—Ninguno.
—Se lo preguntaré de otra forma: ¿cuál de sus empleados puede odiarle a
usted
tanto como para querer endilgarle ese crimen?
Sander esbozó una sonrisa de incredulidad.
—¿Cree que todo esto pudo suceder para inculparme a mí de un asesinato? ¿Por qué?
—Tal vez alguien quisiera vengarse de usted. ¿Hay algún antiguo empleado al que haya despedido y que se sintiera tratado injustamente?
El director Sander arrugó la frente y comenzó a reflexionar. Bodenstein lo observaba atentamente.
—Sí, hay uno —replicó al cabo de un buen rato, titubeando—. Es una de esas personas que se sienten discriminadas por principio. Solo estuvo cuatro semanas allí, pero no tenía espíritu de equipo, y era vago y descuidado. Le advertí en dos ocasiones y lo despedí en el acto hará un mes. Se enfureció de tal modo que se abalanzó contra mí. Tuvimos una buena bronca.
—¿Me puede decir su nombre? Me gustaría comprobarlo.
—Tarek. Tarek Fiedler.
Bodenstein se puso en guardia. ¡Tarek Fiedler! El amigo de Lukas y Jonas Bock que trabajaba en un vivero y fue a buscar a Esther Schmitt a lo que quedaba de su casa. Sin duda conocía a Pauly.
—Puede irse, señor Sander —dijo el inspector al tiempo que echaba mano de la información sobre Jonas Bock, que tenía delante, en la mesa—. Gracias por haber venido tan rápido.
—De nada.
El director del zoológico se levantó de la silla y salió del despacho sin darle la mano al inspector.
Cuando media hora más tarde llegó a casa de Tarek Fiedler, en uno de los grandes edificios de la Ostring, en Schwalbach, Bodenstein estuvo a punto de chocar con un joven que salía en ese momento cargado con varias bolsas. El chico se sobresaltó, y con el susto se le cayeron las bolsas.
—¿Tú no eres Franjo Conradi?
Bodenstein creía acordarse de la cara del chico de cuando fue a comisaría.
—Sí, ¿por?
El muchacho dio un paso atrás, temeroso. A la luz crepuscular del pasillo sin ventanas, Bodenstein vio que tenía heridas en la cara: en el labio, una gran hinchazón, el ojo izquierdo amoratado, las gafas dobladas y con un cristal roto.
—¿Qué te ha pasado? —le preguntó.
—Nada —replicó el joven, y se inclinó para coger las bolsas. Era bajito y flaco, y sus movimientos nerviosos delataban su tensión. Franjo Conradi tenía miedo.
—¿Está el señor Fiedler en casa? —preguntó Bodenstein—. Tengo que hablar urgentemente con él.
—No; está en la empresa —repuso Franjo con nerviosismo.
—¿Te vas de casa?
—Sí —se limitó a decir el muchacho.
Sorprendido, Bodenstein se dio cuenta de que luchaba por no llorar. Algo debía de haberle producido una fuerte impresión, ya que los chicos de su edad preferirían saltar de un decimocuarto piso a llorar delante de un desconocido.
—¿Te has pegado con alguien? ¿Con Tarek? Pensaba que erais amigos y teníais juntos esa empresa de informática.
—¡Amigos! —exclamó Franjo entre la risa y el llanto—. Todos éramos amigos hasta que apareció Tarek. A ese solo le importa el dinero. —Se llevó la mano al maltrecho labio, que sangraba ligeramente—. Estoy harto de la mierda esa de empresa y del dichoso juego —afirmó con vehemencia—. Creía que de verdad querían cambiar, mejorar, pero no es eso lo que les interesa. Las ideas y los proyectos de Ulli les importaban una mierda. Llevo demasiado tiempo sin querer ver la realidad.
El muchacho era un idealista que había roto con sus padres por pura convicción.
