—Se enteró el martes pasado —contó Pia—. Me figuro que ese fue el motivo de que acudiera a ver a Pauly por la noche. Puede que quisiera pedirle consejo.
—A él, precisamente a él… —El director del zoo resopló con desdén y cabeceó—. Como si le interesaran los demás.
—El martes Svenja y Jonas se pelearon —prosiguió Pia—. El sábado volvieron a discutir, el domingo ella no lo vio y el lunes aparecieron las fotos en internet. Esa noche murió Jonas.
Sander miró a Pia.
—¿Adónde quiere ir a parar?
Pia apenas se atrevía a mirarlo, pues temía que él leyera en sus ojos los sentimientos que le provocaba. Al mismo tiempo, le enfadaba su falta de objetividad.
—Probablemente la finalidad de las imágenes que colgaron en internet fuera demostrar que Svenja había engañado a su novio. Si él supuso que no era el padre de ese hijo, todo el asunto de la página web y el correo que enviaron a los amigos y familiares de Svenja queda aclarado: orgullo herido, venganza.
Durante un momento ninguno de los dos dijo nada.
—¿Papá? —Antonia apareció en la terraza, con el rostro lloroso. Sander se volvió hacia ella.
—¿Te importa si me voy con Lukas? Está hecho polvo.
—No, pero no vuelvas tarde. —Sander asintió y esperó a que los dos se hubieran ido—. Lukas… —suspiró—. Esta mañana me dijo que no quería seguir con las prácticas.
—Probablemente también se quede sin el empleo en el Grünzeug —vaticinó Pia—. Después de la lectura del testamento de Pauly, no creo que Esther Schmitt quiera tener mucho trato con él. Pauly les dejó a Lukas y Jonas un paquete de acciones por valor de unos ochenta mil euros.
La sorpresa dejó prácticamente boquiabierto a Sander.
—Increíble. Cuando se entere el padre de Lukas se pondrá hecho una furia.
—A propósito, ¿conoce usted bien al padre de Lukas? —preguntó Pia.
—Relativamente bien. Forma parte del consejo directivo del zoo, y casi somos vecinos.
—¿Sabía usted que los padres de Lukas y de Jonas tienen una relación profesional?
—Es posible. —Sander observó a Pia atentamente—. Van den Berg está en la directiva de un banco, y el padre de Jonas, al frente de una gran empresa. Esa gente se suele conocer.
—Fue presidente del consejo de administración del holding Bock —informó Pia.
—A los mandamases les gusta proporcionarse mutuamente empleos lucrativos —reflexionó Sander—. ¿Y qué hay más lucrativo que un cargo en un consejo de administración?
—Cierto —sonrió ella—. A mí solo me interesa saber por qué Van den Berg renunció a ese cargo.
—¿Quiere que se lo pregunte? —Sander lo dijo muy serio—. Lo voy a ver esta tarde.
Pia pensó por un instante.
—Puede que se le presente la ocasión de sacar el tema.
—Teniendo en cuenta lo que ha sucedido, no debería ser difícil —contestó él.
Pia consultó el reloj, y ambos volvieron a entrar por el invernadero a la casa. Annika planchaba como una loca, el niño estaba en el parque, jugando solo. Cuando Sander apareció en el salón, el pequeño se puso de pie agarrándose a los barrotes.
—¡Lelo, ven! ¡Lelo, upa! ¡Upa! —exclamó el niño, estirando los bracitos.
Al serio rostro de Sander asomó inesperadamente una sonrisa. Tomó al niño y lo sostuvo en alto. Annika dejó de planchar para mirar a su padre y al niño entusiasmado. De pronto Pia sintió una punzada de dolor. No sabía por qué, pero le costaba contemplar esa estampa familiar tan idílica. Hasta el momento había conseguido no pensar en el portón y la puerta de casa abiertos, pero de repente el miedo a la soledad la asaltó como un nubarrón amenazador.
