—Hablar por teléfono mientras conduces. Bien, bien… Treinta euros de multa —susurró Bodenstein, y Pia hizo una mueca. Era Ostermann.
—Te está esperando un tal Matthias Schwarz. Le has pedido que viniera —le anunció su compañero.
Pia se había olvidado por completo del hijo del agricultor Schwarz. Le dijo a Ostermann que llegaría en unos minutos.
—Uy, si antes tengo que llevarte a casa, jefe… —recordó.
—No hace falta —replicó él—. Te acompaño. ¿Qué hay de nuestros sospechosos?
Pia redujo la velocidad a sesenta a la altura de la salida al Rote Mühle, pasó la salida a Hornau, se dirigió a la B 8 y aceleró de nuevo. Entretanto puso a Bodenstein al corriente del resultado de los interrogatorios que había llevado a cabo Behnke con Kathrin Fachinger y de su visita del día anterior al restaurante Grünzeug. De sus problemas y sus roces con Behnke no dijo ni palabra.
Matthias Schwarz era achaparrado y robusto, con el rostro muy redondo y rojo como un cangrejo; tenía una mirada irritantemente inquieta. Pia lo invitó a sentarse, le advirtió de que iba a grabar la conversación y le pidió una serie de datos personales. Matthias Schwarz, 26 años, solador, en la actualidad en paro, con domicilio en casa de sus padres, junto a la de Pauly; se sentía visiblemente incómodo. Pia lo observó unos momentos con aire inquisitivo.
—¿Cómo es su relación con la señora Schmitt, su vecina? —preguntó sin andarse con rodeos.
Schwarz hijo tragó saliva; la nuez subía y bajaba de forma convulsiva.
—¿A qué… a qué se refiere?
—Su madre cree que la señora Schmitt quiere algo de usted. ¿Es eso verdad?
El muchacho se puso como un tomate hasta debajo del ralo cabello rubicundo.
—No, no es verdad —sacudió la cabeza—. Solo le echo una mano en el jardín de vez en cuando, nada más.
—Ya. —Pia comenzó a hojear unos documentos e hizo como si mirara algo—. En el registro central federal consta que tiene usted antecedentes por lesiones, coacción y nuevamente lesiones, esta vez graves.
Schwarz esbozó una sonrisa entre tímida y bobalicona, como si estuviera orgulloso de su poco gloriosa trayectoria.
—¿Cuándo fue la última vez que vio a la señora Schmitt o habló con ella?
—El sábado. —Se rascó la cabeza; al parecer, no tenía ni la menor idea de adónde quería llegar Pia.
—El sábado. ¿A qué hora? ¿Cuándo exactamente?
Schwarz se devanó los sesos.
—La señora Schmitt le ha dicho lo que debía decirme usted, ¿me equivoco? —inquirió ella pasado un rato.
El joven rehuyó su mirada; tenía la mala conciencia escrita en la cara.
—Dijo que podía parecer raro que se enterasen de que estuve en su casa cuando Pauly acababa de morir —acabó admitiendo.
No cabía duda de que la astuta señora Schmitt tenía razón: parecía raro, sí. Pero aún lo parecía más que pensara en las apariencias estando de luto. A Pia se le pasó algo por la cabeza: era posible que siguieran una pista completamente falsa en lo tocante al asesinato de Pauly. Quizá su repentina muerte obedeciese a un plan preciso y Esther Schmitt se hubiera servido del entregado hijo de sus vecinos para quitarse de en medio a su indeseado compañero. De pronto Pia fue consciente de que en realidad no sabían nada de la señora Schmitt. Era la dueña del restaurante Grünzeug, la propietaria de la casa, pero ¿y su patrimonio? ¿Habría contratado Pauly un seguro de vida que la beneficiara? Sea como fuere, el dolor de la señora Schmitt era sorprendentemente contenido.
