Amigos hasta la muerte (28 page)

Read Amigos hasta la muerte Online

Authors: Nele Neuhaus

Tags: #Intriga, #Policíaco

—Resistencia a la autoridad —empezó a enumerar Behnke—, agresión a un funcionario público, lesiones graves en concurso con homicidio, delito de fuga… Se ha metido usted en un buen lío. ¿Por qué salió corriendo?

Pia y Kathrin esperaban detrás del cristal, observando sin compasión cómo Behnke descargaba en Schwarz la frustración acumulada por la tarde de fútbol echada a perder. El chico miraba al frente, taciturno y sin decir ni pío. ¿Qué golpe había sido más duro para él: un arrebato que acarrearía graves consecuencias o el hecho de que Esther Schmitt lo despachara así? Al cabo de media hora Behnke interrumpió el interrogatorio sin ningún resultado y ordenó que lo encerraran.

—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó algo más tarde en el despacho a sus compañeros.

—Que duerma una noche en el calabozo —decidió Pia.

—Es nuestro hombre —aseveró Ostermann con firmeza—. Prácticamente ha admitido el crimen, y he encontrado en su móvil un mensaje que le mandó a Schmitt el 14 de junio: «He hecho lo que querías», dice.

—Eso se puede referir a cualquier cosa. —Pia cabeceó—. Puede que tuviera que coger los tomates o cortar el césped.

—¿Después de que ella le escribiera antes «Procura que ese cerdo no esté cuando yo vuelva»?

—¿Ese cerdo? —repitió Pia.

—Sí.

—Está bien —suspiró ella—. Lo siento, chicos, pero en ese caso me temo que tenemos que ponernos manos a la obra. Behnke, ¿quieres volver a hablar con Schwarz o prefieres a Esther Schmitt?

—Iré a ver a Esther Schmitt. —Behnke se guardó la copia del
sms
que le había impreso Ostermann—. Ahora ya da igual, el partido ha terminado.

Kathrin lo siguió. Pia bajó a los calabozos y pidió que subieran a Matthias Schwarz.

—No quería atropellar a nadie —fue lo primero que dijo Schwarz—, de veras que no. Con los nervios, se me olvidó que el coche es automático.

—¿Por qué salió corriendo?

El hombre enterró la cabeza en las manos y no dijo nada.

—Señor Schwarz, callando no hace sino empeorar las cosas —aseguró ella con energía—. El juez instructor interpretará su fuga como una confesión de culpa. ¿Por qué salió huyendo?

Silencio. Una mirada vacía.

—Hemos encontrado en su móvil un mensaje de Esther Schmitt. —Pia se percató de la reacción de Schwarz al oír mencionar el nombre de la mujer—. Le pide que se encargue usted de que «ese cerdo» no esté cuando ella vuelva, y el 14 de junio usted le respondió que había hecho lo que ella quería.

Los ojos acuosos de Matthias Schwarz se posaron, mudos, en el rostro de Pia. Después, el joven dejó caer la cabeza de nuevo.

—Mi madre tenía razón —dijo en un susurro—. Solo me ha utilizado.

—¿Qué fue lo que Esther le pidió que hiciera? —insistió Pia—. ¿Dónde estuvo usted el martes por la noche cuando murió Pauly? —Vio que la mandíbula del hombre se tensaba—. Señor Schwarz, estoy esperando —le recordó pasados unos minutos.

Sin previo aviso, él descargó el puño en la mesa. Su musculatura más la rabia, la impotencia y un deseo de venganza absolutamente comprensible daban como resultado una combinación amenazadora.

—¡Esa perra mentirosa! —gritó Schwarz, mirando a Pia con cara de loco—. Las mujeres sois unas víboras.

—Cálmese —pidió ella, si bien fue en vano.

