—Creo que será mejor que te lleve a casa —le susurró.
—Con cuatro Bloody Marys no pienso dejarla conducir —objetó él—. Ni hablar.
—Es verdad —admitió Pia—. Estoy borracha.
En realidad se alegraba de que el chico estuviera allí. Su presencia en casa hacía que los plomos fundidos no le resultaran amenazadores.
—Voy por unas sábanas. Te puedes quedar en el sofá.
El cementerio principal de Kelkheim había visto algunos entierros multitudinarios, pero el de Hans-Ulrich Pauly superó con creces la capacidad del amplio aparcamiento. Esa calurosa tarde de viernes había coches aparcados hasta debajo del puente que conducía al valle de Schmiehbach. El cielo estaba despejado y era de un azul soberbio, en el que uno podía zambullirse. Bodenstein y Pia se quedaron atrás, observando la afluencia de asistentes. Detrás de un árbol, no muy lejos del hoyo que acogería el féretro de Pauly, esperaba el fotógrafo de la Policía con cámara y teleobjetivo para fotografiar a los presentes, ya que Bodenstein y Pia confiaban en que el asesino de Pauly se hallase entre ellos. Stefan Siebenlist no se encontraba en condiciones de prestar declaración, pero su mujer había llamado a un abogado. Matthias Schwarz se hallaba de nuevo en libertad, porque ya en el primer interrogatorio se enredó en un sinfín de contradicciones. El agente al que atropelló había acabado con un brazo roto, conmoción cerebral e innumerables contusiones, de manera que Schwarz solo tendría que responder de lesiones graves. No había motivo para dejarlo en una celda.
Justo detrás del féretro avanzaba Esther Schmitt, con el semblante digno, petrificado, y los ojos secos ocultos tras unas gafas de sol. La seguía todo el personal y la juvenil clientela del Grünzeug, algunos de los cuales sollozaban e iban de la mano. Pia vio a Lukas, de cuyo brazo ileso se colgaba, como si se estuviera ahogando, Svenja Sievers.
—Mira eso; el guapo de Lukas no ha tardado mucho en arrimarse a la novia de su amigo muerto —observó Bodenstein en ese instante con cierta ironía.
—Yo más bien creo que se están consolando mutuamente. —Pia defendió al chico, sin saber por qué tomaba partido por él ante su jefe.
—No me digas que tú también has caído rendida a sus encantos. —Bodenstein dirigió a Pia una mirada burlona. ¿Te ha hecho perder la cabeza con sus ojos verdes?
—Eso es absurdo —respondió ella, incómoda.
El móvil le vibró en el bolsillo, pero Pia no le hizo caso. Probablemente fuera de nuevo Henning, por trigésima o cuadragésima vez.
—No me fío un pelo de ese chaval. —Bodenstein continuó con sus reflexiones a media voz, y cada una de sus palabras acrecentaba la desagradable sensación que tenía Pia—. Es un chico demasiado majo, un actor nato. En cierto modo, me recuerda a una pantalla vacía en la que cada cual puede proyectar lo que piensa de él.
—Eso no es así —se oyó decir Pia—. Tú no lo conoces. Es muy infeliz, y se siente solo.
—¿Ah, sí?
—Su mejor amigo ha muerto, y su mentor también. Sus padres siempre están fuera y apenas tienen tiempo para él.
Bodenstein enarcó las cejas.
—¿El truquito de la pena funciona contigo? Jamás lo habría pensado.
—Me lo contó Sander —se defendió Pia—. Él también entiende al muchacho.
—A mi juicio, la comprensión de Sander es moderada —repuso su superior—. Sander se limita a respaldar las medidas pedagógicas del padre de Lukas. Y, dicho sea de paso, yo que soy padre te puedo asegurar por propia y dolorosa experiencia que los jóvenes con la edad de Lukas quieren todo salvo comprensión. Prefieren revolcarse en el fango de la autocompasión y sentirse trágicamente incomprendidos por el mundo entero, y en particular por sus padres.
