—He llamado a todos los amigos de Jonas y les he pedido que vengan —repitió Ostermann—. ¿Quién se va a ocupar de ellos?
—Tú y Fachinger —decidió Bodenstein—. Preguntadles dónde estuvieron la noche que murió Pauly y el lunes por la noche. Dejadles claro por qué tenemos que examinarlos para comprobar si tienen mordeduras. También quiero saber por qué discutieron Jonas y Lukas. Kirchhoff, tú vuelve a hablar con Lukas. Quizá pueda buscar esos correos electrónicos en el ordenador de Jonas.
Pia asintió, aunque no le hacía demasiada gracia ver a Lukas después de la pesadilla.
—Por cierto, ¿qué hay de ese asunto con el que Pauly amenazó a su amigo Siebenlist?
¡A Pia se le había olvidado por completo!
—La documentación está en mi mesa —dijo, y salió a buscarla.
—¿Han dado los vecinos algún dato que podamos investigar? —preguntó el inspector jefe.
Todos negaron con la cabeza.
—El miércoles por la tarde jugó Alemania contra Polonia —recordó Kathrin Fachinger—; probablemente estuvieran todos delante del televisor. Por desgracia, nadie nos ha dicho nada útil.
Pia volvió con una carpeta en la mano.
—El 17 de agosto de 1982 una persona murió en una fiesta —informó—. Después de beber varios cócteles, una chica llamada Marion Rehmer entró en coma y murió camino del hospital a causa de una hipoglucemia. Se abrió una investigación por homicidio involuntario, omisión del deber de socorro y lesiones, entre otros, contra Stefan Siebenlist. Sin embargo, no había pruebas, y no se llegó a inculpar a nadie. El asunto quedó archivado como accidente.
Bodenstein frunció el ceño, malhumorado.
—Poneos a trabajar —ordenó y se levantó de sopetón. Nos vemos esta tarde. Kirchhoff, tú ven conmigo a mi despacho.
Todos se levantaron. La reunión había concluido, y Pia acompañó a su jefe con una extraña sensación en el estómago. Bodenstein cerró la puerta al entrar y se volvió.
—¿Cuándo leíste esa información? —se limitó a preguntar.
—Cuando llegó —respondió ella, que no entendía el extraño comportamiento de su superior.
—Y al leerla, ¿no te llamó nada la atención?
—N… no.
Bodenstein rodeó la mesa y se sentó.
—Voy a suponer que el asesinato de Jonas Bock te ha distraído —dijo con ceremonia—. La chica que murió se llamaba Marion Rehmer. Stefan Siebenlist se casó con una tal Bärbel Rehmer, y si la memoria no me falla, nos dijo que fue a principios de los años ochenta. La heredera de la tienda de muebles Rehmer. ¿No estarían emparentadas las dos chicas?
Pia se puso roja. Ciertamente, tendría que haberse dado cuenta.
—Lo pasé por alto, es verdad —reconoció—. Lo siento. Iré a ver ahora mismo a Siebenlist.
—Ve, sí —dijo Bodenstein con frialdad—. Sé que tenemos mucho que hacer, pero precisamente tratándose de un hombre que no tiene coartada para la hora del crimen, deberías prestar un poco más de atención.
—Sí, jefe —repuso ella, con el rabo entre las piernas.
—Pregúntale a Siebenlist por su coartada. —Bodenstein tomó el teléfono para llamar a Cosima—. Si no tiene nada nuevo, detenlo.
Pia hizo un gesto afirmativo, pero no se movió. No creía que Siebenlist hubiera matado a Pauly y trasladado su cadáver. Sus sospechas recaían en Matthias Schwarz. Los perros de Pauly lo conocían, ya que iba a ver a menudo a Esther Schmitt, de modo que no le habrían hecho nada. Además, a Schwarz no le habría supuesto ningún problema llevarse el cuerpo.
—¿Algo más? —preguntó, enfadado, Bodenstein.