—¿A quiénes en concreto? —preguntó Bodenstein con la esperanza de aprovechar su decepción para sacarle algo de información. Pero esa pregunta, de boca de un policía, era demasiado, y el muchacho no respondió—. ¿Cómo vas a irte de aquí?
—Ni idea. —Franjo se encogió de hombros.
—Si quieres, te llevo. Voy a Kelkheim.
En el coche, Franjo se relajó. Contó que Pauly lo había animado a seguir su propio camino.
—Mi padre no entiende que no quiera ser carnicero —se quejó—. Cree que soy un desagradecido. Pero me horroriza la idea de hacer salchichas y estar detrás del mostrador hasta que me muera.
Bodenstein escuchaba en silencio. Había entendido a Conradi cuando le contó indignado que Pauly había puesto a su hijo en su contra, pero la cosa sonaba muy distinta expuesta por el chico. Franjo no quería ser carnicero, igual que Lorenz no quería ingresar en la Policía. Oliver Bodenstein aún recordaba bien el chasco que se llevó su padre cuando le comunicó que no quería ponerse al frente de la finca familiar, que prefería estudiar Derecho y ser policía. Por su parte, se propuso no obligar a sus hijos a hacer nada que no quisieran. Sin embargo, le había sorprendido su propia reacción al intentar impedir que Rosalie trabajara de pinche en verano.
—Quiero estudiar Biología —contaba Franjo en ese momento— y trabajar en una estación científica de las Galápagos. Mi padre se rio de mí y me dijo que me desheredaría.
Bodenstein miró de reojo un instante el maltratado rostro del muchacho.
—Por eso me metí en la empresa —continuó—. Jo dijo que ganaríamos un montón de dinero. Se me da bien la informática, sé programar, pero no soy Lukas.
—¿Qué quieres decir? —se interesó Bodenstein. ¿Acaso había dado por fin con alguien a quien Lukas no le caía bien y que no lo admiraba?
—Lukas es un genio —contestó Franjo, sin embargo, para su decepción—. Lee códigos fuente como otros leen libros, y sabe diez veces más de Perl, Java, BASIC y C que Tarek.
Double Life
fue idea suya, pero ahora Tarek quiere apropiársela.
—¿Se llevan bien Lukas y Tarek?
—Lukas se lleva bien con todo el mundo —aseguró Franjo, y después su voz se tornó amarga—. Tarek le lame el culo, porque sin él nada funciona. Hasta Tarek se ha dado cuenta.
—¿Te cae bien Lukas?
—Sí —afirmó el muchacho—. De vez en cuando tiene sus salidas, pero es normal tratándose de un genio. En una ocasión que estaba raro, Ulli nos dijo que se debía a su enfermedad. Tarek se reía de Lukas, solo a escondidas, claro, pero a mí me parecía fatal por su parte. Creo que los amigos no deberían hablar mal los unos de los otros.
A Bodenstein el comentario le pareció de lo más interesante.
—¿Y qué enfermedad tiene Lukas? —inquirió.
—Ulli dijo que padecía un trastorno disociativo. —Franjo se encogió de hombros—. No sé lo que quería decir con eso.
Bodenstein tampoco, y decidió consultarlo más tarde.
Tarek Fiedler salía de la nave de la zona industrial de Münster donde estaba alojada la empresa de internet justo cuando llegó Bodenstein. Sujetaba el móvil con el hombro pegado a la oreja, y estaba claro que discutía acaloradamente con alguien mientas iba echando las llaves a la puerta. Al ver al inspector, lo saludó con la mano y puso fin a la llamada.
—Hola, señor… lo siento, pero he olvidado su nombre —dijo amablemente, sonriendo. Ya no había ni rastro de su enfado.
—Bodenstein. ¿Tiene tiempo para responderme a unas preguntas?
—Claro —el muchacho asintió. Se oyó una melodía: era su móvil, pero no contestó.
—El cuerpo del señor Pauly fue trasladado en la caja de una camioneta del zoológico —refirió el inspector—. Y ahora nosotros nos preguntamos cómo llegó hasta allí y quién pudo utilizar ese vehículo.
