, hermoso como un arcángel con sus vaqueros ceñidos, una camisa blanca remangada y el cabello rubio suelto. No le preguntó adónde la iba a llevar. Lo principal era no seguir sola en casa pensando en Christoph Sander y su comportamiento.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Lukas cuando dejaron atrás el recinto ferial y se dirigieron al centro en el Smart del ama de llaves de los Van den Berg.
—¿Cómo que qué ha pasado? —respondió ella.
—La noto distinta —aseguró él—. Confusa y ausente.
—Tengo que resolver dos asesinatos y no consigo avanzar —explicó Pia, sorprendida por la sensibilidad de Lukas.
—No es eso. Alguien le ha hecho daño, ¿me equivoco?
La voz del joven rebosaba tanta compasión que Pia casi se echó a llorar.
—Bueno, da lo mismo.
Con mucho tacto, Lukas le concedió el momento que necesitaba para recuperar el control. Se metió por la Mainzer Landstrasse y a continuación entró en la Neue Mainzer Strasse.
—¿Adónde vamos? —quiso saber Pia.
—A tomar unos cócteles.
—¿Aquí? ¿En la zona de los bancos?
—Sí. ¿Ha estado alguna vez en el Maintower?
Lukas estaba concentrado buscando aparcamiento, y finalmente encontró un hueco justo para el Smart.
—No. —Pia sacudió la cabeza—. ¿Se puede entrar sin más?
—Yo sí. —El chico sonrió.
Pia no lo dudó ni un segundo. Cuando se aproximaban al rascacielos del banco Helaba, un edificio de ciento ochenta y siete metros de altura que alojaba la radio de Hesse y un restaurante, el muchacho sacó una tarjeta de plástico. Tomando de la mano a Pia, se abrió paso con ella entre la gente que esperaba. Tras el mostrador de granito de recepción, dos mujeres jóvenes y un hombre con uniformes azul marino y una sonrisa sempiterna en la boca controlaban la entrada con formas educadas y resueltas. Al trío del que dependía el éxito o el fracaso de una noche de sábado, Lukas le mostró la tarjeta, que pasaron por un lector.
—¿Tendría la amabilidad de enseñarme el carné? —El hombre recelaba. Desde que los ataques terroristas a rascacielos habían dejado de ser una utopía, en Frankfurt también se habían intensificado las medidas de seguridad. Lukas le enseñó el documento, y después de mirarlo bien, la sonrisa helada del joven se volvió cordial, casi sumisa—. Muchas gracias. —Le devolvió el carné y la tarjeta a Lukas—. Bienvenidos al Maintower. Por favor…
La codiciada puertecita de acceso se abrió con un zumbido, y Pia siguió a Lukas hasta los ascensores tras pasar un control de seguridad.
—¿De dónde la has sacado, por cierto? —preguntó Pia cuando se vieron a solas con un vigilante en el ascensor.
—En Frankfurt, el apellido de mi padre abre todas las puertas. —El chico le guiñó un ojo.
El ascensor subió los ciento ochenta y siete metros en cuestión de segundos.
—Me quieres impresionar —aventuró ella.
—Claro. —Lukas le dedicó una sonrisa que desarmaba. Para una vez que sale conmigo, no la voy a llevar a un antro.
Cuando entraron en el restaurante Maintower, Pia se quedó boquiabierta: ventanales panorámicos de ocho metros de altura permitían contemplar la ciudad entera. A sus pies se extendía un grandioso mar de luces.
—Buenas noches, señor Van den Berg —los saludó la gerente del restaurante, tan obsequiosa como antes el personal de recepción—. ¿En qué podemos ayudarlo?
—Esta es la primera vez que viene mi novia —respondió él con fingida altanería—, y le gustaría sentarse junto a la ventana. A ser posible, en el bar.
—Naturalmente. Un momento, por favor.
