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Authors: León Tolstói

Tags: #Narrativa, Clásico

Ana Karenina (91 page)

Y besando la mano de su esposa iba a retirarse, cuando esta lo detuvo.

—Kostia —le dijo—, ya sabes que solo me quedan cincuenta rublos; y me parece que no hago gastos inútiles —añadió, al notar que el semblante de su esposo se oscurecía—. El dinero desaparece tan pronto que sin duda nuestro sistema es vicioso por algún concepto.

—De ningún modo —contestó Lievin, con una tosecita seca que en él era indicio de contrariedad—. Ahora iré al banco; y, por otra parte, he escrito al intendente para que venda el trigo y cobre por adelantado el alquiler del molino. No faltará el dinero.

—A veces me arrepiento de haber escuchado a mamá, pues os canso a todos y se gasta mucho. ¿Por qué no nos habremos quedado en el campo, donde estábamos tan bien?

—Yo no me arrepiento de nada de lo que he hecho desde que me casé.

—¿De veras? —preguntó Kiti, mirando fijamente a su marido.

Lievin había dicho aquello sin pensarlo tan solo para consolarla. Pero cuando leyó en aquellos ojos sinceros una interrogación muda, repitió lo mismo de todo corazón. «Empiezo a olvidarla», pensó. Y recordó el acontecimiento que esperaban.

—¿Pronto? —le preguntó, tomándole ambas manos.

—Lo he pensado tantas veces que ya no sé nada.

—¿Tienes miedo?

Kiti sonrió con desprecio.

—En absoluto.

—Si ocurre algo, estoy en casa de Katavásov.

—No va a ocurrir nada. Iré a pasear con papá. Pasaremos por casa de Dolli. Te espero antes de comer. A propósito, ¿sabes que la posición de Dolli no es ya sostenible? Ayer hablamos con mamá y Arsieni, el esposo de nuestra hermana Natalia, y han acordado que tú hables a Stepán, porque papá no hará nada.

—Con Arsieni estoy dispuesto a todo; pero ¿qué quieres que hagamos nosotros? De todos modos iré a casa de los Lvov, y tal vez entonces vaya al concierto con Natalia.

El anciano Kuzmá, que hacía las funciones de mayordomo, anunció a su amo que uno de los caballos cojeaba. Al instalarse en Moscú, Lievin había procurado montar una cuadra conveniente que no le costase mucho; pero hubo de reconocer que los caballos alquilados eran más baratos, y optó por ellos, porque estaba decidido a suprimir todo exceso de gasto. El primer billete de cien rublos invertido fue el único que le causó pesar; se trataba de comprar libreas a los criados, y al pensar que aquel dinero le representaba el salario de dos trabajadores de verano, es decir de trescientos días laborales en total, preguntó si las libreas eran indispensables; pero el asombro de la princesa y de Kiti al oír esto le cerró la boca. El segundo billete de cien rublos, para la compra de las provisiones necesarias con motivo de darse una gran comida de familia, no le costó tanto, aunque calculaba mentalmente el número de medidas de avena que aquel dinero representaba.

Después de esto, los billetes desaparecieron como por encanto, pero Lievin no se preguntó ya si el placer que compraba con su dinero era proporcionado a las molestias que ocasionaba; olvidó sus principios fijos sobre el deber de vender el trigo al más alto precio que fuera posible; y ni aun pensó que los gastos que hacía le llenarían de deudas muy pronto.

Tener dinero en el banco para atender a las necesidades diarias de la casa fue en adelante todo su afán; hasta entonces no le había escaseado, pero la demanda de Kiti acababa de turbarlo. ¿Cómo adquiriría dinero más tarde? Sumido en estas reflexiones se dirigió a casa de Katavásov.

III

L
IEVIN
se había relacionado íntimamente con su antiguo compañero de universidad, cuyo juicio correcto admiraba, aunque atribuyéndole cierta pobreza de imaginación; y el profesor, por su parte, censuraba en Lievin la falta de lógica en sus razonamientos; pero no le desagradaba discutir con él; y le había persuadido a leer una parte de su obra. Habiéndole llamado la atención algunas consideraciones, propuso a Lievin presentarle a un sabio eminente, el profesor Metrov, que estaba de paso en Moscú, y a quien había hablado de los trabajos de su amigo.