—Señora Kirchhoff, ¡espere! —pidió Sander—. He dejado el coche justo detrás del suyo.
Pia caminaba con brío, pero él le dio alcance en la puerta del jardín, aún risueño.
—¿Qué ocurre? —La sonrisa se borró del rostro de Sander, que la miró con aire inquisitivo.
—Nada —aseguró ella—. ¿Por qué?
—De pronto parece tan…, tan abatida…
Para colmo de desgracias, ¿además le leía el pensamiento?
—Tengo dos asesinatos que resolver —dijo Pia.
¿Por qué no podía ella también echarle los brazos al cuello a alguien para que la consolara como acababa de hacer Antonia? Le habría gustado contarle a Sander lo que le preocupaba desde la noche del día anterior, pero ¿qué pensaría de ella, una desconocida, si le confesaba que de pronto tenía miedo de estar sola en su casa de noche? Ese hombre tenía sus propios motivos de preocupación, y quizá se sintiera asediado por ella.
—Venga a verme otra vez al zoo a tomar un helado —le proponía él en ese momento—. Me encantaría.
Pia esbozó una sonrisa forzada.
—Claro. En cuanto haya solucionado los casos, espero volver a tener más tiempo para hacer cosas agradables.
Se encontraban junto al coche de Sander y se miraron. Pia rehuyó su mirada. No soportaba la inseguridad, y Christoph Sander la hacía sentirse tremendamente insegura.
—Tengo que irme. —Se sacó las llaves del coche del bolso—. Que tenga un buen día.
—Gracias. —Él le hizo sitio para que pudiera pasar—. Lo mismo digo. La llamaré si averiguo algo del padre de Lukas.
Pia notó que el corazón se le aceleraba y las manos le temblaban cuando poco después salía marcha atrás. Estaba a punto de implicarse emocionalmente y eso no estaba bien, nada bien. Si quería no perder el norte en la maraña de pistas falsas en que se estaba convirtiendo la investigación, necesitaba mantener la cabeza despejada.
Pia se despertó porque le dio en plena cara el haz de luz de una linterna. El corazón empezó a golpearle las costillas con fuerza; estaba en la cama como paralizada, incapaz de mover un solo dedo. Notó que en la habitación había alguien. Un sudor frío, provocado por el miedo, le recorrió el cuerpo, pero no podía moverse ni gritar ni coger el arma, que tenía junto a la cama. La linterna se apagó, sus ojos se acostumbraron a la oscuridad, y de repente distinguió algo más que la silueta de un hombre.
—¡Lukas! —exclamó, y le entraron ganas de echarse a reír como una histérica, de alivio—. ¿Qué significa esto? ¿Cómo has entrado?
Le dio vergüenza, ya que debido al calor solo llevaba unas bragas. Lukas se inclinó sobre ella. Tenía los bonitos ojos verdes enrojecidos e hinchados de tanto llorar. A diferencia del sábado por la noche, su proximidad no le desagradaba. Al contrario. Sintió las manos del muchacho en su cuerpo y cerró los ojos. Sin embargo, de pronto Lukas le agarró las muñecas con fuerza, le echó los brazos atrás y la aplastó contra la cama con el peso de su cuerpo. Ella quiso apartarlo, pero el chico era más fuerte. Pia abrió los ojos, y al ver el rostro desencajado de Lukas le entró miedo. Forcejearon, en silencio, encarnizadamente. Él pesaba tanto que Pia ya no podía moverse, y apenas le llegaba aire. Quiso gritar, pero de su boca no salió ningún sonido. Presa del pánico, fue consciente de que no le serviría de nada, puesto que nadie la oiría. No tenía vecinos, nadie pasaría por allí de manera casual, nadie. Estaba sola y completamente indefensa. Las lágrimas se agolparon a sus ojos, le corrieron por la cara y le taponaron la nariz. De pronto Lukas se irguió, con sus ojos clavados en los de ella. A continuación sonrió compasivo y le rodeó el cuello con las manos.