La mujer se alejó con diligencia, y segundos después la mesa estaba lista. Sin duda, alguien había tenido que cederle el sitio al hijo del banquero Van den Berg. Las vistas desde los enormes ventanales eran impresionantes, y los cócteles no se quedaban cortos. La compañía de Lukas le hizo bien a Pia; su atención y su discreta deferencia eran un bálsamo para su corazón desencantado. Sander, Henning y sus problemas del trabajo quedaban a años luz. ¡A la porra los hombres y los sentimientos! Después del quinto cóctel, el humor de Pia había mejorado considerablemente.
—Esto empieza a decaer —dijo Lukas de pronto—. Vamos a otro sitio.
—De acuerdo.
Estaba achispada, y las miradas de Lukas la hacían sentir más joven y deseada que nunca. El sistema de alarma de su sentido común se había apagado hacía rato con un último y débil resplandor. Llevaba años siendo prudente y comedida, pero esa noche no quería serlo.
La llamada de socorro entró en la central a las siete y cuarto. Alguien avisaba de que en la casa de al lado había un cadáver. El agente que estaba de servicio informó a un coche patrulla para que acudiera a la dirección facilitada. El subinspector Krause y la oficial Bernhardt, que se encontraban cerca, acudieron al número 52 de la Freiligrathstrasse y saltaron el portón, vigilado por cámaras, después de que nadie les abriera tras llamar repetidas veces. Dieron la vuelta a la casa por un jardín similar a un parque hasta la parte trasera, pasaron con cuidado por primorosos arriates de flores y entraron en la mansión por la terraza, cuyas puertas estaban abiertas de par en par. Tal y como había dicho el vecino, delante del escritorio, en el parqué, encontraron a un hombre que solo llevaba puesto un bañador. Alrededor de su cabeza se había formado un charco de sangre estancada. El subinspector Krause se arrodilló junto al caído y le tomó el pulso con dos dedos en la carótida.
—¡Llama a una ambulancia! —le pidió a su compañera. ¡Aún está vivo!
—¿Qué ha pasado? —preguntó Bodenstein, que llegó al mismo tiempo que los agentes de la Científica.
—Creo que alguien ha intentado romperle la cabeza —contestó el médico—. También tiene hematomas en los brazos y en los hombros.
—¿Cómo se encuentra? —quiso saber el inspector.
—Su estado es crítico. —El médico levantó la mirada. Sin duda, ya lleva aquí unas horas.
—¿Es Van den Berg, del Deutsche Bank? —preguntó el jefe de los criminólogos.
Bodenstein hizo un gesto afirmativo. La ropa de Van den Berg estaba bien ordenada en una de las tumbonas de la piscina, en el jardín. Daba la impresión de que el agresor lo sorprendió cuando daba un paseo nocturno por la piscina y le golpeó en la casa. Había habido forcejeo, prueba de lo cual eran dos sillas y una lámpara de pie tiradas por el suelo.
—¡En la terraza también hay sangre! —exclamó uno de los agentes de la Científica—. Y aquí está el arma que se empleó.
—¿Qué es esto?
—Un pisapapeles.
Bodenstein intentó reconstruir los hechos: el agresor de Van den Berg debía de haber salido de la casa, pues nadie llevaba encima un pisapapeles. El hombre, gravemente herido, consiguió llegar a rastras hasta el despacho, donde de nuevo se había producido un forcejeo. Pero ¿cómo había logrado colarse el atacante en una casa tan bien vigilada?
—La inspectora Kirchhoff no contesta —le dijo uno de los agentes a Bodenstein—. Tiene el móvil apagado.
—¿Que tiene el móvil apagado?
El detalle extrañó más que enojó a Bodenstein, ya que por regla general su compañera nunca apagaba el teléfono, y menos aún si estaba de guardia, como era el caso ese fin de semana. Pia Kirchhoff era concienzuda, además de madrugadora. Si el móvil estaba apagado, algún motivo habría. Apartó la vista del herido y llamó a su compañera al fijo.
—Hola.
Al oír su voz, se sintió aliviado, hasta que comprendió que solo era el mensaje del contestador. Algo iba mal. De haber estado enferma, lo habría avisado. El agente seguía allí, mirándolo expectante.
—Manda una patrulla a su casa.