—Nada —contestó ella, y salió.
No fue inmediatamente a Kelkheim. Primero se sentó al ordenador y buscó en las hemerotecas artículos de 1982 relativos a la defunción. En el
Taunus-Umschau
encontró lo que buscaba; el diario había digitalizado sus archivos hasta el año 1973.
—¿Para qué te quería el jefe? —quiso saber Ostermann.
—Se me pasó algo por alto —admitió Pia, que era consciente de que al menos su jefe no la había puesto de vuelta y media delante de todo el mundo. Pese a todo, estaba dolida con su comportamiento. Imprimió el artículo. Acababa de leerlo cuando Bodenstein entró en su despacho con cara de pocos amigos.
—Ya veo que sigues aquí —espetó.
Sin decir palabra, Pia se colgó el bolso al hombro, metió dentro el artículo y pasó por delante de su jefe en silencio. Sabía que Bodenstein estaba preocupado por su mujer, pero no tenía por qué descargar su frustración personal en ella.
A Stefan Siebenlist no le hizo ni pizca de gracia ver entrar a Pia en la sala de exposición de su establecimiento de muebles.
—No dispongo de mucho tiempo —afirmó con una sonrisa forzada.
Pia recordó sus manos húmedas, así que decidió no saludarlo formalmente.
—Yo tampoco. Así que vayamos al grano: tengo los expedientes relativos al supuesto accidente de 1982 y…
—¡Aquí no! —la interrumpió él—. Vayamos a mi despacho.
Pia lo siguió hasta una habitación pequeña y abarrotada que se hallaba junto a la sección de cocinas. El hombre cerró la puerta y se quedó de pie muy cerca de ella.
Pia no se anduvo con rodeos; quería poner fin a la conversación cuanto antes. No sabía por qué, pero Siebenlist le producía rechazo físico.
—¿Por qué no nos dijo que la chica que murió entonces era su cuñada?
—¿Qué importancia tiene eso? —Sus ojos acuosos se movieron inquietos—. Fue un accidente.
—Marion era la hermana mayor de su mujer —replicó Pia—, y estaba prometida. Ella y su marido habrían heredado la tienda de muebles.
—¿Qué pretende insinuar?
—La muerte de su cuñada influyó de manera positiva en su trayectoria profesional.
—Eso es ridículo —objetó Siebenlist—. Entonces ni se formuló una acusación contra mí ni fui procesado. Yo no hice nada. ¿Qué significa esto?
Pia no soportaba que sus interlocutores no la mirasen a los ojos, y de repente volvió a experimentar sensación de desvalimiento ante la superioridad física de un hombre.
—Le diré lo que pienso —se obligó a aparentar tranquilidad—. Pauly sabía lo que pasó entonces, y usted tenía miedo de que saliera a la luz una verdad que había logrado ocultar durante veinticuatro años. Por eso mató a la única persona que la conocía.
El hombre se pasó la lengua por sus labios carnosos con nerviosismo.
—Marion entró en coma después de tomarse unos cócteles. Usted sabía que era diabética, pero vio su oportunidad cuando menos se lo esperaba y no le dijo al médico lo que le pasaba a la chica. Marion murió, su mujer heredó el negocio y usted pasó a ser el jefe.
—No puede demostrarlo —afirmó él—. Y por esa vieja historia no me puede endilgar una acusación de asesinato.
—¿Ah, no? Estaba enfadado con Pauly, temía por su reputación y su prestigio y lo vieron en su casa. No tiene coartada para esa noche. —Pia se encogió de hombros. Eso basta para conseguir una orden de detención. Y seguimos indagando, tal vez averigüemos más cosas que no le gusten. La omisión del deber de socorro ya es algo en sí bastante malo.
—Eso prescribió hace tiempo.
—Desde el punto de vista jurídico, sí. —Pia se sacó el móvil para llamar a un coche patrulla—. Pero es posible que la familia de su mujer no comparta su opinión. ¿Tiene usted abogado? Será mejor que le pida que acuda a comisaría. De momento, está usted detenido.