—Cuando la señora Schmitt le pide que haga algo, usted lo hace, ¿no es así?
Schwarz asintió. Entonces recordó la grabadora.
—Sí —respondió—. Siempre.
—¿Qué le da a usted a cambio?
Matthias Schwarz miró a Pia con cara de no haber entendido la pregunta.
—¿A cambio? ¿A cambio de qué? —inquirió.
—¿Le da dinero cuando hace usted algo?
—N… no.
—¿Entonces? —Pia sonó burlona adrede—. Supongo que no trabajará por amor al arte en su jardín. ¿O sí? —El trato con tontainas como Matthias Schwarz le había enseñado que esas personas se mostraban muy susceptibles cuando comprendían que las habían utilizado o engañado. Hacía falta algo de tiempo para que sus palabras causaran el efecto deseado en el cerebro de su interlocutor, de manera que siguió hablando—. Señor Schwarz —empezó—, tengo delante un informe de las quemaduras que sufrió usted en la cara, las manos y los antebrazos, y desde luego no se las causó el agua caliente. ¿Estuvo usted en casa de la señora Schmitt el sábado?
El hombre vaciló, y Pia leyó en su rostro que lo asaltaban las primeras dudas sobre su amada.
—Esther siempre ha sido buena conmigo —respondió él a la penúltima pregunta de Pia—. No trabajo en su casa, solo le echo una mano de vez en cuando. Por eso no hace falta que me dé dinero.
—Claro. —Pia sonrió—. Entonces es que es usted un buen samaritano.
Eso era lo último que quería ser un joven que se sentía orgulloso de su historial delictivo.
—¡De eso nada! —espetó, y fijó un instante en Pia sus ojos acuosos, si bien volvió a bajarlos en el acto—. La… quería…
No terminó la frase.
—Esperaba usted que algún día Esther se diera cuenta de que está enamorado de ella, ¿me equivoco?
Se le puso rojo el cuello, y después, la cara de pan. Schwarz comenzó a tragar saliva como un poseso.
—Pero no fue así —prosiguió ella—. Usted solo era mano de obra barata, útil para ella. —La expresión de la cara del muchacho le dijo que había tocado un punto flaco—. Hábleme del sábado por la noche —pidió—. Estuvo usted en casa de Esther Schmitt. ¿Se acostó con ella?
Matthias Schwarz daba la impresión de estar a punto de reventar. Se frotó las manos en los vaqueros.
—No —respondió en un susurro—, dijo que no podía, que Pauly acababa de morir. Que necesitaba tiempo. Que teníamos que ir despacio.
—Así que le dio esperanzas. —Pia enarcó las cejas—. Y usted, ¿lo aceptó?
Schwarz no contestó. En su interior bullía una mezcla de incomprensión, duda e ira. Su lealtad incondicional a la idolatrada vecina se desvanecía.
—Me llamó por la noche, sobre las once —contó con voz ahogada—. Me pidió que la fuera a buscar al restaurante. Lloraba. La llevé a casa, y allí me abrazó y me dijo que me quedara, que tenía miedo de estar sola. Se metió en la cama y yo me tuve que acostar en el sofá. —Se interrumpió, luchaba consigo mismo—. Yo no podía dormir. Pensaba en qué podía hacer para que ella… ya sabe. Luego ella se levantó y se acercó para ver si yo dormía. Yo no me moví. Después bajó, y de repente empezó a oler a humo. Luego subió, me zarandeó y gritó que había fuego.
Pia esperó pacientemente a que siguiera hablando.
—Cuando estábamos fuera, en el patio, Esther de repente se puso como loca.
Porque recordó la valiosa lata de comida para perros de la nevera, razón por la cual pidió al hijo de sus vecinos que entrara por ella, y de ahí las quemaduras. A continuación, Esther Schmitt lo mandó a su casa y lo conminó a guardar silencio.
—¿Dónde estaban los perros y los demás animales? —quiso saber Pia.
