Amigos hasta la muerte (19 page)

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Authors: Nele Neuhaus

Tags: #Intriga, #Policíaco

—En la camiseta hay manchas de sangre —añadió el médico, que seguía a lo suyo—. Es posible que sean de otra persona, ya que en el cuerpo no veo heridas que hayan sangrado.

Pia asintió, pensativa. Uno de los agentes que peinaban el terreno en busca de huellas comenzó a llamarlos y hacerles señas. Pia y Behnke fueron hacia él. La tierra estaba reseca y dura como una piedra por el sol, y la hierba amarillenta, tan corta que no se distinguían pisadas ni huellas de neumáticos.

—Ahí —el agente señaló al suelo—. Un móvil.

Pia se agachó y recogió la carcasa del teléfono móvil con la mano derecha, enguantada. Era un modelo plateado de Motorola, muy de moda sobre todo entre los jóvenes. Faltaba la parte posterior, además de la batería y la tarjeta SIM. No daba la impresión de llevar allí mucho tiempo. Pia pidió a sus compañeros que buscaran las otras partes del teléfono y miró a su alrededor con aire meditabundo. Junto a los coches patrulla se habían detenido algunos paseantes que los miraban con curiosidad. Pia llamó por teléfono a Bodenstein y le habló del macabro hallazgo.

—Todavía no estamos completamente seguros de si fue un suicidio. —Metió a sus compañeros en el saco de los escépticos—. Hay algunas cosas que no cuadran.

Behnke entornó los ojos y bajó de nuevo hasta la cabaña.

—Confía en tu instinto —aconsejó Bodenstein—. ¿Me necesitas?

—Debo darles a los padres de Jonas la noticia de la muerte de su hijo. —Pia bajó la voz—. No es algo que me guste hacer sola, pero me gusta menos aún con Behnke.

—Ven a buscarme —repuso él—. Estoy en casa.

Pia colgó y volvió a la cabaña.

—¿Usted qué opina, doctor? —le preguntó al médico.

—Parece un suicidio —contestó este—, pero no estoy seguro.

—En ese caso, llamaré al fiscal —decidió Pia—. Me gustaría que le practicaran la autopsia. ¿Tú qué dices, Behnke?

—¿Quién soy yo para poner en duda tu parecer? —replicó Behnke, melodramáticamente sumiso—. Con tantos años de experiencia en medicina forense a tus espaldas, sin duda sabrás juzgarlo debidamente.

Pia lo miró. Ahora sí que bastaba.

—¿Hay algún motivo? —quiso saber.

—¿Algún motivo para qué? —contestó Behnke.

—Para que te comportes así conmigo. ¿Te he ofendido, humillado o faltado en algún momento? No tengo problemas con nadie, solo contigo.

—No sé de qué me hablas. —Behnke seguía con las gafas de sol puestas.

—Somos un equipo —continuó Pia—. Deberíamos trabajar juntos, no enfrentados. Por mi parte, considero importante que nos entendamos.

—¿Ah, sí? —la desafió él. Y sin decir más echó a andar hacia su coche.

Pia notó cómo la invadía la ira. Se sentía estúpida.

—¡Capullo arrogante! —exclamó lo bastante alto para que él lo oyera. Y casi deseó que se detuviese y dijera algo, pero no lo hizo.

Johanniswald era una zona residencial del Königstein noble que estaba cambiando. Cada vez eran más los propietarios de la primera generación que vendían sus chalés y mansiones de los años sesenta y setenta a jóvenes abogados o banqueros bien situados de Frankfurt. Los nuevos moradores echaban las casas abajo para levantar otras nuevas o las reformaban por completo. De camino, Pia y Bodenstein dejaron atrás tres obras; la carretera aún era un cúmulo de baches y asfaltado chapucero. Sin embargo, así y todo se veía que detrás de los muros altos y los setos vivía gente que no se tenía que preocupar por lo que costaba el litro de gasolina súper plus. Prácticamente ninguno de los coches que se veían aparcados en la calle tenía menos de doscientos caballos bajo el capó. La mansión de Carsten Bock eclipsaba hasta a las casas más ostentosas. Pia cruzó con su viejo Nissan un portón de hierro forjado que estaba abierto de par en par. A ambos lados del camino de entrada, que discurría por un jardín del tamaño de un parque, había numerosos coches aparcados.