La sonrisa del joven se esfumó.
—Ah, ya entiendo —dijo—. Seguro que ha hablado con Sander. Me peleé con él cuando me echó. Es increíble que me crea capaz de haber robado un coche.
—No es ese el caso —precisó Bodenstein—, pero seguimos todas las pistas, por poco probables que sean.
El teléfono de Tarek seguía sonando estridentemente.
—¿Por qué no le pregunta por el coche a Lukas? Siempre usa las camionetas cuando Sander no está.
—Pensaba que no tenía carné de conducir.
—Ni idea. Pero conducir sí sabe.
Bodenstein se preguntó por qué el muchacho se chivaba de su amigo. ¿Estaría celoso? Recordó que Sander había dicho que Tarek Fiedler siempre se sentía tratado de manera injusta.
—¿Qué hace usted exactamente en la empresa de Lukas y Jonas? —preguntó.
—La empresa es de los tres —corrigió Tarek—, pero yo no tenía el dinero que necesitábamos para la S.L., y por eso oficialmente los gerentes son Lukas y Jo. Sin embargo, en el orden interno no hay jerarquía: cada cual hace lo que se le da mejor.
—¿Y qué es lo que se le da mejor a usted?
—Programar. —El chico sonrió—. Solo cosas completamente legales, claro. He aprendido la lección.
—¿Qué tal se lleva con Lukas?
—En general, bien. —El joven se puso pensativo—. Últimamente ha cambiado mucho.
—¿En qué sentido?
—Es difícil de decir. A veces está… distraído por completo, luego se pone a flipar sin motivo y empieza a dar gritos. Pero también es verdad que su padre lo presiona mucho. Le ha cortado el grifo, y eso es muy duro para alguien como Lukas.
—¿Por qué?
—El dinero de la empresa es de los padres de Lukas y Jo. En su mayor parte, sin que ellos lo sepan. Lukas y Jo lo han… bueno…, birlado no es la palabra. Quieren devolvérselo, con intereses.
El móvil sonó de nuevo, esta vez con otra melodía. Tarek Fiedler le echó un vistazo a la pantalla.
—¿Alguna cosa más? —preguntó impaciente—. Tengo mucho que hacer.
—¿Por qué pegó a Franjo Conradi?
—¿Quién dice eso?
—Tiene heridas en los nudillos —observó el inspector. Y Franjo en la cara. Solo ato cabos.
De pronto el chico se puso nervioso.
—Discutimos; nada importante.
—Pues para no ser importante Franjo parece muy afectado —comentó Bodenstein—. ¿Cómo acaba la gente después de pelearse con usted cuando es por algo importante?
—En cualquier caso, no acaban muertos como un amigo mío que tuvo una pelea. —Tarek Fiedler sonrió, no así sus ojos.
—¿Jonas?
—Pues sí. Y se peleó con Lukas.
El calor asfixiante del día dio paso a una tarde de verano tibia. Desde la terraza del restaurante del castillo se disfrutaba de unas vistas soberbias de todo el valle Ruppertshain. Quentin, el hermano de Bodenstein, se sentó a la mesa con él y con Cosima cuando terminaron de cenar.
—Por cierto, tengo una empleada nueva en las cuadras —decía Quentin en ese momento—. Vuestra futura nuera, Thordis Hansen.
—¿Sí? —Bodenstein recordó el reciente encontronazo de madrugada en el garaje, que a punto estuvo de ser violento—. ¿Desde cuándo?
—Desde anteayer. El asunto de la propiedad en la finca Waldhof aún no está claro, el lugar anda echado a perder.
—Es una lástima —observó Bodenstein.
Un año antes había metido en chirona al antiguo y también al nuevo propietario de las selectas cuadras de las afueras de Kelkheim.