La presentación se hizo muy cordialmente aquel mismo día; Metrov, hombre amable y benévolo, comenzó por abordar la cuestión del día, que era la sublevación de Montenegro; habló de la situación política y citó algunas palabras significativas pronunciadas por el emperador, a las cuales Katavásov opuso otras de un sentido diametralmente opuesto, dejando a Lievin en libertad de elegir entre las dos versiones.

—Este caballero —dijo después— es autor de un trabajo sobre economía rural, cuya idea fundamental me agrada en mi calidad de naturalista; tiene en cuenta el medio en que el hombre vive y se desarrolla; no le considera sino dentro de las leyes zoológicas, y estudia en sus relaciones con la naturaleza.

—Eso es muy interesante —dijo Metrov.

—Mi objeto era simplemente escribir un libro sobre agronomía —dijo Lievin, sonrojándose—; mas, a pesar mío, al estudiar el instrumento principal, el trabajador, he llegado a conclusiones imprevistas.

Y Lievin desarrolló sus ideas, tanteando con prudencia el terreno, pues sabía que Metrov profesaba opiniones opuestas a la enseñanza de la economía política del momento y dudaba del grado de simpatía que iba a merecer.

—¿En qué difiere Rusia de los demás pueblos desde el punto de vista del trabajador, dice usted? —preguntó—. ¿Es desde el punto que usted califica de zoológico, o por el que se refiere a las condiciones materiales en que se halla?

Esta manera de plantear la cuestión demostraba a Lievin una absoluta divergencia de ideas; pero siguió exponiendo su tesis, la cual consistía en demostrar que el pueblo ruso no puede tener con la tierra las mismas relaciones que los demás de Europa, por el hecho de que se reconoce por instinto predestinado a colonizar espacios aún incultos.

—Es fácil engañarse sobre los destinos generales de un pueblo haciendo deducciones prematuras —observó Metrov, interrumpiendo a Lievin—; y en cuanto a la situación del trabajador, siempre dependerá de sus relaciones con la tierra y el capital.

Y sin dar a Lievin tiempo para replicar, le explicó en qué diferían sus propias opiniones de las aceptadas generalmente. Lievin no entendió nada, ni trató de comprender, pues para él Metrov, así como todos los economistas, no estudiaban la situación del pueblo ruso sino desde el punto de vista del capital, del salario y de la renta; convenía en que esta última era nula para la mayor parte de Rusia, en que el salario consistía en no morirse de hambre y en que el capital estaba representado solamente por útiles primitivos. Metrov no difería de los demás representantes de la escuela más que por una nueva teoría sobre el salario, la cual demostró por extenso. Después de haber procurado escuchar e interrumpir para expresar sus ideas personales, probando así hasta qué punto podrían entenderse. Lievin acabó por dejar hablar a Metrov, lisonjeado en el fondo de que un hombre tan sabio lo tomara por confidente de sus ideas, manifestándole tanta deferencia; ignoraba que el eminente profesor, después de agotar el asunto con sus oyentes habituales, estaba muy satisfecho de encontrar uno nuevo, sin contar que era muy aficionado a tratar de las cuestiones que le preocupaban, porque le parecía que una demostración oral contribuía a dilucidar para él mismo ciertos puntos.

—Vamos a llegar tarde —dijo al fin Katavásov, consultando su reloj—. Tenemos hoy sesión extraordinaria en la universidad con motivo del jubileo de los cincuenta años de Svíntich —añadió, dirigiéndose a Lievin—, y he prometido hablar sobre sus trabajos zoológicos. Ven con nosotros; será interesante.

—Sí, venga usted —dijo Metrov—; y después de la sesión, si tiene a bien pasarse por mi casa para leerme su obra, lo escucharé con gusto.

—Es un bosquejo que no vale la pena presentar; pero acompañaré a ustedes.