Las compuertas se habían abierto, y Matthias Schwarz se liberó del yugo de la esclavitud: se levantó de un salto, levantó la mesa con las dos manos y la lanzó al otro extremo del pequeño cuarto con una fuerza asombrosa. Pia se puso a salvo saltando deprisa a un lado, y el agente que aguardaba en un rincón se abalanzó sobre el loco furioso, si bien no pudo evitar que el hombre empezara a golpearse la cabeza contra la pared hasta sangrar. Tuvieron que acudir tres compañeros que estaban de servicio para reducir a Schwarz, que acabó gimiendo en el suelo y con las manos esposadas a la espalda. Pia ya había asistido a cosas parecidas, pero ni en sus peores interrogatorios se encontró con semejante arrebato de ira. Se agachó delante de Schwarz.

—¿Mató usted a su vecino Hans-Ulrich Pauly el martes, 13 de junio? —le preguntó.

Él la miró con unos ojos inyectados en sangre, tan decepcionado y tan herido que Pia no pudo evitar que le diera pena.

—Sí. —Sus músculos se relajaron—. Sí, lo maté. Porque era lo que quería Esther.

Cuando se bajó del coche en Birkenhof, Pia estaba cansada. Aunque contaban con una confesión, no tenían al verdadero asesino, de eso estaba segura. A Matthias lo había herido profundamente la frialdad de Esther. El muchacho idolatraba, admiraba y amaba a la pareja de su vecino, era el sol en el limitado universo de su pobre cerebro, pero ella había pisoteado su amor y su lealtad, lo espantó como si fuese un insecto molesto. Schwarz no era especialmente inteligente, pero vio la oportunidad de vengarse y la aprovechó entregando a Esther, acusándola de ser la instigadora del asesinato. Behnke había detenido a Esther Schmitt, aun cuando esta protestó con vehemencia, afirmando que el «cerdo» era un cerdo de verdad, un cerdo vietnamita que Schwarz le regaló. Parecía convincente, y sin duda también hacía honor a la verdad. Como muy tarde al día siguiente, cuando se supieran los detalles, se demostraría que la confesión de Schwarz era mentira. Bodenstein opinaba lo mismo que Pia. Lo había llamado y comprobó, aliviada, que sonaba relajado. Su mirada descansó en la perrera vacía, y sin querer la asaltaron el recuerdo de la masacre de los conejillos de Indias y el miedo de la noche anterior, algo en lo que no había pensado en todo el día. Fue hacia las cuadras. Cuando acabó con el jardín y fue a ocuparse de los animales, el sol ya se había puesto y anochecía. En la nevera aún quedaba algo de salsa verde y un filete empanado, que metió sin más en el microondas. De repente, saltaron los fusibles, el microondas se apagó cuando se fue la luz, y el presentador del telediario se quedó con la palabra en la boca. Pia estaba paralizada en la cocina, con la sangre agolpándose en sus orejas. No soportaría otra noche como la anterior. Salió de casa deprisa y corriendo, se subió al coche y se fue a Frankfurt. Le daba lo mismo lo que pensara Henning de su repentina aparición, necesitaba su impasibilidad objetiva, capaz de ahuyentar todos los miedos y malos espíritus. Tras dar unas vueltas, encontró aparcamiento, y poco después entraba en la casa en la que había vivido tantos años. Henning insistió en que se quedara con las llaves, probablemente con la esperanza de que algún día pudiera convencerla de que volviese. Por guardar las formas, llamó al timbre. Al no oír nada, metió la llave en la cerradura y entró en el piso, que conocía como la palma de su mano. El televisor estaba encendido a todo volumen. En la cocina reinaba el típico caos que Henning solía dejarle a la señora de la limpieza: vasos usados, platos sucios, media botella de vino tinto, restos de sus artes culinarias. Pia sonrió. Antes era ella la que recogía todas las noches, ya que no le gustaba encontrarse la cocina patas arriba por la mañana. Se dirigió al salón y se quedó petrificada en la puerta: sin entender muy bien lo que estaba viendo, clavó los ojos en las extremidades entrelazadas en éxtasis de dos personas que se amaban en la sólida mesa del salón, jadeando y con desenfreno. Curiosamente, lo primero que se le pasó por la cabeza fue que Henning y ella compraron la mesa en un anticuario de la Leipziger Strasse por dos mil trescientos marcos. No estaba preparada para la dolorosa punzada de celos que sintió. Al mismo tiempo, se enfureció al ser consciente de que Henning le había mentido. Sin el traje y las medias de seda, la fiscal Löblich solo resultaba moderadamente atractiva: tenía celulitis en los muslos y el trasero, gordo. Se planteó esfumarse sin más, pero no pudo resistir la tentación.

