—Las fuerzas especiales estarán aquí dentro de media hora —informó Behnke—. Si son capaces de cruzar la ciudad.
—No podemos esperar tanto.
Bodenstein tenía los nervios de punta. Lukas iba armado, y ninguno de ellos llevaba chaleco antibalas. No podía poner en peligro a Sander y a su hija, y sin embargo necesitaba a la chica perentoriamente. Las primeras gotas de agua, condensadas, cayeron sobre el parabrisas.
—¡Ahí delante está el Smart de Lukas! —exclamó con nerviosismo Antonia.
Bodenstein hundió el pie en el freno. El pequeño coche se hallaba medio metido en el monte bajo, y la puerta del conductor estaba abierta. El muchacho había salido pitando, pues se figuraba que Antonia llamaría a la Policía. ¡Ojalá no llegaran demasiado tarde! Se volvió y miró a Antonia. En comparación con otras fortificaciones medievales, el castillo de Königstein no era especialmente grande, pero había docenas de bóvedas, sótanos y pasadizos. Y disponían de poco tiempo.
—Dinos adónde tenemos que ir.
—Tardaré demasiado —objetó la chica—. Voy con ustedes.
—No. Es demasiado peligroso; Lukas va armado.
—Vamos con ustedes —remachó Sander.
—No puedo responder de su seguridad. —Bodenstein meneó la cabeza—. Debo insistir en que…
—¿Piensa seguir mucho más de cháchara? —Sander lo cortó y abrió la puerta. A continuación, descendió y echó a andar hacia el castillo, seguido de su hija.
—No podrá impedírselo, jefe —advirtió Behnke—. Démonos prisa, o de lo contrario ocurrirá otra desgracia.
Pia había perdido la noción del tiempo. Tenía la boca completamente seca, y la cabeza como un bombo. Trató de mover brazos y piernas y lanzó un ¡ay! cuando la sangre empezó a circular de nuevo. A continuación, abrió a duras penas los ojos y parpadeó desconcertada al ver la luz titilante de una vela casi consumida. Unos metros más arriba distinguió vagamente una reja. ¿Qué había pasado? ¿Dónde estaba? ¿Cuánto llevaba allí? El suelo era frío y húmedo; la espalda le dolía porque se le clavaban piedras. El sábado por la noche Lukas había ido a su casa y la había llevado al edificio Maintower. Pia bebió muchísimo, más de lo que solía, pero ¿por qué? Cerró los ojos y se paró a pensar. Tenía sed, y la vejiga a punto de reventar. El Maintower. Lukas. Después habían estado en otro sitio, en una discoteca donde se celebraba una fiesta con cientos de personas. Se encontraron a Tarek, el jardinero, y bebieron más. A partir de ahí sus recuerdos se interrumpían, se volvían fragmentarios. Se sintió mal, vomitó; luego, Lukas y Tarek protagonizaron una discusión subida de tono y, de pronto, Lukas tenía prisa. «Lo siento, Pia, pero tengo que hacer una cosa», se disculpó. Quiso llevarla a casa. Pia se devanaba los sesos. Se acordaba de un maletero. De rosas. Rosas rojas. En el maletero del coche había rosas rojas, las mismas que le pusieron a ella junto a la cama. Después no fue a su casa, en vez de eso ahora estaba tendida en ese suelo frío de piedra, en un agujero de unos dos metros por dos metros de diámetro. ¿Cuánto tiempo había pasado desde entonces? ¿Tres horas? ¿Treinta? A lo lejos, en alguna parte, retumbó un trueno. Pia sentía los dedos entumecidos y rígidos, pero consiguió levantarse con un esfuerzo. Permaneció quieta un instante, esperando a que se le pasara la sensación de mareo. Las paredes eran sólidas y bastante lisas, y la reja estaba demasiado alta como para alcanzarla. De repente oyó pasos arriba. Con el corazón desbocado, se pegó al muro frío. En ese momento notó la mente despejada y sintió miedo.
—¿Señora Kirchhoff? —susurró alguien sobre su cabeza—. ¿Dónde está?