—Qué, ¿se ha enterado? —dijo Katavásov.

Y comenzaron a hablar del problema universitario. Se trataba de lo siguiente. Tres profesores viejos no quisieron tener en cuenta la opinión de los jóvenes. Los profesores jóvenes manifestaron su discrepancia. Según unos, la opinión de los jóvenes era espantosa; según otros, sencilla y justa. El profesorado se dividió en dos partidos. Para unos, entre los que estaba Katavásov, la opinión de los jóvenes era una denuncia. Para otros, una expresión de su juvenil irreverencia a las autoridades. Lievin, aunque ya no pertenecía a la Universidad, conocía el problema y se había formado una opinión sobre este. Por eso tomó parte en la discusión, que duró hasta que llegaron al viejo edificio de la Universidad.

Cuando llegaron a la Universidad, la sesión había comenzado; seis personas estaban sentadas ante una mesa cubierta con un tapete, y una de ellas leía; Katavásov y Metrov ocuparon sus sitios, y Lievin fue a sentarse junto a un estudiante, a quien preguntó qué leían.

—La biografía.

Lievin escuchó, y pudo enterarse de diversas particularidades curiosas sobre la vida del sabio cuyo recuerdo se celebraba. Después se recitó una poesía de Ment; y Katavásov leyó luego con voz sonora una reseña sobre los trabajos de Svíntich. Cuando hubo terminado, Lievin, viendo que se hacía tarde, se excusó con Metrov de no ir a su casa, y se marchó muy pronto. Durante la sesión había tenido tiempo de reflexionar sobre la inutilidad de relacionarse con el sabio economista; si estaban destinados uno y otro a trabajar con fruto, no podía ser sino prosiguiendo sus estudios cada cual por su lado.

IV

A
RSIENI
Lvov, el marido de Natalia, a cuya casa fue Lievin al salir de la Universidad, acababa de establecerse en Moscú para vigilar la educación de sus hijos; había hecho sus estudios en el extranjero y pasado su vida en las principales capitales de Europa, donde debió de desempeñar funciones diplomáticas. A pesar de su diferencia de edad y de profesar opiniones muy distintas, aquellos dos hombres se apreciaban mucho y eran verdaderos amigos.

Lievin encontró a su cuñado en traje de casa, sentado ante un pupitre y con el lente calado en la punta de la nariz; el semblante de Lvov, de expresión joven aún, y al que su cabello rizado y plateado comunicaba cierto aire aristocrático, se iluminó con una sonrisa al ver entrar a Lievin sin anunciarse.

—Pensaba enviar a pedir noticias sobre Kiti —dijo—. ¿Cómo sigue? —añadió, adelantando una mecedora—. Siéntese ahí y estará más cómodo. ¿Ha leído usted el editorial del
Diario de San Petersburgo?
Me parece muy bien —Lvov hablaba con un ligero acento francés.

Lievin refirió cuanto le habían dicho sobre los rumores propalados en San Petersburgo; y después de agotar la cuestión política, habló de su conversación con Metrov y de la sesión de la Universidad.

—¡Cuánto le envidio a usted sus relaciones con esa sociedad de profesores y de sabios! —dijo Lvov, que le había escuchado con el más vivo interés. Y pasando al francés, al que estaba habituado, prosiguió—; pero yo no podría aprovecharme como usted, por falta de tiempo y de suficiente instrucción.

—Permítame poner en duda este último punto —contestó Lievin, sonriendo y conmovido ante aquella modestia y sencillez.

—No podría usted imaginarse hasta qué punto creo lo que le digo, ahora que me ocupa la educación de mis hijos. No solo me es necesario refrescar la memoria, sino también rehacer mis estudios. Aquí me tiene repasando la gramática. Usted se reirá…

—Nada de eso; muy por el contrario, usted me sirve de ejemplo para el porvenir, y al ver cómo procede con sus hijos, aprendo lo que deberé hacer con los míos.

—¡Oh!, el ejemplo no tiene nada de notable.

—Sí, por cierto, porque jamás he visto niños tan bien educados como los suyos.

