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Authors: Dan Brown

Ángeles y Demonios (41 page)

Se hizo un silencio absoluto en la habitación.

—¡Qué locura! —estalló Olivetti—. ¡Una mentira descarada!

Rocher empezó a cambiar de canales otra vez. Daba la impresión de que la noticia se propagaba como una plaga de emisora en emisora. Todo el mundo hablaba de lo mismo. Los titulares competían en sensacionalismo.

ASESINATO EN EL VATICANO

PAPA ENVENENADO

SATANÁS SE INTRODUCE EN LA CASA DE DIOS

El camarlengo desvió la vista.

—Que Dios nos asista.

Mientras Rocher zapeaba sintonizó un canal de la BBC.

«... me pasó la información sobre el asesinato de Santa María del Popolo...»

—¿Cómo? —exclamó el camarlengo—. Vuelva ahí.

Rocher obedeció. Un hombre de aspecto acicalado presentaba un informativo de la BBC. Sobre su hombro, se veía superpuesta una instantánea de un hombre extraño de barba roja. Debajo de la foto ponía:
GUNTHER GLICK. EN DIRECTO DESDE LA CIUDAD DEL VATICANO.
Al parecer, el reportero Glick estaba informando por teléfono, y la conexión era deficiente.

«... mi cámara captó el instante en que sacaban al cardenal de la Capilla Chigi.»

«Permíteme que lo repita para nuestros telespectadores —dijo el presentador de Londres—. El reportero de la BBC Gunther Glick es la persona que ha revelado esta historia. Se ha puesto en contacto telefónico dos veces con el presunto asesino de los Illuminati. Gunther, ¿dices que el asesino telefoneó hace tan sólo unos momentos, para transmitir un mensaje de los Illuminati?»

«En efecto.»

«¿Y el mensaje comunicaba que los Illuminati eran
responsables
de la muerte del Papa?»

El presentador parecía incrédulo.

«Correcto. La persona que llamaba me dijo que el Papa no murió a causa de una apoplejía, como pensaba el Vaticano, sino que fue envenenado por los Illuminati.»

Todo el mundo en el despacho papal se quedó petrificado.

«¿Envenenado? —preguntó el presentador—. Pero...
¿cómo?»

«No me dieron detalles —contestó Glick—, salvo que le habían asesinado con una droga conocida como... —Se oyó un crujido de papeles en la línea—. Algo así como heparina.»

El camarlengo, Olivetti y Rocher intercambiaron una mirada de confusión.

—¿Heparina? —preguntó Rocher, desorientado—. ¿Pero eso no es...?

El camarlengo palideció.

—El medicamento del Papa.

Vittoria se quedó de una pieza.

—¿El Papa tomaba heparina?

—Padecía tromboflebitis —explicó el camarlengo—. Le ponían una inyección cada día.

Rocher estaba atónito.

—Pero la heparina no es un veneno. ¿Por qué dicen los Illuminati...?

—La heparina es mortal en dosis elevadas —intervino Vittoria—. Es un poderoso anticoagulante. Una sobredosis produciría hemorragias internas generales, así como hemorragias cerebrales.

Olivetti la miró con suspicacia.

—¿Cómo lo sabe?

—Los biólogos marinos lo utilizan en mamíferos en cautividad para impedir coagulamientos de sangre debido a la falta de actividad. Hay animales que han muerto por dosificación incorrecta del fármaco. —Hizo una pausa—. Una sobredosis de heparina en un ser humano provocaría síntomas que podrían confundirse fácilmente con una apoplejía, sobre todo si no hay autopsia.

La expresión del camarlengo era de intensa preocupación.

—Signore —dijo Olivetti—, no cabe duda de que se trata de una treta de los Illuminati para conseguir publicidad. Administrar una sobredosis al Papa sería imposible. Nadie tiene acceso. Aunque mordiéramos el anzuelo y tratáramos de refutar su afirmación, ¿cómo íbamos a hacerlo? Las leyes papales prohíben la autopsia. Incluso
con
autopsia, no descubriríamos nada. Encontraríamos rastros de heparina en su cuerpo debido a las inyecciones diarias.

—Es verdad —dijo el camarlengo con sequedad—. No obstante, hay otra cosa que me preocupa. Nadie del exterior sabía que Su Santidad estaba tomando este medicamento.

Se hizo el silencio.

—Si sufrió una sobredosis de heparina —dijo Vittoria—, quedarían pruebas en su cuerpo.

Olivetti se giró en redondo hacia ella.

—Señorita Vetra, por si no me ha oído, las autopsias papales están prohibidas por la ley vaticana. ¡No vamos a profanar el cuerpo de Su Santidad abriéndole en canal, sólo porque un enemigo hace declaraciones insultantes!

Vittoria se sintió avergonzada.

—No estaba insinuando... —No había querido ser irrespetuosa—. No estaba sugiriendo que exhumaran al Papa... —No obstante, vaciló. Algo que Robert le había dicho en la Capilla Chigi pasó como un fantasma por su mente. Había comentado que los sarcófagos de los papas no se enterraban y nunca se sellaban con cemento, una regresión a los días de los faraones, cuando se pensaba que el alma del fallecido quedaba atrapada dentro del ataúd si lo sellaban y enterraban. La
gravedad
se había convertido en el mortero elegido, con tapas de ataúd que solían pesar cientos de kilos.
Técnicamente,
comprendió, sería posible...