¡Lukas! Una oleada de alivio le recorrió el cuerpo. ¡Se hallaba a salvo!
—¡Estoy aquí! —exclamó con voz bronca—. ¡Aquí abajo!
La luz de la linterna le dio en la cara y la cegó un instante.
—¡Gracias a Dios! —Lukas sujetó la reja con ambas manos—. Pensé que había muerto.
El muchacho tenía el rostro demacrado debido a la tensión, en los ojos un brillo febril, y el sudor perlaba su frente.
—¿Dónde estoy? ¿Qué ha pasado?
—Estamos en el castillo de Königstein. —Lukas miró impaciente a su alrededor, como si temiera que lo atacaran por la espalda—. Tenemos que largarnos de aquí deprisa.
—¿Por qué? —quiso saber ella—. ¿Me puedes decir qué está pasando?
En lugar de responder, Lukas sacudió la reja. Jadeaba debido al esfuerzo, pero apenas consiguió moverla.
—¡Maldita sea! —exclamó—. No voy a poder quitar esta mierda. ¡No puede ser!
El evidente pánico del muchacho hizo que Pia se despejara considerablemente.
—¿Por qué tenemos que largarnos? ¿De quién tienes miedo? ¡Lukas!
—¡Quita las manos de ahí! —ordenó de pronto una voz aguda que resonó en el espacio abovedado—. ¡Vamos!
Lukas se estremeció y volvió la cabeza.
—A ella no le hagas nada —pidió con voz trémula—. No tiene nada que ver con esto.
Se oyó un crujido de pasos.
—¿Has podido pararlo?
—¡No, maldita sea! Lo habría hecho, si no hubieras metido por medio la mierda esa de gusano.
—Esa es una excusa barata. Tú siempre lo haces todo bien, cerebrito. No me digas que eso te supone un problema…
Pia intentó reconocer la voz del otro hombre, y sintió que se le hacía un doloroso nudo en la garganta. Aquello no era ningún juego, la cosa iba muy en serio. Nadie sabía dónde se encontraba, y si a Lukas le pasaba algo, ella moriría en ese agujero. El miedo le heló la sangre en las venas.
—¿Lukas? —llamó con voz ahogada—. Lukas, ¿dónde estás?
Pero no obtuvo respuesta. Y entonces se oyó un disparo.
Antonia los condujo con paso firme hacia el patio exterior del castillo, que cruzaron para llegar hasta la torre del homenaje de las viejas ruinas. La lluvia arreciaba, ráfagas huracanadas azotaban los restos de los muros, y rayos y truenos se sucedían en intervalos de tiempo cada vez más cortos. La chica se detuvo de pronto y señaló una puerta pequeña y medio destartalada.
—Por ahí se va a las catacumbas —dijo Antonia—. La otra manera de llegar a las mazmorras y el pasadizo secreto es por el pozo.
—¿Qué pasadizo secreto?
Bodenstein levantó el brazo a fin de protegerse los ojos de la lluvia.
—Hace unos años descubrimos un pasadizo medio cegado que baja directamente hasta el casco antiguo —explicó ella—. Creo que no lo conocen ni los del ayuntamiento, pero así nosotros podemos acceder al castillo siempre que queremos.
Se acercó al arco derruido, se coló por el intersticio y desapareció en la oscuridad. Bodenstein, Behnke y Sander la siguieron. Dentro no hacía frío. El calor de los días anteriores se acumulaba en el pequeño espacio. Behnke encendió la linterna, y los cuatro avanzaron a tientas, con cuidado, por el piso cubierto de piedras y cascotes hasta alcanzar una escalera empinada que apenas hacía honor a ese nombre. Behnke alumbró el hueco tenebroso. A medida que se adentraban en la antigua fortaleza, más húmedo y frío se volvía el aire, que olía a moho. Cuando por fin bajaron, se vieron en un corredor tan angosto que Bodenstein casi sintió claustrofobia. Se prohibió pensar en las toneladas de piedras sueltas que tenía sobre su cabeza y echó a andar detrás de Antonia, hasta que esta se detuvo.