Para entonces Schwarz era plenamente consciente de las estupideces que había cometido por amor y de que no tenía nada que hacer con Esther Schmitt. Sin que se lo preguntara, contó que el día anterior había llevado al Grünzeug varias cajas llenas de libros y ropa y todas las plantas del patio. Después trasladó a los perros a la guardería de una amiga de Esther. Con lo cual era evidente: el incendio había sido cosa de la propia Esther.
—Una última pregunta —dijo Pia cuando el hombre calló—. ¿Dónde estaba usted el martes por la noche cuando asesinaron a Pauly?
Schwarz tenía la mirada perdida, y Pia hubo de repetirle la pregunta dos veces antes de que levantara la cabeza despacio. Ella vio el profundo daño que le había producido averiguar la verdad sobre su amada.
—Viendo el fútbol —respondió con voz inexpresiva.
Poco después de las tres, Pia paró el coche delante del portón de Birkenhof. Ella y Ostermann se habían pasado media noche revisando los datos del disco duro del ordenador de Pauly, pero no había una sola prueba de que este tuviera algo sólido contra alguien. ¿De verdad lanzaba únicamente amenazas vacías? Pia se bajó con el motor en marcha y fue a abrir. El corazón se le aceleró cuando se dio cuenta de que la puerta estaba entornada, pero no cerrada.
—No puede ser —murmuró.
No se olvidaba de cerrar nunca, ya que precisamente en verano había mucho movimiento en el camino asfaltado que discurría paralelo a la A 66 desde Unterliederbach hasta Zeilsheim. A media tarde se llenaba de gente que salía a correr, a pasear, a patinar o a montar en bicicleta, además de los jornaleros de la finca colindante, la Elisabethenhof. Pia se inclinó y examinó la cerradura a la luz de los faros del coche: no estaba forzada. Antes, cuando había ido a buscar los caballos y darles de comer a toda prisa, ¿tan distraída estaba que no echó la llave? Asaltada por un mal presentimiento, entró en su finca, se bajó de nuevo y cerró el portón. En las cuadras le dio al interruptor del alumbrado exterior y fue a ver a los caballos. Las yeguas la miraron adormiladas; los potros dormían tumbados en la paja. Todo estaba en orden. Pia se tranquilizó. Era una noche de verano agradable, el aire era tibio y olía a lilas y a las rosas que trepaban por la pared del establo. Fue hacia la casa, y allí se llevó un nuevo susto: la puerta estaba abierta de par en par. Si Henning hubiera ido, la habría llamado; además, estaba obsesionado con lo de cerrar. En la carretera vecina había tan poco tráfico que Pia podía oír los latidos de su corazón. Volvió al coche, arrancó y encendió las luces. A continuación, marcó el 112. Segundos después contestó el agente del puesto de control.
—¿Podéis mandarme a alguien? —pidió ella después de explicar lo sucedido.
—Claro. Ahora mismo. No entre sola en la casa.
—No pienso hacerlo, no me apetece hacerme la heroína.
Pia colgó y volvió al portón para dejárselo abierto a sus compañeros. Con el corazón desbocado y la Sig Sauer en las manos sudorosas, permaneció a la espera del coche patrulla, que apareció minutos después.
Vio cómo se iba encendiendo la luz en cada una de las habitaciones y su pulso se normalizó. Poco después apareció en la puerta uno de los dos agentes y la llamó para que se acercara.
—Aquí no hay nadie —afirmó al tiempo que enfundaba el arma—. Mire a ver si falta algo.
Pia fue de habitación en habitación, pero todo parecía estar como ella lo había dejado.
—De todas formas, este no es sitio para que viva una mujer sola —observó el otro policía.
—¿Y qué propone usted? —Pia se sentó en una silla de la cocina y notó que seguía temblándole todo el cuerpo. ¿Que salga a pillar al primer tío que pase?
