Por unos momentos en la enorme casa reinó un silencio absoluto. Entonces, Bodenstein recordó algo.
—¿Qué es un trastorno disociativo? —le preguntó al médico, y a continuación le contó lo que le había confiado Franjo Conradi.
—Bueno… —el doctor carraspeó—. Sí, es cierto que hace muchos años Lukas recibió tratamiento psicológico. Se especuló con un trastorno de personalidad múltiple.
—¿Qué es eso? ¿Esquizofrenia?
—En el más amplio sentido de la palabra.
Bodenstein miró al chico, que tenía la vista clavada en el brazo herido.
—Una personalidad múltiple se desarrolla debido a experiencias traumáticas, sobre todo en la infancia. Muchos pacientes que presentan este trastorno fueron desatendidos emocionalmente, sufrieron a menudo abandono. Lukas perdió a su madre cuando tenía siete años.
—Personalidad múltiple. —Bodenstein miró de nuevo a Lukas—. ¿Como en el caso del doctor Jekyll y Mr. Hyde?
—Más o menos. El desarrollo de distintas personalidades es un mecanismo de autodefensa; los cambios de personalidad los provoca el denominado factor desencadenante, un detonante.
—¿Cómo se manifiesta el trastorno?
—Las personas que padecen un trastorno de personalidad múltiple tienen miedo de ser abandonadas. Con frecuencia, se distinguen por su inestabilidad en las relaciones personales, por una actividad sexual impulsiva, por accesos de ira sumamente violentos e incontrolados y porque no recuerdan períodos de tiempo concretos.
—¿Significa eso que cuando una personalidad hace algo las otras no tienen conocimiento de ello? —Bodenstein arrugó la frente.
—Se han observado cosas por el estilo —corroboró el médico.
Entonces sonó el timbre de la casa. Abrió uno de los agentes de policía. Christoph Sander irrumpió en el recibidor; parecía muy preocupado. Cuando reparó en Lukas, se agachó ante él y le tomó la mano. Bodenstein no supo qué le decía, pero vio que la mirada fija del muchacho se llenaba de vida. Sander le acarició el cabello y lo abrazó para consolarlo. Lukas enterró el rostro en su hombro.
—¡Papá se muere! —sollozó, agarrándose a Sander con fuerza, como si fuera un niño desesperado—. Y yo, ¿qué voy a hacer?
Sonó el móvil de Bodenstein, pero sus esperanzas de que fuera Pia Kirchhoff y le dijese que se había quedado sin batería se vieron truncadas. Se trataba de la patrulla que habían enviado a Birkenhof.
—Aquí no hay ni un alma —informó un agente—. El portón está cerrado. Pero delante de la casa hay un todoterreno.
—Entren. —Bodenstein bajó la voz y ordenó—: Miren a ver si ha pasado algo.
—¿Cómo entramos? —preguntó el policía, prosaico.
—Pregunten en la finca de al lado —sugirió el inspector con aspereza—. Que yo sepa, tienen una llave.
Sander consiguió convencer a Lukas de que subiera a tumbarse un rato. Cinco minutos después bajó la escalera.
—He visto la ambulancia delante de la casa —dijo—. ¿Qué ha ocurrido?
—El padre de Lukas estaba inconsciente delante de su mesa. Alguien lo golpeó. —A Bodenstein no le inspiraba mucha simpatía ese hombre, y menos aún desde que había visto cómo lo miraba Inka Hansen.
—¡Dios mío! —Sander parecía afectado de veras—. A este chico le pasa todo. ¿Qué será ahora de él?
—Por el momento no debería quedarse solo —aconsejó el doctor Röder.
Por lo visto, ambos hombres se conocían.
—Le diré a mi hija que venga ahora mismo a quedarse con él. Después se puede venir con nosotros.
—Eso estaría bien. Antes ha perdido los nervios.