—Ahí delante hay luz —susurró al tiempo que señalaba un débil resplandor que se colaba por algunos orificios de los muros—. Esas son las mazmorras.
Bodenstein notaba el corazón acelerado, ahora que sabía con certeza que seguían la pista correcta. Respiró hondo y levantó el arma.
—Ponte detrás de tu padre —le ordenó a la chica—. Y pase lo que pase, no te separes de él.
Poco después, desde una especie de galería medio derruida, miró abajo y vio el amplio espacio abovedado, iluminado por unas velas dispuestas en círculo en el suelo. Bodenstein distinguió a Lukas, que, arrodillado, tiraba de una reja herrumbrosa. Justo cuando iba a decir algo se oyó una voz.
—¡Quita las manos de ahí! ¡Vamos!
—¿Qué hacemos? —siseó Behnke.
Se escondieron tras los restos del parapeto, y Bodenstein se arriesgó a mirar abajo.
—Es Tarek Fiedler —susurró—. Y tiene un arma.
El cerebro le iba a mil por hora. ¿Dónde estaba Pia Kirchhoff? No podía cometer ningún error, pero en esa situación esperar era la peor alternativa.
—Vamos a intervenir —decidió, y le hizo una señal a Behnke.
—¡Tire el arma! —gritó este último—. ¡Policía!
Tarek Fiedler no vaciló un solo segundo. En lugar de bajar la pistola, la levantó y disparó en dirección a la voz de Behnke. El estruendo del disparo en la bóveda fue ensordecedor. La bala golpeó el muro como si fuera una explosión, y fragmentos de piedra salieron volando. Llovieron piedrecitas. Se oyó un segundo disparo, un tercero. Con un estrépito sordo, se desplomó una pared entera.
—Ese niñato idiota —despotricó Behnke.
El aire estaba lleno de polvo, pero Bodenstein pasó por alto el pánico que le provocaba la idea de perecer enterrado vivo.
—¿Estáis todos bien? —preguntó.
—Sí —respondió Behnke, ahogando las toses.
Sander y Antonia hicieron un gesto afirmativo, y Bodenstein abandonó su escondite, se incorporó y vio que casi todas las velas se habían apagado.
—¡La linterna! —pidió.
Behnke dirigió la luz hacia abajo. El polvo la engullía, pero se veía claramente que allí no había nadie. Ni rastro de Lukas y Tarek. Salvaron el parapeto y bajaron a las antiguas mazmorras.
—¡Socorro! ¡Hola! ¿Alguien me oye? —resonó una voz sorda procedente del suelo.
Behnke y Sander fueron más rápidos que Bodenstein. Se abalanzaron hacia la reja que antes sacudiera Lukas, y Behnke iluminó el vacío.
—¡Pia! —exclamó Sander, y de puro alivio, el inspector jefe se sintió desfallecer.
Entre todos lograron apartar la oxidada reja. Pia Kirchhoff estaba exhausta y sucia, pero sana y salva. Los hombres se tumbaron boca abajo y la ayudaron a levantarse. Ella permaneció un instante tendida de espaldas con los ojos cerrados, y después miró a Behnke.
—Mala suerte —sonrió débilmente—. Sigo con vida.
—No esperaba menos de ti —repuso él con sequedad, y le tendió la mano para ayudarla—. Porque no me apetece nada pasarme la final del Mundial haciendo horas extra.
La tensión disminuyó. Aliviado, Bodenstein le dio unas palmaditas en la espalda a su compañera.
—Ya hablaremos más tarde —le dijo—. Primero vamos a ver cómo salimos de aquí.
—Por ahí delante se va al pozo y al pasadizo secreto —apuntó Antonia con voz temblorosa—. Aparte del camino por el que hemos venido no conozco otra salida.
Y el camino en cuestión ahora estaba obstruido. Tras ellos seguían cayendo piedras. Los disparos habían dañado gravemente los vetustos muros de la bóveda.