Pia no quería seguir ahondando en el tema. Lukas era distinto. Nunca la había engañado. ¿O acaso sí? «Seductor», recordó, pero sacudió la cabeza para desechar semejantes pensamientos. Las palabras de su jefe sembraron en ella unas dudas que le carcomían el cerebro y le recordaron la conversación que mantuvo con Lukas la noche que mataron a Jonas. ¿Cómo es que el chico no dijo ni palabra de la fiesta de cumpleaños de su amigo? ¿Por qué no mencionó la pelea entre Jonas y Svenja el sábado, en el castillo? De repente, no se sentía bien. Se estremeció al pensar en lo que diría su jefe si se enteraba de que Lukas había pasado la noche en su casa.
Una hora después todo había terminado, y los asistentes abandonaron el cementerio. Solo cuando Esther Schmitt, acompañada de Wolfgang Flöttmann y algunas personas más, pasó por delante de ellos, Bodenstein cayó en la cuenta de que Svenja ya se había ido.
—No puede ser. —Pia cabeceó—. Al menos me habría fijado en Lukas. Puede que aún estén junto a la tumba.
Sin embargo, en la tumba solo se encontraban los sepultureros, que a pesar de que caía un sol de justicia trabajaban deprisa y ya casi habían cubierto el féretro de tierra.
—Llamaré a Lukas. —Pia se sacó el móvil y marcó su número.
Saltó el contestador: «La persona a la que llama no está disponible en este momento». Claro, seguro que había apagado el teléfono durante el entierro, era lo suyo.
—Vayamos a casa de Svenja —propuso Bodenstein, me figuro que acabará yendo allí. Puede que el guapito de Lukas la esté consolando un poco más de la cuenta.
Pia no respondió al sarcástico comentario. Le preocupaba que Bodenstein no tuviera a Lukas en ninguna estima. ¿Le nublaba a ella la razón el afecto que le inspiraba el muchacho? ¿O es que a Bodenstein le caía mal Lukas solo porque era atractivo, haciendo honor al lema de que no podía haber más que un gallo en el corral? Cuantas más vueltas le daba, tanto más plausible le parecía esta explicación. No obstante, la sombra de la duda no se disipaba.
Lukas seguía con el móvil apagado y Svenja había desaparecido. No había nadie ni en casa del uno ni de la otra.
—¿Dónde estarán esos dos? —Bodenstein miró a Pia. A estas alturas tú conoces bien al muchacho.
Pia notó que se ruborizaba, y no se relajó hasta que cayó en la cuenta de que su jefe lo había dicho sin segundas intenciones, únicamente porque era la verdad.
—Quizá en su empresa, en Münster —aventuró.
Pero no. Tampoco estaban en el Grünzeug ni en la parcela que Zacharias tenía en el valle de Schmiehbach. Además, Pia se preguntaba cómo se moverían Lukas y la chica, ya que Lukas no tenía coche. O por lo menos ella nunca lo había visto conduciendo. Marcó de nuevo su número y comprobó que el móvil por fin estaba operativo.
—¿Sabes dónde está Svenja? —le preguntó ella, apoyándose en el guardabarros del BMW de Bodenstein. Su jefe había bajado hasta la cabaña ante la que había muerto Jonas.
—No —contestó él—. Fuimos juntos al entierro, y después quería irse a casa.
—Hasta ahora no ha aparecido por allí. Por cierto, ¿cómo salisteis del cementerio? Porque no os vi.
—Yo me fui con Tarek, y Svenja, en su moto.
—¿Y ahora dónde estás?
—¿Por qué? ¿Quiere verme?
—No; tengo trabajo. —Pia busco a su jefe con la mirada.
—¿Y más tarde? —El muchacho bajó la voz—. ¿Nos vemos después? Lo de ayer estuvo bien. Muy bien.
¡Por favor! ¿En qué lío se había metido?