—Se puso hecho una auténtica fiera —precisó Bodenstein—. Agredió a un agente y se puso a chillar fuera de sí.
—Primero asesinan a un amigo suyo, luego a su mejor amigo, y poco después ve a su padre malherido —replicó, acalorado, Sander—. ¿Qué espera usted de él? ¿Que sea tan insensible e indiferente como usted?
El reproche enfureció sobremanera a Bodenstein. Le costó lo suyo callarse la respuesta subida de tono que le habría soltado de buena gana.
—¿Está aquí la señora Kirchhoff? —preguntó el director del zoo.
—No. —Bodenstein no tenía la menor intención de hablar con ese hombre más de lo necesario—. ¿Por qué lo pregunta?
—Porque hoy, a las cuatro y algo de la madrugada, me ha enviado un mensaje raro.
—¿Un mensaje? ¿Qué le decía?
Sander se sacó el móvil del bolsillo del pantalón, lo abrió y se puso a teclear hasta que el
sms
apareció en la pantalla. A continuación le pasó el teléfono a Bodenstein.
«DOUbleIFE. Tark. Ross».
—¿Qué significa esto? —Bodenstein levantó la mirada.
—Ojalá lo supiera —respondió Sander mientras se encogía de hombros, desconcertado.
—¿Por qué le manda un mensaje la inspectora Kirchhoff a las cuatro de la madrugada? —preguntó, suspicaz, Bodenstein—. ¿Sucedió algo antes?
Al rostro de Sander asomó una expresión reservada.
—¿Se refiere a si yo le escribí antes? No.
—Pero la noche anterior sí le escribió.
—Cierto. —Sander sostuvo la mirada de Bodenstein sin pestañear—. Como bien dice usted, la noche anterior.
La animadversión de Bodenstein hacia Sander aumentaba con cada palabra que este decía. ¿Qué tenía ese hombre? No era excesivamente atractivo, casi siempre estaba enfurruñado, y así y todo, tenía loca no solo a Pia Kirchhoff, sino también a la sobria y fría Inka. Bodenstein no pudo evitar comentarle:
—La otra noche daba la impresión de que le interesaba más bien Inka Hansen.
—¿Por qué dice eso?
—¿Es o no verdad que anoche estuvo usted con ella? —insistió Bodenstein, en un ataque de celos absurdos.
—Aunque no creo que mi vida privada sea de su incumbencia, sí, es cierto —admitió Sander con un tonillo sarcástico que enfadó más aún a Bodenstein—. Cenamos juntos. Y después me fui a casa. Solo. ¿Contesta esto a su pregunta?
—Sí, gracias —repuso el inspector con frialdad. Los dos hombres se midieron, lanzándose miradas hostiles. Finalmente, Sander dio media vuelta para salir de la casa—. Ah, señor Sander. Una cosa más —añadió Bodenstein, y el aludido se detuvo y volvió la cabeza de mala gana—. Cuando Lukas se haya tranquilizado un poco, llámeme, por favor. Tengo que hablar con él. En contra de lo que usted cree, sabe conducir perfectamente. Cuando usted no estaba, le gustaba llevarse la
pick-up
del zoo a casa.
A Bodenstein le deparó un placer infantil ver cómo Sander palidecía primero, se ponía rojo después y a continuación se iba a todas luces cabreado. Probablemente le pidiera explicaciones a su hija y averiguase que el guapito de Lukas había abusado descaradamente de su confianza.