—Tenemos que salir de aquí antes de que el castillo entero se nos caiga encima —afirmó Behnke, tosiendo de nuevo.
Él y Bodenstein desaparecieron detrás de Antonia en un corredor estrecho. Pia se volvió hacia Sander.
—Tenía tanto miedo por ti… —susurró él.
Se miraron, y a la tenue luz de las velas que aún seguían encendidas, Pia vio que tenía lágrimas en los ojos. La abrazó en silencio y la estrechó con fuerza.
—¡Venid, rápido! —se oyó decir a Bodenstein desde el corredor—. Tenemos que darnos prisa. Ya tendréis tiempo después para eso.
Antonia los condujo por un corredor estrecho y bajo por el que había que ir agachado. Al cabo de unos metros, describía un recodo pronunciado y ganaba en altura. Al fin llegaron al pozo. Behnke fue el primero en trepar por los pasos herrumbrosos que había empotrados en la pared. Detrás fueron Antonia, Pia, Sander y por último Bodenstein, a quien le costó sujetarse con las suelas de cuero lisas de sus zapatos. El fuerte viento casi le cortó la respiración un instante cuando salió del pozo al patio, a los pies de la torre del homenaje, y la lluvia lo empapó en cuestión de segundos. Behnke, Pia y Sander y su hija se resguardaron de la virulenta tormenta en la entrada al sótano donde se hallaba la armería. Bodenstein se unió a ellos y respondió sin aliento el móvil, que sonaba.
—Mis hombres han tomado posiciones por todo el castillo —le comunicó el jefe de los GEO por teléfono—. ¿Qué quiere que hagamos?
No tenía sentido registrar el castillo entero. Lukas lo conocía mucho mejor y sabía dónde esconderse.
—En alguna parte hay dos hombres —replicó sin resuello Bodenstein—; al menos uno de ellos va armado, y ya ha utilizado el arma, así que vayan con cuidado. ¿Dónde está usted ahora mismo?
—Me dirijo al patio del castillo —contestó el jefe.
—Ahí estamos nosotros. —Bodenstein se atrevió a mirar fuera: desde donde se encontraba no se veía nada salvo el patio—. Andando —dijo—, vamos a la torre. Al menos desde allí podremos ver algo.
Un francotirador de las fuerzas especiales se había apostado en la torre, y otro se hallaba agazapado enfrente, en los restos del muro. Desde sus posiciones controlaban toda la extensión de la fortaleza. Tras los muros, en escalones o tumbados en el suelo, acechaban siluetas oscuras, todas ellas armadas hasta los dientes y equipadas con chaleco antibalas, casco y máscara de asalto. Después de que Antonia les revelase dónde acababa el pasadizo secreto, dos hombres subían por él al castillo desde la ciudad, con lo cual los chicos tenían cortada esa vía de escape.
—Los míos han tomado posiciones alrededor del castillo —comunicó el jefe de los GEO a Bodenstein—. De aquí no sale nadie sin que lo veamos.
Bodenstein asintió, tenso. Dos francotiradores, veinticinco agentes fuertemente armados, un chico de veintiún años perturbado que había matado a sangre fría por lo menos a dos personas y otro que iba armado. La radio del jefe de operaciones especiales cobró vida.
—Dos personas a las cinco —comunicó un agente—. Están bajando por la vieja torre del polvorín, al otro lado del campo grande.
Bodenstein notó que la adrenalina se le disparaba sin querer. Miró a Behnke y luego a Pia Kirchhoff, que se había sentado en los escalones de madera que subían a la torre, pegada a Sander. Antonia estaba apoyada en la pared, callada y pálida.
—¿Puede ver si van armados? —preguntó el jefe de operaciones especiales.
—Negativo. No…, un momento, uno tiene un arma. El rubio.
—Lukas… —Pia se levantó y se acercó a su jefe—. Que no disparen a Lukas. No tiene nada que ver con esto.
—Ha asesinado a dos personas, ha intentado matar a su propio padre, ha secuestrado a Svenja y te ha metido en ese agujero.