—Por favor, no —lloriqueó ella—. Por favor, por favor…
—Me has decepcionado, Pia —susurró él con voz bronca—. ¿Y sabes qué hago yo con la gente que me decepciona?
Sus manos le oprimieron el cuello.
Pia miraba la oscuridad. Tenía la camiseta empapada de sudor y el corazón a punto de salírsele del pecho, y le temblaba todo el cuerpo. Estaba tiesa en la cama, esperando a que el pulso se le tranquilizara. Hacía años que no soñaba algo así. Se inclinó hacia el interruptor y encendió la luz: las tres y media de la madrugada. La ventana estaba abierta, pero esa noche no entraba aire fresco. Tenía la boca completamente seca, la garganta le dolía, y se dio cuenta de que, en efecto, había llorado. Con piernas temblorosas, se levantó y fue a la cocina. Llevaba dos semanas sin tocar el tabaco, y ahora rebuscaba en todas las chaquetas que tenía colgadas en el perchero del pasillo. Encontró un paquetito en el bolsillo interior de un plumífero. La primera calada tuvo el efecto de un porro: se quedó completamente aturdida, pero las manos dejaron de temblarle y el sudor se secó. Hacía ya muchos años que no pensaba en aquello que sucedió en el verano de 1989. Empezó de la manera más inofensiva durante unas vacaciones en Francia y terminó siendo un verdadero horror. El miedo la acompañó durante meses. Con los años, había conseguido reprimir la terrible experiencia, y al final dejó de pensar en ella. Se dio una ducha larga, se cambió de ropa interior y se puso unos vaqueros y una camiseta. Aún bajo los efectos de la pesadilla, abrió la puerta y respiró hondo el aire fresco. Sobre el Taunus el cielo aún estaba oscuro, pero por el este ya se veía la primera franja de claridad, anunciando un nuevo día de calor. Fue a la cuadra. Le gustaban las horas previas al alba, ese momento particularmente irreal a medio camino entre la noche y el día. Los pájaros entonaban su concierto matutino en los árboles que se alzaban detrás de la casa, y los caballos relincharon alegremente al ver a Pia. Nada la consolaba y tranquilizaba más que la rutina diaria, razón por la cual echó de comer a los animales, aunque en realidad se adelantaba una hora. Gallinas, patos y gansos también recibieron su ración matutina. Después, echó a andar y se preguntó por qué no se oía a los conejillos de Indias. Por regla general, esos animalitos peludos la esperaban correteando junto a los barrotes de la antigua perrera, donde pasaban el verano.
—¿Todavía estáis dormidos?
Pia fue a abrir la puerta de la perrera, pero la manija estaba levantada, y la puerta, que para protegerla de animales de rapiña y gatos había reforzado con tela metálica tupida, estaba abierta. Se tensó, y le dieron arcadas al ver el interior de la perrera: una marta o un zorro debía de haber entrado y matado a todos los conejillos. Después de esa noche horrible, aquello fue demasiado. Pia rompió a llorar y cayó de rodillas en la hierba húmeda.
Una hora después tomaba un café a grandes sorbos e intentaba tranquilizarse. Primero, el portón y la puerta de casa abiertos, y después, los conejillos muertos. Se obligó a no pensar en ello, y decidió centrarse en la pantalla del ordenador. Abrió de nuevo el correo de Sander y después hizo clic en el enlace que llevaba hasta la web de Svenja.
«Error 404. No se pudo encontrar la página solicitada», se leía en la pantalla.
Alguien había borrado el contenido. Y ese alguien no podía ser Jonas, ya que estaba muerto.
—Kai —le dijo Pia a su compañero—, han borrado la página web de Svenja Sievers. ¡Entera! ¿Puedes echar un vistazo?
Ostermann hizo lo que le pedía.
