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Authors: Dan Brown

Ángeles y Demonios (45 page)

¡En tiempos de Bernini,
recordó Langdon,
la Piazza Barberini había albergado un obelisco!
Las dudas de Langdon sobre el emplazamiento del tercer indicador se habían disipado por completo.

A una manzana de la
plaza,
Olivetti se desvió por un callejón y frenó al llegar a la mitad. Se quitó la chaqueta del traje, se arremangó y cargó su pistola.

—No podemos correr el riesgo de que nos reconozcan —dijo—. Ustedes dos salieron en la televisión. Quiero que crucen la plaza, con discreción y vigilen la entrada principal. Yo iré por detrás. —Extrajo una pistola conocida y la entregó a Langdon—. Por si acaso.

Langdon frunció el ceño. Era la segunda vez en el mismo día que le daban la pistola. La deslizó en el bolsillo del pecho. Entonces, se dio cuenta de que aún llevaba encima el folio del
Diagramma.
No podía creer que se hubiera olvidado de dejarlo en la bóveda. Imaginó al conservador del Vaticano presa de espasmos de indignación, sólo de pensar que aquel precioso papel había viajado por Roma como el plano de un turista. Después, Langdon pensó en el caos de cristales rotos y documentos diseminados que había dejado en los Archivos. El conservador tenía otros problemas.
Si es que los Archivos sobreviven
a esta noche...

Olivetti bajó del coche e indicó el callejón.

—La plaza está por ahí. Mantengan los ojos abiertos y no se dejen ver. —Dio unas palmaditas sobre el teléfono que llevaba al cinto—. Señorita Vetra, comprobemos que tenemos los respectivos números en memoria.

Vittoria sacó el móvil y tecleó el número que Olivetti y ella habían programado en el Panteón. El teléfono del comandante vibró en su cinturón.

Olivetti asintió.

—Bien. Si ven algo, quiero saberlo. —Amartilló el arma—. Les esperaré dentro. Ese monstruo es mío.

En aquel momento, muy cerca, otro móvil sonó. El hassassin contestó. —Hable.

—Soy yo, Jano —dijo la voz.

El hassassin sonrió.

—Hola, maestro.

—Es posible que hayan averiguado dónde está. Alguien se dirige a detenerle.

—Llegan tarde. Ya he tomado mis medidas.

—Bien. Procure escapar con vida. Aún queda trabajo por hacer.

—Los que se interpongan en mi camino morirán.

—Los que se interponen en su camino son inteligentes.

—¿Habla del estudioso norteamericano?

—¿Le conoce?

El hassassin lanzó una risita.

—Frío pero ingenuo. Antes habló conmigo por teléfono. Va con una mujer que parece justo lo contrarío.

El asesino tuvo una erección cuando recordó el ardiente temperamento de la hija de Leonardo Vetra.

Se hizo un breve silencio en la línea, la primera vacilación que el hassassin intuía en el maestro de los Illuminati. Por fin, Jano habló:

—Elimínelos, en caso necesario.

El asesino sonrió.

—Délo por hecho.

Sintió que una cálida impaciencia se extendía por su cuerpo.
Aunque tal vez me quede a la mujer como premio.

89

La guerra había estallado en la plaza de San Pedro.

Un frenesí agresivo se había apoderado de la plaza. Las camionetas de las televisiones tomaban posiciones como vehículos de asalto dispuestos a conquistar cabezas de playa. Los reporteros desplegaban equipos electrónicos de alta tecnología como soldados armados para la batalla. En todo el perímetro de la plaza, las cadenas se apresuraban a erigir el arma más reciente en la guerra de los medios de comunicación: visualizadores de pantalla plana.

Los visualizadores de pantalla plana eran enormes pantallas de vídeo que podían montarse sobre camionetas o andamios portátiles. Las pantallas eran como anuncios publicitarios de la cadena, que transmitía la cobertura con el logotipo sobreimpreso como en un cine al aire libre. Si la pantalla estaba bien situada (delante de la acción, por ejemplo), una cadena de la competencia no podía rodar el reportaje sin incluir un anuncio de su competidor.

La plaza se estaba transformando a toda prisa no sólo en un espectáculo multimedia, sino en una vigilia pública frenética. Los curiosos llegaban desde todas direcciones. El espacio libre, en una plaza por lo general amplísima, se estaba convirtiendo por momentos en un privilegio. La gente se apretujaba alrededor de los visualizadores, y escuchaba los reportajes en directo en un estado de nerviosismo estupefacto.