En Birkenhof no había ni rastro de Pia Kirchhoff. La vecina les abrió el portón a los policías, y estos llamaron a Bodenstein, que se presentó al cuarto de hora. El coche de su compañera estaba bajo el nogal, en la casa se veían las persianas echadas, las cerraduras de las puertas estaban intactas. Nada apuntaba a que alguien hubiera entrado por la fuerza ni tampoco a un secuestro. Bodenstein llamó al marido de Pia y le preguntó si había sabido algo de ella, pero nada. Kirchhoff también se quedó preocupado, pues no era propio de su mujer desaparecer sin decirle nada a nadie. Llamó a sus padres y a su hermana; todo en vano. En torno a las once se hizo patente que tenía que haberle pasado algo. A Behnke le fue encomendado avisar a todos los agentes de la brigada que no estaban de guardia el fin de semana para crear una comisión especial que debía buscar a Pia Kirchhoff en todas las comisarías, los hospitales y morgues de la región. Quizá salió con algún amigo y se produjo un accidente o la habían atacado, robado o… no, Bodenstein no quería ni plantearse esa última posibilidad. Lo más probable era que su desaparición se debiera a algo de lo más inocente. La vecina no había visto ni oído nada fuera de lo común; por la tarde había hablado con Pia desde la cerca. Quería volver a preguntar a su marido y a los temporeros que trabajaban en las huertas de frutales que había detrás de Birkenhof, y prometió ocuparse de los animales y las plantas hasta que Pia volviera. Sumamente intranquilo, Bodenstein fue a la comisaría de Hofheim. Por el camino estuvo rumiando si con su llamada del día anterior no habría provocado en su compañera una reacción irreflexiva que, en último término, hubiera desembocado en su desaparición. ¿Y si lo que sentía Pia Kirchhoff por el tal Sander era más profundo de lo que le había dado a entender? ¿Por qué le había mandado ese mensaje tan raro? Bodenstein tenía muy clara una cosa: no se fiaba nada del hombre que el día anterior le dedicaba aquellas sonrisas a Inka Hansen y a cuyos pies, al parecer, también había caído rendida de golpe y porrazo su compañera.
La tensión que reinaba entre los integrantes de la K 11 era distinta de la habitual, cuando buscaban a desaparecidos, asesinos o víctimas. Esta vez buscaban a uno de los suyos, a una compañera, y absolutamente todos los agentes de la Policía judicial insistieron en participar en la Comisión especial Pia. Treinta y dos hombres y mujeres se apelotonaban en la sala de reuniones cuando entraron Bodenstein y el doctor Henning Kirchhoff. Ostermann informó de que en ninguno de los hospitales de las inmediaciones había ingresado una mujer que encajara con la descripción de Pia. Se había dado aviso de su desaparición a todas las comisarías de Hesse. En casa de Pia los criminólogos sacaron tazas de café y copas sucias del lavavajillas, ropa de cama y una toalla en la que había restos de sangre. A Bodenstein le repugnaba meter las narices en la vida privada de su compañera y comentar detalles íntimos delante de todos sus hombres, razón por la cual tomó la palabra. Lo importante era, en primer lugar, comprobar todas las llamadas telefónicas del móvil y el fijo, así como determinar los movimientos del móvil. En segundo lugar, había que seguir recorriendo los hospitales. Entró un compañero de la sección de Fraude fiscal.
—A las cuatro y media de la madrugada de hoy ha ingresado una mujer en el hospital de Idstein —contó—. Estaba inconsciente e iba indocumentada. La encontró un empleado del servicio de carreteras en el área de descanso de Idstein. A juzgar por la descripción, podría tratarse de la inspectora Kirchhoff.
Bodenstein alzó la mirada. ¿Idstein?
—¿A qué estáis esperando? —espetó él—. Id hasta allí.
—Hay un problema: la mujer ha fallecido hace una hora y media; no llegó a recobrar el conocimiento.
Las voces de los agentes cesaron como cuando ante una orquesta hace su aparición el director. En la sala se hizo un silencio de horror. Bodenstein se levantó bruscamente.
—Voy para allá —afirmó.
—Lo acompaño —dijo Kirchhoff al tiempo que se levantaba. Estaba atrás, escuchando en silencio, pálido, pero sereno.