—¿Otra vez en el papel de seductor? —preguntó ella como si tal cosa.
Lukas tardó unos segundos en responder.
—¿Por qué dice eso? —Sonaba ofendido—. Creo que ayer por la noche me comporté correctamente.
Pia lamentó en el acto haberlo dicho. Lukas tenía razón. Y ella había estado encantada de tenerlo allí. Era injusto herirlo.
—No quería decir eso —se apresuró a añadir—, pero tenemos que hablar urgentemente con Svenja. ¿Dónde puede estar?
—Quizá en casa de Toni —repuso él.
—Es verdad. No se me había ocurrido. Gracias.
—De nada. —Lukas soltó una risita—. Por cierto, nuestra ama de llaves se ha largado hoy a los Urales, a pasar dos semanas, así que tengo coche. Podría ir a verla esta tarde, si usted quiere. Por si vuelven a saltar los fusibles y no se siente tranquila sola.
Pia se quedó desconcertada. ¿Por qué pensaba eso? ¿Le había dicho ella que no se sentía a gusto en casa sola? Vio que Bodenstein subía por la pradera y pasó por alto el comentario de Lukas.
—Te llamo luego, ¿vale? —dijo deprisa.
—¿Me lo promete?
—Te lo prometo, sí. Hasta luego.
Justo cuando Bodenstein y Pia iban a subirse al coche, ya que en casa de Sander nadie abría la puerta, la
pickup
verde del zoológico se detuvo ante el garaje y Sander se bajó. Bodenstein se percató de la sonrisa de satisfacción que asomó al rostro del director del zoológico al ver a Pia Kirchhoff.
—Hola —saludó, al tiempo que se acercaba—. ¿Me buscaban?
—Hola, señor Sander —contestó Bodenstein—. En realidad estamos buscando a Svenja Sievers. Esperábamos que estuviera con su hija.
—¿Y? ¿No está con ella?
—En casa no hay nadie —repuso el inspector.
—Puedo llamar a Toni —se ofreció Sander, que tenía toda la pinta de haber estado trabajando en una obra, con los zapatos, la camisa y los vaqueros muy sucios.
—Estoy hecho un asco —se disculpó por el aspecto que tenía, como si Bodenstein le hubiera leído el pensamiento—. Ahora mismo el zoo está patas arriba. Hoy resbaló un impala y cayó al estanque, que en realidad debería ser solo un abrevadero.
—Y entonces decidió usted darse un baño con él —observó Pia.
—Alguien tenía que sacar al animalito —rio—. Sin embargo, no me vino nada mal refrescarme.
—¿Mejor que un helado? —preguntó Pia casi con coquetería, algo que a su jefe no se le escapó.
—Desde luego, así uno se refresca bastante más rápido —aseguró Sander risueño.
Bodenstein miraba ya a su compañera, ya al director del zoo, hasta que se fijó en la caja de la camioneta verde. Entre todos los chismes vio un viejo palé de madera.
—¿Siempre coge este vehículo? —inquirió sin que viniera a cuento.
—¿Cómo dice? —Sander lo miró con cara de sorpresa. ¿Se refiere a la
pick-up
?
El inspector asintió.
—De vez en cuando. —El hombre parecía un tanto desconcertado—. Tenemos tres, y cuando no hacen falta en el zoo, a veces cojo una para venirme a casa.
Bodenstein se percató de la mirada inquisitiva que Sander le dirigió a Pia, y también del encogimiento de hombros con el que ella le dio a entender que no tenía ni idea de adónde quería llegar su jefe.
—Me gustaría que la Científica registrara el vehículo —le dijo al director del zoológico.
—Por mi parte no hay ningún problema —contestó este. No tengo nada en contra. ¿Qué espera encontrar?
—El cuerpo de Pauly estuvo en un palé antes de que lo llevaran al campo —contó Bodenstein, y vio que Sander se quedaba de piedra.