A Bodenstein le asaltó un mal presentimiento. ¿Habría hablado Pia con Sander, a pesar de todo, la noche anterior? ¿Se habrían visto? Se volvió hacia el vecino de los Van den Berg, que aguardaba discretamente algo apartado, y descubrió que aparte del hijo, Lukas, no había parientes cercanos. La asistenta estaba fuera desde hacía unos días. Justo cuando preguntaba por el médico de cabecera del herido, la puerta se abrió y un joven entró en el recibidor.
—Es Lukas —dijo, afectado, el vecino—. ¡Pobre muchacho!
—¿Qué pasa aquí? —Lukas dejó caer las llaves y, abriéndose paso entre los agentes y los sanitarios, fue al despacho de su padre. Durante unos segundos se quedó petrificado, mirando a su padre sin dar crédito a lo que veía—. Papá —susurró con voz inexpresiva—. Papá, ¡despierta, por favor! ¡Papá!
—Tu padre está gravemente herido e inconsciente —explicó Bodenstein, y le puso una mano en el hombro. Se lo van a llevar al hospital.
Lukas le apartó la mano, se irguió y miró a los hombres con cara de loco, con los ojos inyectados en sangre.
—¡Dejadnos en paz! ¡Largaos! —gritó, perdiendo de pronto el control—. ¡Salid de nuestra casa, capullos! ¡Fuera! ¡Llamaré a la Policía!
Bodenstein lo miró con incredulidad. Hasta entonces solo lo había visto amable y sonriente, pero de pronto alguien agresivo y malicioso parecía haberse apoderado de su cuerpo. Con el rostro desencajado por la ira, Lukas se abalanzó sobre el agente que tenía más cerca y lo golpeó con ambos puños. Fueron necesarios tres hombres para reducirlo.
—Dios mío, nunca había visto nada igual —afirmó el médico.
—Ni yo —convino Bodenstein, que de nuevo abrigó la sospecha de que tras la atractiva fachada de Lukas se ocultaba algo muy distinto de lo que solía mostrar a la gente.
El inspector Bodenstein se agachó y le sujetó la muñeca al muchacho, que estaba en el suelo, jadeante. Los agentes aún lo tenían bien sujeto, por si acaso, pero su cuerpo se había quedado sin energía, y ya no ofrecía ninguna resistencia.
—Hay que llevar a tu padre al hospital deprisa —informó Bodenstein, serio—. Está gravemente herido.
—Pero ¿qué ha pasado? —Lukas lo miró perplejo.
—Todavía no lo sabemos con seguridad.
—Hoy queríamos ir juntos al
brunch
del hotel del castillo —farfulló, y después hizo una mueca y empezó a sollozar.
—Soltadlo —ordenó Bodenstein.
Le dio a Lukas la mano para que se levantara y le pasó un brazo por los hombros. Confuso, el muchacho miró a su alrededor. Durante la pelea se le había soltado el vendaje del brazo, la herida sangraba ligeramente. Lukas la miró sin verla. Vacilante, casi como si estuviera borracho, se dirigió al salón con ayuda de Bodenstein y un agente; andar parecía costarle al chico la misma vida.
—Tengo que llamar al castillo para anular la reserva —afirmó.
Bodenstein tuvo que localizar al médico de los Van den Berg, porque Lukas se negó a que el médico de Urgencias le pusiera la inyección sedante que quería administrarle. El doctor Bertram Röder llegó a la casa de los Van den Berg poco después de que la ambulancia se llevara al padre de Lukas. El chico estaba sentado en la escalera, apático, con la mirada perdida. No había querido ir a su habitación, y dado que todos tenían muy presente el violento arrebato que había sufrido poco antes, nadie intentó obligarlo.
—¿Qué será ahora de Lukas? —le preguntó Bodenstein al médico—. Alguien debería informar a su madre. Si mal no recuerdo, dijo que está trabajando en Boston.
El doctor lo miró con extrañeza.
—¿Eso dijo Lukas? —inquirió.
—Sí, algo por el estilo —asintió Bodenstein—. ¿Por qué?
—La madre de Lukas murió. Hace catorce años, de cáncer.