Lvov no pudo reprimir una sonrisa de satisfacción.

—Que sean mejor que yo. No deseo otra cosa. No se imagina el esfuerzo que exigen unos niños como los míos, acostumbrados a vivir en el extranjero.

—Lo conseguirán. Los muchachos son capaces. Lo principal es la educación moral. Eso es lo que yo aprendo, cuando veo a sus hijos.

—Dice usted la educación moral. No tiene usted idea de lo difícil que es conseguirla. Supera uno un defecto en los niños, y surge otro. Si no se tiene un sostén en la religión, recuerde lo que hablamos, ningún padre podrá por sus propias fuerzas educar a sus hijos.

En aquel momento entró su bella esposa, con traje de paseo, e interrumpió el diálogo que tanto interesaba a Lievin.

—No sabía que estuviese usted aquí —dijo a Lievin—. ¿Cómo sigue Kiti? Ya sabrá usted que como hoy con ella.

Los esposos acordaron el plan del día, y Lievin se ofreció a acompañar a su cuñada al concierto.

—Aquí tienes a Konstantín Dmitrich, que me echa a perder —dijo Lvov a su mujer—. Asegura que tenemos unos niños extraordinarios, aunque sé perfectamente que tienen muchos defectos.

—Arsieni siempre exagera —dijo Natalia—. Si se busca la perfección, nunca se puede sentir uno satisfecho. Papá tiene razón; cuando nos educaron se llegó al extremo de tenernos en el entresuelo y nuestros padres vivían en el principal. Ahora el extremo es opuesto; los hijos en el principal y los padres a la buhardilla.

—¿Y qué importancia tiene? —dijo Lvov sonriendo—. Quien no te conozca pensará que eres una madrastra.

—No, los extremos no llevan a nada —dijo Natalia con serenidad, mientras colocaba la plegadera en su sitio.

—Acercaos, niños perfectos —dijo Lvov a sus hijos que, después de saludar a Lievin, se acercaron a su padre para preguntarle algo.

Lievin deseaba hablar con ellos, escuchar lo que decían, pero Natalia se dirigió a él y al mismo tiempo entró Majotin, un compañero de Lvov, y empezó una conversación incesante acerca de Herzegovina, la princesa Korzínskaia, la duma y la muerte inesperada de Apráxina. En el momento de salir, recordó el encargo de Kiti respecto a Stepán.

—Sí, ya sé —repuso Lvov—; la mamá quiere que le prediquemos moral; pero ¿qué puedo decirle yo?

—Pues entonces me encargaré yo —dijo Natalia Lvova riéndose—. Vámonos ya. Estaba en su abrigo de pieles blancas esperando a que se terminase la conversación. —dijo Lievin, sonriendo; y corrió a reunirse con su cuñada, que le esperaba al pie de la escalera ostentando las blancas pieles de su abrigo.

V

A
QUEL
día se iban a interpretar dos nuevas composiciones en el concierto organizado en la sala de la asamblea: una de ellas era una fantasía sobre
El rey Lear de la estepa, y
la otra un cuarteto dedicado a la memoria de Bach. Lievin tenía grandes deseos de formar su opinión sobre aquellas obras, escritas con un espíritu nuevo, y para no someterse a la influencia de nadie, se apoyó en una columna después de colocar a su cuñada, resuelto a escuchar concienzuda y atentamente. No se distrajo con los ademanes del director de orquesta, ni con el tocador de las damas, y se alejó sobre todo de los aficionados e inteligentes, que tanto hablan en tales casos. En pie, con la mirada fija en el espacio, se absorbió en una profunda contemplación; pero cuanto más escuchaba la fantasía sobre
El rey Lear
, más reconocía la imposibilidad de formar una idea clara y precisa; en el momento de desarrollarse, la frase musical se confundía siempre con otra o se desvanecía, dejando como única impresión la de una penosa investigación instrumental. Los mejores pasajes no se producían con oportunidad; la alegría, la tristeza, la desesperación; la ternura y el triunfo se sucedían con la incoherencia de las impresiones de un loco para desaparecer de la misma manera.

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