«Por favor, por favor, por favor, Dios mío, que no sea Pia», rezaba Bodenstein muda y fervientemente cuando siguió a Henning Kirchhoff y la jefa de traumatología, visiblemente desbordada por el trabajo y exhausta, a las catacumbas del hospital de Idstein. En el trayecto de Hofheim a Idstein, Kirchhoff y él apenas intercambiaron diez palabras; lo que podían encontrarse cuando llegaran a su destino era demasiado aterrador. A las diez menos cuarto de la noche del día anterior había hablado con Pia, y se maldecía por haber efectuado esa llamada. Aunque su compañera siempre se mostrara fría y serena, también era humana, y posiblemente se hubiera enamorado del hombre equivocado. ¿Habría llamado a Sander? ¿Habría ido él a verla? ¿Habrían discutido? Y si en el transcurso de la pelea él hubiese… Llegaron a la cámara frigorífica donde el hospital conservaba los cuerpos hasta que eran trasladados al Instituto Anatómico Forense o a la funeraria. En la sala azulejada había una camilla con un cuerpo cubierto; se oía el zumbido de una cámara. Bodenstein clavó la vista en el suelo y cerró los puños en los bolsillos. No quería mirar. No quería saberlo. La sábana que tapaba el cuerpo hizo un leve ruido cuando la médica la retiró sin decir nada.
—No es ella —oyó Bodenstein decir a Kirchhoff, y el alivio le recorrió el cuerpo como si fuera alcohol de alta graduación. Abrió los ojos y se acercó a la camilla, con piernas temblorosas. La mujer era rubia, y eso era todo lo que tenía en común con Pia Kirchhoff.
Cuando, una hora después, Bodenstein volvió a comisaría, había una primera pista: a pesar de los serios problemas de idioma, Behnke y algunos compañeros habían hablado con los alrededor de cincuenta recolectores de la finca Elisabethenhof, y dos de ellos recordaban que a alrededor de las diez y media a Pia la había ido a buscar una mujer rubia con media melena en un Smart. Al parecer, quedaba excluida la opción del secuestro. La empresa Telekom había facilitado a Ostermann los movimientos del móvil: Pia había estado en Frankfurt hasta las dos de la madrugada aproximadamente, y la última llamada se había efectuado desde Königstein. Poco después de las tres y media habían apagado el teléfono.
—¿Tiene la lista de llamadas? —quiso saber Bodenstein.
—Hoy es domingo, jefe. —Ostermann cabeceó—. Y los de Telekom no son tan rápidos.
—Presiónelos. Y al laboratorio también. Quiero tener todos los resultados dentro de una hora —ordenó el inspector—. ¿Ha dado con Nierhoff?
—Sí —respondió Ostermann—. Ya está organizando la rueda de prensa. Por un banquero medio muerto es capaz hasta de renunciar al golf.
Bodenstein se abstuvo de hacer comentarios. Entre su jefe Nierhoff y él existía una clara división del trabajo en lo referente a las relaciones públicas, y Bodenstein se alegraba de ello. Tomó los expedientes de Pauly y Jonas Bock y se sentó para leer todos los informes que Pia había redactado. Desconcentrado, leyó por encima las declaraciones policiales del caso Jonas Bock. De pronto lo asaltó un recuerdo fugaz. Volvió atrás con la esperanza de ver algo que materializara dicho recuerdo. Opel Zoo. Sander. Lukas. La
pick-up
. Había algo más, pero ¿qué? Bodenstein echaba en falta a Pia y su impresionante capacidad para acordarse hasta de los más mínimos detalles. En ese momento le vino a la memoria el misterioso
sms
que Pia le había enviado a Sander. Buscó en el móvil el mensaje que el director del zoo le había reenviado.
—¿Ostermann?
—¿Sí? —El aludido asomó la cabeza por detrás de la pantalla del ordenador, y Bodenstein le pasó el teléfono.
—La otra noche, la inspectora Kirchhoff le mandó este mensaje al director Sander.
—«DOUblelIFE. Tark. Ross» —leyó Ostermann.