Poco a poco el hombre comprendió que Pia iba en serio.
—¡No me puede llevar detenido delante de todos mis clientes y mis empleados! —exclamó—. ¿Sabe lo que significa esto? Mañana todo Kelkheim sabrá que soy sospechoso de asesinato.
—Deme una coartada para el martes por la noche y acuérdese de lo que pasó en realidad hace veinticinco años —propuso ella—. De ese modo, podrá pasarse el resto de su vida vendiendo camas y cocinas tan ricamente.
—No permitiré que eche por tierra todo lo que me ha costado tanto conseguir por una historia pasada. —A sus ojos asomó un brillo amenazador. Siebenlist dio un paso adelante, y Pia pensó que se abalanzaría sobre ella y la estrangularía, pero de pronto el hombre se llevó una mano al pecho, vaciló y se tambaleó. Acto seguido se aflojó la corbata y se apoyó en la mesa con ambas manos.
—Y ahora cuénteme lo que quiero saber. ¿O prefiere que llame a mis compañeros? ¿Qué hizo la noche del 13 de junio después de ir a casa de Pauly?
—El corazón —susurró Siebenlist con voz ahogada—. Dios mío, me encuentro mal.
Confusa, Pia volvió la cabeza. Solo le faltaba que ese repulsivo ser se desmoronara allí mismo y se viera obligada a prestarle los primeros auxilios. Siebenlist abrió los cajones de su mesa y se puso a revolver en ellos.
—Mi mujer… —jadeó, y cayó de rodillas—, llame… a… mi mujer…, por favor…
Respirando con dificultad, se ladeó y se desplomó pesadamente. Pia soltó una maldición y abrió la puerta. ¡No podía ser verdad!
Bodenstein permaneció mirando el teléfono un buen rato después de colgar. Le habría gustado que lo que Cosima acababa de decirle lo hubiera tranquilizado, pero con independencia de la analítica, era consciente de que a su mujer le pasaba algo desde hacía semanas. Para colmo, tenía entre manos ese condenado caso que se les resistía y les robaba tiempo. No paraban de surgir nuevas contradicciones, de aparecer sospechosos con móviles de peso que, sin embargo, tras un examen más minucioso, resultaban ser callejones sin salida. El teléfono sonó por la línea interna. Era Ostermann quien llamaba, y parecía inusitadamente nervioso.
—Jefe —dijo—, acabo de recibir las fotos que estaban en la tarjeta SIM del móvil de Jonas. Tiene que verlas.
—Voy ahora mismo.
Quizá se hiciera por fin con algo tangible con lo que pudiese dejar satisfecho a su jefe, Heinrich Nierhoff, que estaba ansioso por tener resultados firmes. Poco después observaba la ampliación de las fotos, que ahora se veían con claridad gracias a un tratamiento especial aplicado en el laboratorio. Jonas había fotografiado con el teléfono documentos, informes e incluso correos electrónicos de una pantalla de ordenador.
—Con esto Bock las va a pasar canutas. —Ostermann sonrió satisfecho—. A ver cómo lo explica.
Bodenstein echó una ojeada a la correspondencia entre Bock y un alto cargo de la Consejería de Fomento de Hesse. Habían intercambiado varios correos, y Jonas los había copiado todos. Y lo mismo con los correos entre su padre y un funcionario del Ministerio de Fomento. Estaba claro que ninguno de ellos contaba con la posibilidad de que esos correos los leyera un tercero no autorizado, puesto que ni siquiera se habían molestado en usar claves.
—Me da que este material es explosivo —confirmó Bodenstein—. Además, también está Schäfer, de Urbanismo de Hofheim. Le envió a Bock en un archivo adjunto las ofertas de los competidores para la primera fase del centro Norte.
—Acuerdos de precios prohibidos. —Ostermann asintió—. Soborno…, todo está aquí. ¿Qué hacemos?