—La mesa no es tan estable como parece —comentó, y presenció con una satisfacción perversa el clásico coitus interruptus.

—¡Pia! —jadeó, asustado, Henning—. ¿Qué estás haciendo aquí?

—Solo quería devolverte las llaves. Perdona la interrupción.

El forense buscó a tientas las gafas, que estaban en el suelo, al lado de la mesa. Por su parte, la fiscal Löblich hizo lo mismo, mientras intentaba taparse las vergüenzas con la primera prenda de ropa que pilló.

—Te dejo las llaves en la mesa de la cocina. —Pia se volvió—. Que os divirtáis.

—¡Espera! —exclamó él.

Pero antes de que pudiera salir corriendo en su busca, Pia dejó las llaves en el aparador que había junto a la puerta del salón y se fue. Tenía un nudo en la garganta mientras se dirigía al coche, y desoyó a Henning, que la llamaba desde el balcón. Qué extraño, fue ella la que quiso separarse y, sin embargo, nunca en su vida se había sentido más sola que en ese momento.

Viernes 23 de junio

Condujo sin rumbo por la ciudad. No quería volver a Birkenhof, le daban miedo la casa desierta y la soledad. No podía reprocharle nada a Henning. Al fin y al cabo, fue ella quien lo dejó, y no al revés. ¡Qué tonta había sido por entrar de aquel modo en el piso! Aunque las lágrimas le resbalaban por las mejillas, de pronto le entró una risa casi histérica. ¡Qué situación más embarazosa!

¿Lo estaría intentando otra vez Henning con Löblich? En ese preciso instante sonó su móvil. ¡Era Henning! Así que nada de segunda intentona. Pia ignoró el insistente sonido, y al final él pareció darse cuenta de que no iba a responder, de manera que recurrió al mensaje. Presa de la curiosidad, Pia comprobó que el
sms
que acababa de recibir era de Lukas, no de Henning. «¿Está despierta? Me gustaría hablar con usted. No puedo dormir. Lukas».

Lukas. Él y Christoph Sander se colaban alternativamente en sus sueños sin que ella pudiera impedirlo. Dado que Henning le había fallado como compañía para combatir la soledad, Lukas se le antojó una buena alternativa.

Media hora después Lukas se encontraba sentado a la mesa de la cocina de Pia. Estaba pálido, y tenía los ojos inexpresivos y enrojecidos de llorar. Pia le preparó unos huevos revueltos y le cortó dos rebanadas de pan. Le puso el plato delante y vio que comía con apetito y miraba cada bocado antes de llevárselo a la boca. Así comían solo los hijos únicos, no los que tenían muchos hermanos, que siempre temían quedarse con hambre. Lukas comió tranquilamente, y su rostro recuperó algo de color.

—Gracias —dijo después de dejar limpio el plato con un trozo de pan—. A cambio, friego yo.

—Tengo lavavajillas —sonrió ella—. Tú mejor cuídate ese brazo. ¿Todavía te duele?

—Va tirando —contestó él—. Me gustaría tomar algo. ¿Preparo unas copas?

—No tengo muchas bebidas.

—¿Puedo echar un vistazo?

—Claro.

Lukas abrió la nevera y los armarios y sacó una botella de vodka, zumo de tomate y una botellita de Tabasco.

—¿Un Bloody Mary? —propuso.

—Por qué no.