—No tiene por qué ser un hombre. —El agente sonrió. Para empezar, bastaría con un perro; aquí hay sitio más que de sobra. Y ahora váyase a dormir. Nosotros nos quedaremos fuera. Nuestro turno termina a las seis de la mañana; si no pasa nada hasta entonces, esperaremos aquí.
Profundamente agradecida, Pia esperó a que ambos estuvieran fuera y apagó todas las luces, se desvistió y se metió en la cama. Aunque estaba firmemente convencida de que no podría pegar ojo, al cabo de unos minutos se quedó dormida como un tronco.
Alrededor del mediodía llegó el informe de autopsia provisional del Instituto Anatómico Forense. Antes de morir, Jonas tuvo que sostener una pelea: tenía grandes heridas en las manos y los antebrazos, y en la boca y entre los dientes había tejido humano. Jonas Bock había muerto debido a la oclusión de las carótidas, que había interrumpido la llegada de sangre al cerebro; es decir, por ahorcamiento. Pero ni siquiera Kronlage, el forense que practicó la autopsia, supo decir si la muerte se la había causado él mismo u otra persona. Los resultados de los análisis de ADN de las muestras del tejido que encontraron en la boca de Jonas y de la sangre de su camiseta eran particularmente extraños, ya que dicho ADN coincidía casi por completo con el del chico.
—¿Tenemos ya el informe del laboratorio de la cuerda y el gancho? —quiso saber Bodenstein.
Levantó la cabeza y vio los trasojados rostros de su equipo: Pia Kirchhoff y Kai Ostermann habían estado revisando el disco duro del ordenador hasta tarde, y Behnke había celebrado por todo lo alto la victoria de la selección alemana. La única que parecía haber dormido y descansado era Kathrin Fachinger.
—Sí. —Ostermann hojeó los faxes que habían llegado por la mañana del laboratorio de la BPPJ—. Espere un momento… aquí, en el gancho oxidado del que colgaba el cuerpo, han encontrado una rozadura clara y han comprobado que el roce se debe a la cuerda de nailon.
—Eso podría querer decir que alguien lo levantó —aventuró Bodenstein—. Pero el chico debía de estar vivo aún, porque murió ahorcado.
—Puede que lo hiciera él mismo y la cuerda cediese —opinó Behnke.
Reprimiendo un bostezo, Pia miraba las fotos del cuerpo que habían tomado los criminólogos en el lugar de los hechos. De pronto se detuvo.
—¡Mirad esto! —exclamó al tiempo que levantaba una foto que había sido sacada desde atrás, en diagonal—. ¿No veis aquí nada raro?
Los demás observaron la instantánea con detenimiento.
—¿A qué te refieres? —preguntó Kathrin Fachinger.
—Imagínate que te quieres ahorcar y te pones una cuerda al cuello. —De repente Pia estaba completamente despierta—. ¿Cómo lo harías?
Kathrin Fachinger hizo como que se ponía una cuerda en el cuello, y con una mano se sujetó el pelo, que le llegaba por los hombros, y se lo echó a un lado.
—¡Para! —gritó Pia.
Todos la miraron asombrados y confusos.
—Mirad la foto —pidió, agitada—. El chico tiene el pelo metido por dentro de la cuerda. Si se hubiera ahorcado él, se lo habría apartado, como acaba de hacer Kathrin.
Bodenstein la miró y esbozó una sonrisa de aprobación.
—Podría ser un indicio de que no lo hizo él —confirmó.
—El chaval tenía 2,5 mg de alcohol en la sangre —objetó Behnke—. Probablemente el pelo le importara un pepino.
—No lo creo. —Pia cabeceó—. En la gente que lleva el pelo largo es un acto reflejo.
—Lo cual significaría que a Jonas lo asesinaron —razonó Kathrin con aire pensativo.
—Exacto —convino Pia.
—Y antes de morir mordió a su asesino —añadió Bodenstein.