—Nada. Esto no es de nuestra competencia —respondió Bodenstein—. Llama a los compañeros de la K 30 en Frankfurt y remíteles estos documentos. Ponles al corriente de nuestras sospechas. Puede que ya tengan algo contra Bock.
La ambulancia aguardaba a la entrada de la tienda de muebles con la luz azul intermitente encendida y provocó un atasco en la Frankfurter Strasse. Pia observó en silencio a los enfermeros, que sacaban a Siebenlist del establecimiento en una camilla. Las miradas hostiles y recriminatorias que le lanzaron su mujer y el personal no impidieron que llamara a un coche patrulla para que escoltara a la ambulancia hasta el hospital. Ya se vería si Siebenlist pretendía librarse de que lo detuvieran fingiendo un ataque al corazón o si el ataque era verdadero. Mucho más preocupada estaba por el pánico que había sentido cuando creyó que Siebenlist se iba a abalanzar sobre ella. ¿Se había hartado ya de su profesión? Las puertas se cerraron, la sirena comenzó a aullar y la ambulancia se puso en movimiento. Pia exhaló un suspiro de alivio y cruzó la Frankfurter Strasse. Había aparcado el coche en la comisaría de Kelkheim y ahora iba por la Bahnstrasse; pasó por la carnicería Conradi y se dirigió al restaurante Grünzeug. Para su sorpresa, la puerta estaba abierta, y un muchacho sacaba a la calle el gran tablón de madera que informaba de las ofertas del día. En ese preciso instante, un Mercedes clase M negro paró justo delante de la puerta del Grünzeug y de él se bajó una mujer rubia. Con un traje de chaqueta verde claro, unas enormes gafas de sol a lo Paris Hilton y tacón alto, Mareike Graf subió la escalera y desapareció en el restaurante.
—¿Qué hace esa aquí? —se preguntó Pia entre dientes.
Decidió echar un vistazo. Dio la vuelta al restaurante y vio que la puerta del patio estaba abierta. Asomó la cabeza por la esquina. En una mesa al sol estaba sentada Esther Schmitt. Supuso que la habrían puesto en libertad tras pagar una fianza. Mareike Graf salió por la puerta del comedor y las dos mujeres, que hacía tan solo unos días se habían pegado e insultado, se saludaron y se sentaron juntas tranquilamente. Pia no pudo oír la conversación. ¿Por qué habían fingido una enemistad que en realidad no existía? Todo aquel asunto olía mal.
Un cuarto de hora más tarde el marido de Mareike Graf le daba la mano.
—Por desgracia, mi mujer no está —se disculpó el hombre después de conducirla hasta una sala de reuniones acristalada—. Tenía que visitar algunas obras. ¿Quiere que la llame?
—Su mujer no está en ninguna obra. —Pia observó al hombre: le daba pena, vivía engañado y no tenía ni la más remota idea de lo que hacía su mujer a sus espaldas—. Está con Esther Schmitt en Kelkheim, en el patio del Grünzeug. La he visto allí hace diez minutos…
—Sí, pero… —empezó Graf, y se calló en el acto.
—¿Le ha dicho su mujer por qué fue detenida el lunes? —le preguntó Pia.
—Sí. —El arquitecto asintió—. La Policía la acusó de haber provocado el incendio.
—Pues no. —Pia cabeceó—. La detuvimos porque no tenía coartada para la hora a la que asesinaron a su exmarido.
—No sé si la entiendo. —El pobre Manfred Graf parecía consternado—. ¿Qué tiene que ver Mareike con la muerte de Pauly?
—A fin de cuentas, nada, porque nos ha facilitado una coartada: estaba con el señor Conradi.
—¿Con el carnicero de Kelkheim? —preguntó, estupefacto, Graf.
—Sí —corroboró Pia—. Su mujer dijo que usted aceptaba su relación con Conradi, porque hace años tuvo cáncer y desde entonces es impotente.