—¿Es aquí? —La voz de Pia resonó en el amplio espacio.
—Sí. —Lukas fue hacia una pesada puerta de hierro que se distinguía al fondo—. El equipo vale una fortuna. No podemos dejarlo en mitad de la nave, donde lo pueda ver todo el mundo.
La puerta de hierro tenía unas medidas de seguridad dignas del famoso Fort Knox: vigilancia por vídeo y lector de tarjeta como en el Grünzeug, y además había que introducir un código. Lukas pulsó un interruptor, un fluorescente del techo centelleó y bañó la habitación sin ventanas con una mortecina luz azulada.
—Bienvenida a la central de Off Limits Internetservices —dijo Lukas, y Pia se quedó boquiabierta.
De repente se vio en una especie de laboratorio de alta tecnología que recordaba solo muy vagamente al cuarto de los ordenadores del Grünzeug. Las mesas formaban una larga hilera, Pia contó catorce pantallas planas enfrentadas. El lío de cables que recorrían el suelo embaldosado era considerable. Contra las paredes había estantes con aparatos que parpadeaban y zumbaban. Un sistema de climatización mantenía una temperatura que, viniendo de los treinta grados del exterior, a Pia le resultó excesivamente fría.
—¡Madre mía! —exclamó sin dar crédito a lo que veía. Pero esto no lo podéis haber montado un domingo.
—No, claro. —Lukas sonrió—. Nuestro centro siempre ha estado aquí. Los ordenadores del Grünzeug eran casi testimoniales.
—¿Qué es esto? —Pia se acercó a las consolas y observó las lucecitas, los interruptores, los reguladores y los led.
—Es el corazón de Off Limits, nuestro propio servidor —explicó, no sin orgullo, Lukas—. Ofrecemos a nuestros clientes host propios, lo cual significa que un cliente nos alquila un host y puede acceder a nuestro servidor desde el PC que tiene en su casa y administrar cómodamente su web y trabajar en ella. Diseñamos páginas web a la medida de nuestros clientes, y yo he creado un programa, un editor, con el que los clientes pueden trabajar en su página en línea, tan sencillo como el Word.
—Ya. —Pia empezaba a entender de qué iba la cosa, y estaba impresionada—. Entonces, ¿quién ha levantado todo esto?
—Nosotros solos, poco a poco. —Lukas sonrió divertido—. Para eso utilicé la pasta de mi padre.
—¿Y quiénes son «nosotros»? —se interesó ella.
—Jo, Tarek y yo somos los gerentes —respondió el chico, que se corrigió en el acto—, éramos, vamos. Ahora ya solo estamos Tarek y yo. —Esbozó una sonrisa entre orgullosa y triste—. También contamos con dos programadores, Fischi y Franjo. Lars es el responsable de la red, y Markus se encarga de la contabilidad, las facturas y demás.
—Una empresa en toda regla —constató Pia.
—Pues sí. —Lukas se sentó ante el primer monitor—. Una empresa con su número de identificación fiscal e inscrita en el registro mercantil.
—No entiendo por qué lo llevas en secreto. —Pia se sentó en uno de los taburetes con ruedas—. Tu padre tendría que estar muy orgulloso de ti si viera esto.
—Mi padre está muy lejos de estar orgulloso. —Lukas se tocó el vendaje de la mano derecha y torció el gesto. Según él, esto es una grandísima pérdida de tiempo, quiere que entre en el banco. A decir verdad, es increíble que un hombre de su posición sea tan estrecho de miras.
—¿Cuándo te ocupas de todo esto? —preguntó la inspectora con curiosidad.
—Sobre todo por la noche. —Lukas le sonrió—. Pero el padre de Toni entiende que ya no tenga tiempo para seguir con la farsa de las prácticas en el zoo.