—No está mal la choza —comentó Pia al ver la casa.

La palabra «casa» se quedaba bastante corta. Ante ellos se levantaba un castillo normando de piedra arenisca clara con tejados a dos aguas, torrecitas y altas ventanas con travesaños. Seis peldaños conducían hasta un pórtico de tres metros de alto y macizas columnas, con una puerta de color verde oscuro. Pia recordó la información que había recabado Ostermann sobre los negocios del señor Bock. El holding Bock era un conglomerado de empresas con vastas ramificaciones que operaba a escala internacional. El imperio había sido fundado por el padre de Carsten Bock, que se había forrado registrando patentes en el ramo de la construcción. Sin embargo, el presidente del consejo de administración, un hombre llamado Heinrich Van den Berg, había dimitido de su cargo a principios de junio, de manera inesperada.

Del jardín les llegaron risas y la voz de un comentarista de fútbol; en el aire flotaba un olor a carne a la parrilla.

—Celebran una fiesta —constató, incómoda, Pia—. Creo que no me apetece entrar.

—Ya; muy agradable no es —le dijo Bodenstein a su compañera. Utilizó el llamador de hierro. Nada.

—Están viendo el partido de fútbol. —Ese día, en la parcela donde habían encontrado el cadáver, Pia había oído decir media docena de veces a todos los agentes que a las cuatro de la tarde empezaba la retransmisión del partido de Alemania contra Ecuador—. Ahí hay un timbre.

Bodenstein llamó. Poco después oyeron pasos que se aproximaban y la gran puerta se abrió. Una mujer apareció en el marco y los escudriñó.

—¿Sí? ¿Qué desean?

Era exactamente el tipo de mujer que Pia esperaba encontrar en ese castillo: delgada, casi en los huesos, de pecho plano y muy atildada, desde la perfecta melenita rubia hasta las uñas cortas. A pesar de las altas temperaturas veraniegas, llevaba un jersey y una rebeca de cachemir a juego de la talla 34, el obligado, en esos círculos, collar de perlas, sin duda auténtico, y unos vaqueros de marca.

—Me llamo Bodenstein, y esta es mi compañera, la señora Kirchhoff. Somos de la Policía judicial de Hofheim —comenzó Bodenstein mientras se sacaba la placa—. ¿Es usted la señora Bock?

—Sí. ¿De qué se trata?

—Tenemos que hablar con usted y con su esposo —dijo Bodenstein.

La señora Bock dio un paso atrás y los dejó entrar en un recibidor imponente. Una mirada en el espejo de marco dorado y más alto que un hombre que había junto a la puerta bastó para que Pia fuera consciente de la razón por la que jamás se sentiría a gusto en compañía de mujeres como la señora Bock: la diferencia entre ellas saltaba a la vista; Pia, con sus pantalones vaqueros y una camiseta que prácticamente estallaba con su 85 C de pecho, su coleta rubia y sus pecas. Era como tener a una presentadora totalmente desconocida de la MTV junto a una estrella consagrada de la televisión. Swatch y Chopard. C & A y Armani. La dueña de la casa los llevó desde el recibidor hasta un gran salón. Por unas cristaleras completamente abiertas se salía a una terraza de generosas dimensiones. Desde el jardín se disfrutaba de unas vistas espectaculares de la región Rin-Meno. En el otro extremo de la terraza, por encima de una piscina con un agua azul resplandeciente, había unas treinta personas en cómodos asientos de mimbre que seguían el partido de fútbol en una pantalla gigante. Al verlos, un hombre se levantó de una tumbona, cruzó la terraza y entró en el salón. Alto, con canas, de rasgos angulosos, por fuera Carsten Bock era como Pia se lo imaginaba después de oír el mensaje que le dejó a Pauly en el contestador.