A tan sólo cien metros de distancia, dentro de los gruesos muros de la basílica de San Pedro, reinaba la serenidad. El teniente Chartrand y tres guardias más avanzaban en la oscuridad. Provistos de sus gafas infrarrojas, se desplegaron en abanico por la nave, moviendo los detectores ante ellos. Hasta el momento, el peinado de las zonas de acceso público del Vaticano no había dado frutos.

—Será mejor quitarse las gafas aquí —dijo el guardia de mayor rango.

Chartrand ya lo estaba haciendo. Se estaban acercando al Nicho de los Palios, situado justo encima de la tumba de San Pedro en el centro de la basílica. Noventa y nueve lámparas de aceite iluminaban el nicho, y los infrarrojos amplificados habrían lastimado sus ojos.

A Chartrand le gustó deshacerse de las pesadas gafas, y estiró el cuello cuando descendieron para registrar la zona. La estancia era muy hermosa, dorada y resplandeciente. Nunca antes había estado en ella.

Desde que Chartrand había llegado al Vaticano, tenía la sensación de que cada día se enteraba de un misterio nuevo. Aquellas lámparas de aceite eran uno de ellos. Había noventa y nueve lámparas ardiendo siempre. Los sacristanes se encargaban de rellenar puntualmente las lámparas con óleos sagrados para que ninguna se apagara. Se decía que arderían hasta el fin de los tiempos.

O al menos hasta medianoche,
pensó Chartrand, y sintió la boca seca de nuevo.

Chartrand dirigió su detector hacia las lámparas. No ocultaban nada. Tampoco le sorprendió. Según el vídeo, el contenedor estaba escondido en una zona a oscuras.

Cuando cruzó el nicho, llegó a una rejilla que cubría un agujero del suelo. El hueco conducía a una escalera angosta y empinada que descendía. Corrían rumores sobre lo que había en el fondo. Gracias a Dios, no tenían que bajar. Las órdenes de Rocher eran claras.
Registren sólo las zonas de acceso público.

—¿Qué es ese olor? —preguntó al tiempo que se volvía. Un aroma dulzón impregnaba el nicho.

—Emanaciones de las lámparas —contestó un soldado.

Chartrand se quedó sorprendido.

—Huele más a colonia que a queroseno.

—No es queroseno. Como las lámparas están cerca del altar papal, el aceite con que arden es una mezcla especial: etanol, azúcar, butano y perfume.


¿Butano?

Chartrand miró las lámparas con inquietud.

El guardia asintió.

—No derrame ninguna. Huelen de maravilla, pero el aceite quema como el infierno.

Los guardias habían terminado el registro del Nicho de los Palios y ya estaban en la planta principal de la basílica, cuando los
walkie-talkies
crepitaron.

Era una noticia de última hora. Los guardias escucharon sobrecogidos.

Al parecer, se habían producido novedades inquietantes que no podían comunicarse por sus transmisores, pero el camarlengo había decidido romper la tradición y entrar en el cónclave para dirigir la palabra a los cardenales. Nunca había sucedido algo semejante. Nunca, tampoco, razonó Chartrand, el Vaticano había estado sentado sobre lo que parecía ser una cabeza nuclear de última generación.

Chartrand se sintió más seguro cuando supo que el camarlengo se había hecho cargo de la situación. Ventresca era la persona del Vaticano por la que Chartrand sentía más respeto. Algunos guardias pensaban que el camarlengo era un
beato,
un fanático religioso cuyo amor por Dios bordeaba la obsesión, pero se mostraban de acuerdo en que, cuando tocara hacer frente a los enemigos de Dios, el camarlengo Ventresca sería la única persona que plantaría cara sin la menor vacilación.

Los Guardias Suizos habían visto con mucha frecuencia al camarlengo durante esta semana previa al cónclave, y todos habían comentado que el hombre parecía un poco fuera de sí, con la mirada un poco más intensa de lo habitual. No era sorprendente. No sólo era el responsable de planificar el cónclave, sino que se veía obligado a hacerlo al poco de perder a su mentor, el Papa.

Chartrand sólo llevaba unos meses en el Vaticano cuando le contaron la historia de la bomba que mató a la madre del camarlengo ante los propios ojos del niño.
Una bomba en una iglesia... y ahora
vuelve a pasar.
Por desgracia, las autoridades no habían detenido a los bastardos que habían colocado la bomba.