Nada más sentarse delante del ordenador, el chico sufrió una transformación, y Pia vio, con sumo respeto, que aquel era su mundo. Mientras buscaba en las misteriosas tripas de la red de ordenadores lo que Pia le había pedido, concentrado al máximo y sin apartar los ojos de la pantalla, ella le echó un vistazo al lugar. En una pared se veía la foto panorámica que ya conocía. Sin embargo, a esa le faltaba la línea roja que representaba el trazado de la B 8. Se levantó y fue hacia ella. Vista de cerca, parecía distinta de la que tenían Jonas y Lukas en sus casas. No era una fotografía, sino más bien un plano de la ciudad, dividido en una retícula de letras y números. Pia reparó en una frase que había en la esquina superior de la foto:
HAZ UN DESCUBRIMIENTO DE MIEDO. ¡ENTRA A FORMAR PARTE DE
DOUBLE LIFE
!
—Aquí —anunció Lukas de pronto, y ella se volvió—. Debe de ser esto. ¡Guau! Se metió en el ordenata de su viejo. —Una sonrisa de aprobación asomó a su rostro y desapareció en el acto—. ¿Qué es lo que necesita? —preguntó sin más.
—A ser posible, el disco duro entero.
—Por desgracia, eso no va a poder ser. El ordenador forma parte de la red. —Lukas se desplazó en el taburete hasta otra mesa y abrió un cajón—. Pero se lo copiaré todo en una memoria USB. Así podrá coger lo que necesite. —Se puso a trabajar, en silencio y concentrado—. ¡Listo! —anunció al cabo de un rato, y le ofreció a Pia un objeto pequeño plateado.
—Gracias —sonrió ella—. ¿Tú sabías que Pauly os dejó a ti y a tu amigo una cantidad importante de dinero?
El muchacho la miró con cara de sorpresa.
—Eso es absurdo —respondió tras un silencio—. Ulli era más pobre que una rata.
—No exactamente, Lukas. Os dejó un paquete de acciones para vuestra firma por valor de unos ochenta mil euros.
La mano del chico descansaba en el ratón. Su rostro, pétreo, adquirió una palidez cadavérica con la luz del fluorescente. El muchacho tragaba saliva compulsivamente.
—¿Por qué dice eso? —preguntó con la voz tomada.
—Porque es así. Mi compañera estuvo presente en la lectura del testamento.
Lukas miró a Pia en silencio, y después bajó la cabeza y apoyó la frente en la mano izquierda, la ilesa. Desconcertada, ella se dio cuenta de que estaba llorando.
—Lukas… —Quiso acercarse a él para consolarlo o pedirle perdón por haberle hecho daño, pero él hizo un movimiento disuasorio con la mano: al parecer, el hecho de que Pauly lo hubiese tenido en cuenta en el testamento, y tan generosamente, fue un duro golpe.
—No —dijo, controlándose a duras penas—. Por favor. Me gustaría estar solo.
Ella asintió y se colgó el bolso al hombro. Cuando, ya en la puerta, volvió la cabeza, Lukas tenía la frente apoyada en el teclado y sus hombros se movían convulsamente.
Bodenstein se puso de pie y fue al despacho contiguo. Pia Kirchhoff había vuelto. Ella, Behnke y Kathrin Fachinger se hallaban detrás de Ostermann, mirando la pantalla del ordenador.
—¿Qué hay de nuevo? —quiso saber el jefe.
—Aquí están las pruebas que tenía Pauly contra Bock —repuso Pia sin mirarlo—. Lukas ha copiado del ordenador de Jonas toda la correspondencia que mantuvieron Bock y gente de distintas consejerías y ministerios.
Aún le guardaba rencor por la dura reprimenda de esa mañana. Bodenstein hizo como si no se diera cuenta.
—¿Se puede hacer algo con ellas? —preguntó.
—Yo creo que sí —asintió Ostermann—. Nuestros compañeros se van a poner como locos de contento. Jonas debía de meterse en el ordenador de su padre con regularidad. Tardaré un rato en examinar todos los datos.
—Tienes tres horas —concedió Bodenstein—. Mientras tanto iremos a casa de Schwarz, el auto de prisión provisional y la orden de registro están en camino. La señora Matthes me ha confirmado que la noche del incendio vio salir a Matthias Schwarz de la casa.