—A mí no debería quitarme el sueño. —Quentin llamó a uno de los camareros y le señaló la botella de vino tinto vacía—. Ahora tengo todos los boxes llenos. Además, Urbanismo por fin me ha dado vía libre: si conseguimos la financiación, la próxima primavera podemos empezar a derribar el viejo picadero y levantar el nuevo.
—Ah… ¿Y cómo has conseguido lo de Urbanismo? —le preguntó Bodenstein a su hermano—. Al fin y al cabo, tenían grandes dudas, estando como está protegido el antiguo picadero.
—Al concejal de Urbanismo le gusta comer bien —respondió Quentin.
—Eso es soborno.
—¡Bah, vamos! —Quentin le restó importancia con un gesto—. Los polis os lo tomáis todo demasiado al pie de la letra.
—No solo los polis —objetó él—. Que sepas que el concejal de Urbanismo y el que lo sobornó están en prisión preventiva desde esta mañana. Precisamente por ese asunto. Espero por tu bien que haya cerrado y firmado la operación, de lo contrario ya puedes cruzar los dedos para que su sucesor sea igual de glotón.
—No digas bobadas. —Quentin se sentó muy tieso.
—No son bobadas —aseguró su hermano—. Schäfer no solo aceptaba sobornos tuyos.
Llegaron nuevos comensales a la terraza, a los que la mujer de Quentin, Marie-Louise, saludó y acompañó a la última mesa libre.
—¿No es esa la madre de Thordis? —inquirió Cosima con un tono un tanto burlón—. ¿Vuestro primer amor?
Los hermanos Bodenstein volvieron la cabeza: en efecto, era Inka Hansen, en compañía de algunos hombres y mujeres. Bodenstein no dio crédito a sus ojos cuando reparó en Christoph Sander.
—Mira tú por dónde —farfulló.
—La dirección y el consejo del zoo de Kronberg con unas damas —explicó Quentin—. Vienen a cenar una vez al mes. Cuando esté listo su restaurante, en otoño, probablemente los perdamos como clientes.
Oliver Bodenstein vio que Sander le retiraba la silla galantemente a Inka Hansen, que le dio las gracias con una sonrisa por la que veinticinco años antes él habría matado de buena gana. Daba la impresión de que Pia Kirchhoff se había hecho ilusiones en vano con el tal Sander. La forma en que el director del zoo y su veterinaria se trataban, se sonreían y leían juntos la carta hablaba de intimidad. Un viudo atractivo y una mujer sola no menos atractiva que, debido al trabajo, tenían muchos puntos en común y compartían intereses: una combinación ideal. Por el contrario, ¿cómo encajaba en la vida de Sander una agente de la Policía judicial que aún estaba casada? La desconfianza que le inspiraba a Bodenstein ese hombre iba en aumento. Y de repente supo qué era lo que había estado dándole quebraderos de cabeza durante todo ese tiempo.
Pia pasó toda la tarde sometida a una gran tensión, esperando, en vano, que Sander la llamara. ¿Estaba enfadado porque ella no le había advertido? ¿Lo habría detenido Bodenstein? La incertidumbre la ponía muy nerviosa.
Eran las diez menos cuarto cuando le sonó el móvil. Para su decepción era Bodenstein, no Sander.
—Kirchhoff —dijo en voz baja, con un ruido de fondo de platos y voces—, ¿puedo hacerte una pregunta muy personal?
—¿Por qué? Quiero decir, sí, claro.
—Sander y tú…, ¿es algo serio o solo un… bueno…, un flirteo?
Pia se dio cuenta de que la mención del nombre de Sander le aceleraba el corazón. Pensó sin querer en lo que podría haber pasado esa misma mañana si su jefe no hubiese llamado.
—¿Por qué lo preguntas? —quiso saber con cautela—. ¿O es tan solo curiosidad?
—No, va en serio —respondió Bodenstein con voz ahogada—. Cuantas más vueltas le doy a este tema, más tengo la extraña sensación de que formamos parte, tú en particular, de una puesta en escena pensada al milímetro.