—¿Qué
clase
de pruebas? —preguntó de repente el camarlengo.

Vittoria sintió que se le aceleraba el pulso.

—Las sobredosis de heparina pueden causar hemorragias de la mucosa bucal.

—¿Cómo?

—Las encías de la víctima sangrarían. En el post mortem, la sangre se coagula y tiñe de negro el interior de la boca.

Vittoria había visto en una ocasión una foto tomada en un acuario de Londres, donde un par de orcas habían recibido por equivocación una sobredosis de heparina de su cuidador. Las ballenas flotaban sin vida en el tanque, con la boca abierta y la lengua negra como el hollín.

El camarlengo no contestó. Se volvió y miró por la ventana.

La voz de Rocher ya no revelaba optimismo.

—Signore, si la afirmación sobre el envenenamiento es cierta...

—No es cierta —interrumpió Olivetti—. Es imposible que alguien del exterior haya tenido acceso al Papa.

—Si esa afirmación es cierta—repitió Rocher—, y nuestro Santo Padre
fue
envenenado, la búsqueda de la antimateria se vería gravemente afectada. La existencia de ese presunto asesino da a entender una infiltración mucho más profunda en el Vaticano de lo que habíamos imaginado. Si nuestra seguridad ha sido burlada hasta tal punto, puede que no encontremos el contenedor a tiempo.

Olivetti acalló a su capitán con una mirada glacial.

—Capitán, yo le diré lo que va a pasar.

—No —dijo el camarlengo, al tiempo que se volvía con brusquedad—. Yo le diré lo que va a pasar. —Miraba directamente a Olivetti—. Esto ya ha ido demasiado lejos. Dentro de veinte minutos, habré tomado una decisión acerca de la suspensión del cónclave y la evacuación del Vaticano. Mi decisión será definitiva. ¿Me he expresado con claridad?

Olivetti no parpadeó. Tampoco contestó.

El camarlengo hablaba con energía, como si contara con reservas de poder ocultas.

—Capitán Rocher, terminará el registro de las zonas blancas y me informará a mí cuando haya concluido.

Rocher asintió, al tiempo que dirigía a Olivetti una mirada de inquietud.

El camarlengo, a continuación, dio órdenes a dos guardias.

—Quiero al reportero de la BBC, el señor Glick, en este despacho de inmediato. Si los Illuminati han estado en contacto con él, quizá pueda ayudarnos. Váyanse.

Los dos soldados desaparecieron.

El camarlengo habló a los guardias restantes.

—Caballeros, esta noche no pienso permitir más pérdidas de vidas. A las diez de la noche habrán localizado a los dos cardenales restantes y capturado al monstruo responsable de estos asesinatos. ¿Lo han entendido?

—Pero, signore —arguyó el comandante Olivetti—, no tenemos ni idea de dónde...

—El señor Langdon está trabajando en eso. Parece un hombre capacitado. Tengo fe.

El camarlengo se encaminó hacia la puerta con paso decidido. Antes de salir, señaló a tres guardias.

—Vengan conmigo.

Los guardias le siguieron.

El camarlengo se detuvo en la puerta. Se volvió hacia Vittoria.

—Usted también, señorita Vetra. Le ruego que me acompañe.

Vittoria vaciló.

—¿Adónde vamos?

El camarlengo salió.

—A ver a un viejo amigo.

82

En el CERN, la secretaria Sylvie Baudeloque tenía hambre y ganas de irse a casa. Muy a su pesar, Kohler había sobrevivido a su viaje al hospital. Había telefoneado y exigido (pedido no, exigido) que Sylvie se quedara hasta bien avanzada la noche. Sin la menor explicación.

Con los años, Sylvie se había programado para hacer caso omiso de los cambios de humor de Kohler: sus silencios, su desconcertante propensión a filmar reuniones en secreto con la minicámara camuflada en su silla de ruedas. Ardía en deseos de que un día se disparara a sí mismo cuando iba a tirar al blanco en las instalaciones recreativas del CERN, pero por lo visto era muy buen tirador.

Sentada sola a su mesa, Sylvie escuchaba los rugidos de su estómago. Kohler aún no había regresado, ni le había dado más trabajo para la noche.
Estoy harta de estar sentada aquí, aburrida y muerta de
hambre,
decidió. Dejó una nota a Kohler y se encaminó al comedor del personal para tomar algo rápido.

Pero no llegó.

Cuando pasó ante las
suites de loisir
del CERN (un largo pasillo flanqueado de salones con televisores), observó que las salas estaban llenas a rebosar de empleados que, al parecer, habían abandonado la cena para ver las noticias. Algo gordo estaba pasando. Sylvie entró en el primer salón. Estaba atestado de informáticos jóvenes y chiflados. Cuando vio los titulares de la televisión, lanzó una exclamación ahogada.