—Por eso no podemos detenerlo. —Behnke puso cara larga, y a Bodenstein no se le pasó por alto que consultaba repetidamente el reloj.
—¿Tienes algo urgente que hacer esta tarde? —inquirió con dureza.
—No.
Malhumorado, Behnke se encogió de hombros. Claro que tenía algo que hacer: Brasil jugaba contra Japón. Bodenstein sintió cierta alegría malsana: ya no era el único al que se le había fastidiado la tarde. Según lo pensaba se avergonzó. Por regla general, era una persona ecuánime, que sacaba de quicio a compañeros, superiores y sospechosos con su absoluta calma y su imperturbabilidad.
—No vamos a detener a Schwarz por el incendio —explicó—. Pero si no tiene una buena coartada para el martes por la noche, lo detendremos por sospechoso de asesinato.
—¿Y si tiene una coartada? —quiso saber Kathrin.
—En ese caso pondremos en un aprieto a Svenja —contestó Bodenstein, y añadió—: de todos modos eso tendría que haberse hecho hace tiempo.
Pia lo miró con cara de reproche.
—A su novio lo asesinaron el lunes —espetó con frialdad—. Está embarazada y es inestable. Temí que cometiera alguna estupidez si le formulaba más preguntas.
Ostermann, Behnke y Fachinger intercambiaron unas miradas rápidas: todos se habían dado cuenta de la agresividad latente de su jefe y de la tensión que existía entre él y Pia, pero ninguno sabía darle una explicación.
—Avisadme cuando llegue el auto de prisión. —Bodenstein se fue a su despacho y cerró la puerta con más fuerza de la que pretendía. Acto seguido llamó a Cosima.
—No vas a poder, ¿no? —respondió ella.
—Puede que sí —contestó, entristecido.
La voz de Cosima sonaba tan tranquila como siempre que él tenía que cancelar algo a última hora porque le surgía un imprevisto. No era la primera vez que ocurría, pero sí fue la primera vez que él pensó que a su mujer le molestaba.
—Me remuerde la conciencia desde que dijiste que los casos son más importantes para mí que todo lo demás. Porque no es verdad. Es solo que a veces no puedo dejar las cosas sin más y marcharme.
—Bueno, no lo decía en serio —dijo ella riendo—. Esa tarde estaba de mal humor.
—Ya. Pero también puede que solo fueras sincera y dijeses lo que de verdad piensas —insistió él.
Durante un momento reinó el silencio.
—Sé desde hace más de veinte años que de vez en cuando te tienes que quedar a trabajar más de la cuenta —respondió Cosima con gravedad—. Y no te lo reprocho.
Dijo exactamente lo que él quería oír, pero no le gustó. Tendría que haberlo dejado así, pero no pudo hacerlo. Algo en él buscaba guerra.
—Entonces, te parece bien que me tenga que quedar a trabajar después de mi horario.
—¿Se puede saber qué mosca te ha picado? —preguntó, desconcertada, su mujer—. ¡Yo no he dicho eso!
—Pero lo pensabas.
—Escucha —el tono de voz de Cosima se endureció: mis más sinceras disculpas por haber hablado sin pensar. Comprendo tu trabajo, igual que tú comprendes el mío, ¿vale? En el futuro tendré mucho cuidado con lo que digo, ahora que sé que de repente mides mis palabras.
—Que mido… —empezó Bodenstein con vehemencia, pero Cosima no lo dejó continuar.
—Ya sabes dónde estaremos esta noche —lo cortó—. Si consigues llegar a tiempo, me alegraré. Si no, no me enfadaré contigo. Hasta luego.
Bodenstein se quedó mirando el auricular y lo asaltó una ira sorda, contra él mismo y contra Cosima, porque tenía razón y él no. En ese momento llamaron a la puerta. Pia entró y cerró.
—¿Ha llegado el auto? —bufó Bodenstein.