—Carsten, el señor y la señora son de la Policía judicial —informó la señora Bock.

—Ya —asintió su marido, imperturbable—. ¿En qué podemos ayudarlos? No dispongo de mucho tiempo.

No era tan fácil librarse de Bodenstein.

—Tenemos malas noticias.

La señora Bock se quedó de piedra. Abrió mucho los ojos, angustiada, y sus uñas se clavaron en los brazos, que tenía cruzados ante el escaso pecho.

—Jonas —susurró—. Dios mío, le ha pasado algo a Jo.

—¿Se trata de nuestro hijo? —inquirió Bock—. ¿De Jonas?

—Sí —asintió Bodenstein con gravedad—. Siento mucho tener que decirles esto, pero su hijo Jonas ha muerto.

Durante unos segundos no pasó nada. Los padres del muchacho lo miraron con esa mezcla conmocionada de incomprensión e incredulidad que Bodenstein conocía demasiado bien. Siempre era la misma.

—No —musitó la señora Bock—, no puede ser.

Carsten Bock se quedó de piedra, fue a pasarle un brazo por los hombros a su esposa, pero ella lo rechazó con vehemencia.

—¡No! —gritó de súbito—. ¡No! ¡No!

Se abalanzó sobre Oliver Bodenstein acometida de una muda desesperación, golpeándolo con los puños, mientras las lágrimas le corrían por el rostro. Pia la sujetó por las muñecas con fuerza. Acto seguido la mujer se desmoronó hecha un mar de lágrimas. Un chico de unos dieciséis años que apareció en la puerta abierta, corrió hacia ella y se arrodilló a su lado.

—¡Mamá! —exclamó consternado—. Mamá, ¿qué te pasa? ¿Qué sucede?

—Tu hermano ha muerto —anunció al joven su padre con voz inexpresiva.

Fuera los aficionados vociferaban en el estadio de fútbol, el reportero comentaba entusiasmado las jugadas de la selección alemana. Los invitados de los Bock debían de haberse enterado de que había ocurrido algo malo, ya que alguien bajó el volumen del televisor. De pronto no se oía nada, salvo los sollozos desesperados de la madre de Jonas, que estaba en el suelo doblada en dos. Carsten Bock se inclinó sobre su mujer y le acarició el hombro.

—¡No me toques! —chilló ella, y empezó a pegarle y darle patadas. Después se quedó quieta, gimoteando, con el chico a su lado, desvalido.

—¿Quiere que llame a un médico? —inquirió Pia en voz baja.

—Hay uno aquí —respondió Bock. Esa vez su mujer no opuso resistencia cuando él se agachó, la tomó en brazos y atravesó el recibidor hacia la escalera. Con cada paso que daba, la cabeza de ella se balanceaba a un lado y a otro; había dejado de llorar—. Vengan conmigo —pidió escuetamente Bock—. Tú también, Benjamin.

Los dos policías intercambiaron una mirada rápida: esa era, con mucho, la peor situación que habían vivido en mucho tiempo. Pia salió a la terraza. Los invitados, que se habían levantado, la miraron apesadumbrados. Nadie dijo nada; tras ellos, el partido de fútbol seguía desarrollándose en la inmensa pantalla, ahora en silencio.

—La fiesta ha terminado —anunció Pia, y volvió a la casa.

Bodenstein y Pia aguardaban en la biblioteca, donde librerías acristaladas llegaban prácticamente hasta el alto techo estucado. Minutos después Carsten Bock entró en la habitación y cerró la puerta.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó en voz baja. Estaba pálido, pero contenido. Se situó detrás de un sillón y apoyó las manos en el respaldo.