Mientras preparaba el cóctel y machacaba con insistencia cubitos de hielo, Pia se encendió un cigarrillo. Ya se le había pasado el trauma de ver el trasero desnudo de Henning entre los muslos de una desconocida, y en compañía de Lukas se sentía mejor. Aunque el año anterior había tratado de convencerse de lo contrario, tenía que admitir que lo suyo no era vivir sola. Lukas le contó los planes que tenían él y Jo, y poco después brindaban y bebían el Bloody Mary. Luego tomaron el segundo y un tercero. Estaba muy bueno, y las sombras del miedo se empequeñecieron y perdieron importancia.

—¿Se le daba bien a Jo la informática? —quiso saber Pia.

—Sí, bastante bien —contestó el chico—. Él y Franjo aprendieron mucho.

—Entonces, tú y Tarek sois los mejores, ¿no?

—Yo soy mejor —afirmó sin falsa modestia—. Porque todavía no me han pillado.

—Ya. ¿Y a Tarek sí?

—Pensaba que habíais metido todos los nombres en los ordenadores. —Lukas arrugó la frente, asombrado—. Hace cinco años Tarek creó un gusano informático que paralizó ordenadores y redes de medio mundo. Microsoft le puso un buen precio a su cabeza, y un colega lo delató. Se pasó ocho meses en la cárcel, y el resto, en libertad vigilada.

A Pia le costaba ver a Tarek, el jardinero tostado por el sol, como pirata informático.

—Entonces, ¿tú también has hecho algo ilegal?

Lukas sonrió y le ofreció a Pia otra copa.

—Antes. Solía meterme en ordenadores ajenos, y tengo como cincuenta virus, gusanos y troyanos —reconoció—, pero no los he utilizado. A mí lo que me interesaba era encontrar fallos de seguridad. No soy de los que destrozan cosas a mala leche.

—¿No es muy difícil hacer esas cosas?

—Para mí, no —afirmó el muchacho—. Me encantan los retos.

—«Haz un descubrimiento de miedo» —dijo Pia, recordando la frase que había leído en la foto panorámica.

Lukas dejó de sonreír.

—¿Cómo dice? —preguntó.

—Lo leí hoy en vuestra empresa —explicó ella—. Estaba en esa foto panorámica, la misma que tienes en tu habitación. ¿Qué significa?

—Nada. Es publicidad para un juego de internet. Que ya está prohibido.

De repente Pia se acordó de lo que Kai Ostermann le había contado no hacía mucho:
Double Life
, el juego prohibido. Sí, eso era lo que decía luego, algo con
Double Life
.


Double Life
—dijo en voz alta.

—¿Conoce el juego? —Lukas movía su cóctel.

—En la página web de Svenja había un link a
Double Life
. —Pia asintió—. Un compañero me habló de él. La Interpol anda buscando el servidor.

—Sí. —Lukas se echó hacia atrás en su silla y la miró fijamente—. Por eso es tan popular. Mis amigos siguen jugando.

Pia ató algunos cabos mentalmente.

—¿Dean Corso y Boris Balkan?

—Los mismos. —Lukas sonrió divertido—. Hace poco, en el castillo, los chicos se llevaron un susto de muerte cuando mencionó usted esos nombres.

De pronto se oyó un chasquido y los plomos volvieron a fundirse. Pia se levantó y se dio cuenta de que había bebido demasiado. Buscó a tientas la caja de fusibles y soltó una risita al dar un traspié. No hubo manera: al cabo de tres segundos, los plomos saltaron de nuevo.

—¡Mierda! —Pia volvió a su sitio tanteando—. Tengo velas en alguna parte.

Lukas le dio luz con el mechero, y Pia fue abriendo cajones hasta encontrar un paquete de velas. Encendió unas cuantas y las dejó en la mesa de la cocina.

—Muy romántico —aprobó Lukas, risueño.

Su forma de mirarla le hizo recordar a Pia sus tentativas de seducirla.

Other books

Playing with Fire by Emily Blake
Skull Duggery by Aaron Elkins
Pretty In Pink by Sommer Marsden
Wild Ride: A Bad Boy Romance by Roxeanne Rolling
The Darlings by Cristina Alger
Parabolis by Eddie Han
A Thousand Acres by Jane Smiley