—Seguro que ha sido la chica —replicó unos segundos después—. O el proveedor.
—Pero, supuestamente, Svenja ya no podía acceder a su página —recordó, pensativa, Pia—. Me lo dijo su amiga ayer. ¿Puedes averiguar quién lo ha hecho?
—Lo intentaré. —Ostermann asintió y se puso manos a la obra.
Solo eran las siete y cuarto, pero Pia quería saber si Sander había hablado con el padre de Lukas. Marcó el número del director del zoológico, y segundos después oyó su voz.
—Quería llamarla yo —aseguró Sander—, pero he pensado que igual era demasiado temprano.
De pronto a Pia la asaltó el deseo de contarle más cosas de ella misma a ese hombre al que apenas conocía, de manera que contestó:
—Hoy me podría haber llamado tranquilamente a las cuatro de la madrugada.
—¿Por qué? —le preguntó él—. ¿Otro muerto?
—Uno no, quince. Conejillos de Indias muertos. Y eso dos días después de que, por motivos inexplicables, me encontrara el portón de entrada y la puerta de mi casa abiertos.
—Tal vez no debiera vivir sola en un sitio tan apartado.
Sander iba por donde ella quería que fuese.
—Eso mismo me dijeron mis compañeros —dijo—, pero no puedo ponerme a buscar a un hombre deprisa y corriendo para no tener que vivir sola.
—¿Qué hay de su marido? —preguntó Sander. Su voz denotaba curiosidad.
Pia se avergonzó un poco por semejante manipulación. En su día dominaba el antiquísimo juego de la seducción entre hombre y mujer, en su día, cuando aún no tenía preocupaciones ni miedo. Entonces, conoció a Henning, cuyo cerebro científico se mostró completamente insensible a insinuaciones y jueguecitos emocionales de ese tipo. Al conocer a Lukas, algo en ella había cambiado; ese encuentro le había despertado de nuevo las ganas de jugar.
—Vive en Frankfurt —respondió mostrando indiferencia—. Pero en realidad no quería quejarme de mis animales muertos. ¿Tuvo ayer ocasión de hablar con el padre de Lukas?
—Sí; y bastante, a decir verdad. No sabía nada de la muerte de Jonas, y se quedó conmocionado. El motivo por el que renunció al cargo de presidente del consejo en Bock fue que ya no estaba conforme con la labor del consejo. Sus palabras fueron vagas, pero si no lo entendí mal, tuvo que ver con un proyecto en Oriente Próximo y con unos socios dudosos.
Estuvieron charlando un poco más, y después Pia le dio las gracias por la información y colgó. Al levantar la vista, se encontró con la divertida mirada de Ostermann.
—¿Qué? —preguntó.
—Nada. —Su compañero se encogió de hombros y sonrió ligeramente—. Es solo que eso que acabas de hacer me ha recordado algo.
—¿Y qué es eso que acabo de hacer? —Pia fingió no saber de qué le hablaba.
La sonrisa de Ostermann se ensanchó y se echó hacia atrás en su asiento.
—Utilizar la investigación para echar tu red personal. Y dime, ¿a quién quieres pescar?
—¿Pescar? —Pia se dio cuenta de que la había pillado.
—Una vez yo también me vi atrapado en una red así. —Ostermann arqueó las cejas—. Y la verdad es que no estuvo nada mal. Puede que hubiera sacado algo más en limpio de no haberme pasado lo de la pierna.
Cuando entró en el despacho, poco antes de las ocho, Bodenstein estaba irascible. Apenas escuchó a su equipo en la reunión matutina. Cosima no había vuelto a mencionar el incidente del lunes por la tarde. Más que sus reproches injustos, que hacían daño, lo abrumaba lo preocupado que estaba por ella. A su mujer le pasaba algo, y ese día por fin tendrían el resultado de los análisis que se había hecho, y después… Se percató de que sus hombres lo miraban con expresión interrogativa.