—Hemos encontrado a Jonas en el terreno que tiene su suegro en el valle de Schmiehbach —contó Pia—. Hoy no se presentó al examen oral de selectividad y le mandó un
sms
a su novia que sonaba a despedida. Por eso fuimos hasta allí, porque es donde ayer celebró su cumpleaños.

—Debo explicarles por qué no… no echamos en falta a Jonas. —Bock carraspeó y se paró un momento para escoger las palabras adecuadas—. Se fue de casa hace algún tiempo y desde entonces vivía con… un amigo.

—¿Por qué? —quiso saber Bodenstein.

—Teníamos diferencias de opiniones. —Bock se sentó en el borde del sillón y enterró el rostro en las manos—. ¿Cómo… cómo fue…? —preguntó con voz bronca, levantando la cabeza.

—Lo encontramos ahorcado, pero por ahora no podemos decir con seguridad si fue un suicidio o no —aclaró Bodenstein.

Aunque tenía la fuerte sensación de que Bock le ocultaba la verdad de la huida de su hijo, el hombre le daba pena. Perder a un hijo era lo peor que podía pasar a unos padres. ¿Cuánto peor sería si las últimas palabras que se habían intercambiado con el hijo habían sido airadas?

—¿Qué significa eso? —preguntó Bock.

—No se puede excluir la posibilidad de que lo asesinaran —repuso Bodenstein—. Por este motivo, el fiscal ha pedido que se le practique la autopsia.

Carsten Bock se pasó la mano por la cara.

—¿Y ahora qué? ¿Tengo que… me refiero a si…? —No pudo seguir hablando.

—No. Hemos identificado a su hijo sin la menor duda —dijo Bodenstein.

—Pero en los próximos días tendremos que volver a hablar con usted y con su mujer —apuntó Pia.

—¿Por qué? —Bock la miró con unos ojos inyectados en sangre—. Jonas ha muerto, ¿de qué hay que hablar?

—Si efectivamente su hijo fue víctima de un delito violento, nuestro cometido es dar con el autor —explicó Pia. Para ello necesitamos información acerca de Jonas, su círculo de amigos y su entorno.

—Además —terció Bodenstein—, el martes por la noche fue asesinado un hombre llamado Hans-Ulrich Pauly. Encontramos un mensaje de usted en su contestador. Puede que ya se haya enterado de que hemos detenido a su suegro porque tenemos sospechas fundadas de…

—Que han hecho… ¿
qué
? —lo interrumpió Bock, estupefacto, y dejó caer las manos.

Pia reparó en que sus ojos reflejaron por un instante un pánico que desapareció en el acto.

—¿Es que no lo sabía? —A Bodenstein le sorprendió. Detuvimos al señor Zacharias el domingo. No tiene coartada para la hora en que se cometió el asesinato y lo vieron en la escena del crimen, detalle que, dicho sea de paso, él no niega.

Carsten Bock se levantó, se acercó a la ventana y se quedó con la vista fija en ella.

—Por favor, váyanse —pidió sin volverse—. Tengo que digerir todo esto.

—¿Crees que no sabía lo de su suegro? —le preguntó Pia a Bodenstein cuando poco después volvían a Kelkheim.

—Es algo raro —opinó este, pensativo—, pero tal vez la mujer de Zacharias no se lo dijera a su hija por pura vergüenza.

—O la señora Bock no se lo dijo a su marido —aventuró Pia—. No parecen llevarse demasiado bien. ¿Has visto cómo lo apartaba?

—Lo he visto, sí.

—Bock ha reaccionado de una forma curiosa cuando le has contado lo de Zacharias.

—Diez minutos antes acababa de enterarse de que su hijo ha muerto —apuntó Bodenstein—. Es normal que en esos casos las personas reaccionen de manera irracional.

—No —objetó Pia—. Yo no creo que reaccionara de manera irracional. Cuando has mencionado a Zacharias, pareció asustarse de veras, con lo cual cabría pensar que… —Le sonó el móvil—. Kirchhoff —respondió.

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