—No.
—Entonces, ¿por qué me molestas?
—Si eres demasiado orgulloso para dar el primer paso, lo haré yo —afirmó ella, impertérrita—. No soy capaz de trabajar bien cuando sé que puedes saltar a la mínima.
Bodenstein abrió la boca dispuesto a darle una respuesta contundente, pero de repente se dio cuenta de que ya no estaba enfadado.
—Ni yo mismo sé lo que me pasa —confesó.
—Todo el mundo tiene un día malo. He venido a proponer que vayamos a ver a Schwarz y te tomes la tarde libre.
—¿Quieres deshacerte de mí? —preguntó Bodenstein, suspicaz.
—Sabes que prefiero mil veces trabajar contigo que con Behnke —repuso Pia con sequedad—. Pero tal como estás ahora, no eres mucho mejor que él en uno de sus días buenos.
Bodenstein no pudo por menos de reírse sin querer. Esa mujer tenía valor. Él jamás se habría atrevido a entrar en el despacho de su jefe si hubiese estado de semejante humor.
—¿Y qué me sugieres que haga? —inquirió.
—A mí, el día de mi aniversario se me ocurrirían mejores cosas que hacer —le respondió.
Bodenstein echó una mirada al calendario de la pared. No tenía ni idea de cómo lo sabía Pia, pero tenía razón. Así que por eso quería Cosima ir a cenar con él y los niños.
—¡Mierda! —farfulló.
—Compra un ramo de flores y vete a casa —le aconsejó—. Y en caso de que hayas estado igual de agradable con tu mujer que con nosotros, discúlpate.
Bodenstein levantó la vista y sonrió compungido.
—Siento haber sido tan injusto, en serio.
—No pasa nada. —Pia también sonrió—. Y ahora vete antes de que cierren las floristerías y no te quede más remedio que comprar en la gasolinera unas flores medio pochas envueltas en celofán.
Cuando Pia, Kathrin Fachinger y Frank Behnke, seguidos de quince agentes de Policía, entraron en la propiedad de la familia Schwarz, Erwin Schwarz y su mujer estaban a punto de salir.
—Perdonen las molestias. —Pia les enseñó la orden de registro—. Tenemos que registrar su casa y las inmediaciones.
—¿Por qué? —Erwin Schwarz se irguió cuan alto era, pero Pia no se dejó intimidar.
—Está todo aquí —le tendió el papel mientras sus compañeros se desplegaban por el patio y por la casa.
Por el rabillo del ojo percibió un movimiento en el granero, luego se oyó un portazo y poco después el motor de un coche. Behnke reaccionó en el acto y, seguido de tres agentes, salió por el portón y se plantó delante del Golf de Matthias Schwarz. Presa del pánico, el joven dio un volantazo y aceleró. Uno de los agentes no se pudo apartar a tiempo y salió volando por encima del coche. Pia corrió hacia el hombre, que quedó tendido en el suelo, retorciéndose de dolor. Schwarz no se detuvo, sino que salió disparado por la calle, derrapando.
—¿Y ahora qué? —preguntó Behnke.
—Creo que sé adónde va. —Pia marcó un número en el móvil—. Llama a una ambulancia para el compañero.
El registro de la propiedad de la familia Schwarz se llevó a cabo con las protestas estridentes de la mujer y las groseras amenazas del agricultor de fondo, que Pia se tomó con absoluta indiferencia. A su juicio, la huida de Matthias Schwarz se debía a la mala conciencia, y no le sorprendió cuando, un cuarto de hora después, agentes de la comisaría de Kelkheim lo detuvieron delante del restaurante Grünzeug. Schwarz acudió en busca de protección a su adorada Esther Schmitt, que sin embargo lo despidió con cajas destempladas. Poco después de las ocho todo había terminado, y Pia volvió a Hofheim con Behnke para tomar declaración a Matthias Schwarz, al que encontraron acurrucado, y en estado de apatía, en una de las salas de interrogatorios.