Sylvie escuchó el informe, sin dar crédito a sus oídos. ¿Una antigua hermandad estaba asesinando cardenales? ¿Qué demostraba eso? ¿Su odio? ¿Su supremacía? ¿Su ignorancia?

Y aunque pareciera mentira, el ambiente que reinaba en la sala era cualquier cosa menos sombrío.

Dos jóvenes técnicos pasaron corriendo, con camisetas con la foto de Bill Gates impresa y el mensaje: «
¡Y LOS CEREBRITOS HEREDARÁN LA TIERRA!
»

—¡Los Illuminati! —gritó uno—. ¡Ya te dije que eran reales!

—¡Increíble! Yo pensaba que sólo era un juego.

—¡Han matado al Papa, tío! ¡Al
Papa
!

—¡Joder! ¿Cuántos puntos consigues con eso?

Se alejaron riendo.

Sylvie estaba estupefacta. Al ser una católica que trabajaba entre científicos, soportaba de vez en cuando exabruptos antirreligiosos, pero daba la impresión de que estos chicos se lo estaban pasando en grande con la desgracia de la Iglesia. ¿Cómo podían ser tan insensibles? ¿Por qué tanto odio?

Para Sylvie, la Iglesia siempre había sido una entidad inofensiva, un lugar de compañerismo e introspección... En ocasiones, un lugar donde cantar a pleno pulmón sin que nadie la mirara. La Iglesia documentaba las fases de su vida (funerales, bodas, bautismos, festividades) y no pedía nada a cambio. Sus hijos salían cada semana de la catequesis elevados, llenos de ideas de ayudar al prójimo y ser más amables. ¿Qué tenía de malo eso?

Nunca dejaba de asombrarle el hecho de que tantas «mentes brillantes» del CERN no llegaran a comprender la importancia de la Iglesia. ¿Creían en serio que quarks y mesones inspiraban al ser humano corriente, o que las
ecuaciones
podían sustituir la necesidad de las personas de creer en lo divino?

Sylvie, aturdida, siguió caminando por el pasillo. Todas las salas con televisión estaban ocupadas. Empezó a preguntarse por la llamada que Kohler había recibido antes del Vaticano. ¿Coincidencia? Tal vez. El Vaticano llamaba al CERN de vez en cuando como «gesto de cortesía», antes de publicar declaraciones en las que condenaba las investigaciones del CERN; en fecha muy reciente los avances del CERN en nanotecnología, un campo que la Iglesia denunciaba debido a su relación con la ingeniería genética. El CERN nunca se preocupaba. De manera invariable, pocos minutos después de las invectivas del Vaticano, el teléfono de Maximilian Kohler no paraba de sonar. Numerosas empresas que invertían en tecnología querían la licencia del nuevo descubrimiento. «No hay nada mejor que la mala prensa», decía siempre Kohler.

Sylvie se preguntó si debería llamar al busca del director, estuviera donde estuviera, y decirle que sintonizara las noticias. ¿Le interesaban? ¿Se habría enterado? Pues claro que se había enterado. Debía de estar grabando en vídeo todo el reportaje con su minicámara, sonriendo por primera vez en un año.

Cuando siguió andando, encontró por fin un salón en que los ánimos estaban más calmados... Casi podía hablarse de melancolía. Los científicos que estaban viendo el reportaje eran de los más viejos y respetados del CERN. Ni siquiera levantaron la vista cuando Sylvie entró y tomó asiento.

En el helado apartamento de Leonardo Vetra, Maximilian Kohler había terminado de leer el diario encuadernado en piel que había cogido de la mesita de noche del físico. Ahora estaba viendo los reportajes de la televisión. Al cabo de unos minutos, devolvió a su sitio el diario de Vetra, apagó la televisión y salió del apartamento.

Muy lejos, en el Vaticano, el cardenal Mortati depositó otra bandeja de votos en la chimenea de la Capilla Sixtina. Los quemó.

Segunda votación. El humo negro indicó que aún no había Papa.

83

Las linternas no podían competir con la densa negrura de la basílica de San Pedro. El vacío de la inmensa bóveda era profundo como una noche sin estrellas, y Vittoria experimentó la sensación de que un mar desolado la rodeaba. Procuraba no alejarse mucho del camarlengo y los Guardias Suizos. En lo alto, una paloma zureó y se alejó volando. Como si intuyera su inquietud, el camarlengo se rezagó y apoyó una mano sobre su hombro. El tacto le transmitió una energía tangible, como si el hombre le estuviera infundiendo por arte de magia la calma que ella necesitaba para cumplir su cometido.

¿Qué vamos a hacer?,
pensó ella.
¡Esto es una locura!
No obstante, Vittoria sabía, pese a la impiedad y el horror inevitables, que la tarea era ineludible. Las graves decisiones que afrontaba el camarlengo exigían información... información enterrada en un sarcófago de la Sagrada Gruta Vaticana. Se preguntó qué encontrarían.
¿Habían asesinado los Illuminati al Papa? ¿Llegaba tan lejos su poder? ¿Voy a ser testigo de la primera autopsia a un Papa?

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