—Un momento —dijo el director—. No pretenderá usted decir que tuve algo que ver con la muerte de ese tipo, ¿no?
Bodenstein lo observó con aire pensativo.
—No pretendo decir nada —respondió tranquilamente. ¿Qué hizo usted el martes por la noche de la semana pasada?
Sander parecía enfadado.
—Estuve en Londres —afirmó—. Mi avión aterrizó a eso de las nueve y media, después me vine a casa en taxi, deshice la maleta, me duché y me metí en cama sobre las doce. Todavía guardo la nota del taxi y el billete de avión. Si quiere que mis hijas hagan de testigo, puede preguntarles.
La última frase sonó sarcástica.
—¿Quién más puede haber usado la
pick-up
? —quiso saber Bodenstein.
—En principio, cualquiera de mis empleados —contestó Sander—. Que yo sepa, todos ellos tienen carné de conducir.
—¿Cuántos son?
—Sin contarme a mí, cuarenta y tres.
—¿Podría averiguar quién ha conducido la camioneta?
Sander miró con gesto adusto a Bodenstein.
—Me parece que quizá sería mejor que su gente examinara primero si el cuerpo estuvo en la caja, antes de que yo pierda el tiempo inútilmente.
—Buena idea —admitió el inspector con frialdad—. Nos llevaremos el coche ahora mismo.
Sander se encogió de hombros, y acto seguido sacó la llave de la camioneta y se la tendió a Pia.
—Los llamaré si mi hija sabe dónde está Svenja —prometió—. ¿De acuerdo?
—Sí —asintió Bodenstein—. Y no se tome mis sospechas como algo personal. Tenemos que seguir todas las pistas.
—Claro. —Sander se volvió—. Que pasen una buena tarde.
Al volante de la
pick-up
verde, Pia acababa de dejar atrás la señal que indicaba que abandonaban la ciudad cuando Sander llamó para decirle que Antonia había ido a la piscina con sus dos hermanas y no sabía dónde estaba Svenja. No sabía nada de ella desde hacía tres días.
—Siento cómo lo ha tratado mi jefe —se disculpó ella.
—Al fin y al cabo tiene razón. —Sander no parecía ofendido—. Si se demuestra que el cadáver de Pauly estuvo en la camioneta, tendré un problema serio, porque no sé quién la ha utilizado, y dudo que me lo vayan a decir de buena gana: mi gente sabe que no me gusta que usen los vehículos del zoo para asuntos personales.
—En ese caso hablaré yo con ellos. De manera oficial —aseveró Pia.
—A eso no tendría nada que objetar. Y si se acalora, la invitaré a un helado.
Pia lo imaginó sonriendo y sonrió a su vez.
—No está mal la oferta —dijo—. Lo más importante es que no me tenga que meter en el abrevadero de las gacelas.
Sander se rio.
—¿Se va a quedar hoy trabajando hasta tarde? —le preguntó de sopetón.
Pia sintió que el corazón le daba un vuelco.
—Todo depende de si encontramos a Svenja —respondió—. Si no damos con ella, podría acabar ahora mismo. ¿Por qué?
—A partir del lunes enseñaremos a los visitantes las nuevas instalaciones; sin animales, claro —repuso él—. No sé si le apetecería echarles un vistazo conmigo.
—Estaría bien. —Pia se alegró—. Voy a ver si puedo dar por finalizada la jornada ya.
El equipo de la Brigada de delincuencia económica se puso a trabajar con celo con la información sobre el holding de Bock que Ostermann les facilitara esa misma mañana. En el pasado ya les habían informado repetidas veces de que Bock no conseguía sus contratas de manera totalmente limpia, pero hasta ese momento nunca antes tuvieron en las manos suficientes pruebas para realizar un registro oficial. Sin embargo, esa situación había cambiado con los correos electrónicos descubiertos. El material, sin duda alguna fidedigno, conseguido por Pia gracias a la colaboración de Lukas, metería a Bock y sus clientes en un serio aprieto.