Un par de meses antes, en el curso de una plácida tarde, Chartrand se había topado con el camarlengo. Este se dio cuenta de que era novato, y le invitó a dar un paseo con él. No habían hablado de nada en particular, pero el camarlengo consiguió que Chartrand se sintiera enseguida como en casa.

—Padre —dijo Chartrand—, ¿me permite una pregunta rara?

El camarlengo sonrió.

—Sólo sí puedo darle una respuesta rara.

Chartrand rió.

—He preguntado a todos los sacerdotes que conozco, y aún no lo entiendo.

—¿Qué le inquieta?

El camarlengo caminaba a grandes zancadas, y la sotana se agitaba ante él a cada paso. Sus zapatos de suela de caucho parecían muy apropiados, pensó Chartrand, como un símbolo de la esencia del hombre... moderno pero humilde, con señales de estar desgastados.

Chartrand respiró hondo.

—No entiendo lo de
benévolo
y
omnipotente.

El camarlengo sonrió.

—Ha estado leyendo las Escrituras.

—Lo intento.

—Está confuso porque la Biblia describe a Dios como una deidad benévola y omnipotente.

—Exacto.

—Benévolo y omnipotente significa simplemente que Dios es todopoderoso y bienintencionado.

—Entiendo el concepto. Es que... parece que hay una contradicción.

—Sí. La contradicción es el dolor. Guerras, enfermedades, hambre...

—¡Exacto! —Chartrand sabía que el camarlengo le comprendería—. Ocurren cosas terribles en este mundo. La tragedia humana parece la prueba de que Dios no puede ser todopoderoso y bienintencionado al mismo tiempo. Si nos
ama
y cuenta con el
poder
de cambiar nuestra situación, podría ahorrarnos el dolor, ¿verdad?

El camarlengo frunció el ceño.

—¿Qué quiere decir?

Chartrand se sintió inquieto. ¿Había sobrepasado sus límites? ¿Era uno de esos temas religiosos que no se debían sacar a colación?

—Bien... Si Dios nos ama, y puede protegernos,
debería
hacerlo. 0 es omnipotente e indiferente, o benévolo e incapaz de ayudarnos.

—¿Tiene hijos, teniente?

Chartrand se ruborizó.

—No, signore.

—Imagine que tuviera un hijo de ocho años... ¿Le querría?

—Por supuesto.

—¿Haría todo cuanto estuviera en su poder por evitarle el dolor durante toda su vida?

—Por supuesto.

—¿Le dejaría utilizar un monopatín?

Chartrand reaccionó un poco tarde. El camarlengo siempre parecía estar «al día», algo poco usual en un sacerdote.

—Supongo que sí —dijo Chartrand—. Claro, le dejaría utilizar el monopatín, pero le diría que fuera con cuidado.

—Como padre de ese niño, ¿le daría un buen consejo básico, para luego dejarle marchar y cometer sus propios errores?

—No correría tras él y le mimaría, si se refiere a eso.

—Pero ¿y si se cayera y se pelara la rodilla?

—Aprendería a ser más prudente.

El camarlengo sonrió.

—Por lo tanto, aunque poseyera el poder de intervenir e impedir el dolor de su hijo, preferiría demostrarle su amor dejando que aprendiera por sí mismo, ¿verdad?

—Por supuesto. El dolor es algo inherente a la madurez. Así aprendemos.

El camarlengo asintió.

—Exacto.

90

Langdon y Vittoria observaban la Piazza Barberini desde las sombras de una pequeña callejuela situada en la esquina oeste. La iglesia estaba enfrente, una cúpula neblinosa que destacaba entre un borroso grupo de edificios. La noche había traído consigo un fresco agradable, y a Langdon le sorprendió encontrar la plaza desierta. A través de las ventanas abiertas de los pisos de la vecindad, los televisores a todo volumen recordaban a Langdon el lugar al que había acudido todo el mundo.

«... sin comentarios todavía del Vaticano... Los Illuminati asesinan a dos cardenales... Presencia satanista en Roma... Especulaciones sobre más infiltraciones...»

Las noticias se habían propagado como el incendio de Nerón. Los ojos del mundo estaban fijos en Roma. Mientras observaba la plaza y esperaba, Langdon se dio cuenta de que, pese a la invasión de edificios modernos, la plaza todavía conservaba su trazado elíptico. En lo alto, como una especie de altar moderno erigido en honor de un héroe del pasado, un enorme letrero de neón parpadeaba en el tejado de un hotel de lujo. Vittoria ya se lo había indicado a Langdon. El letrero parecía siniestramente adecuado.

HOTEL BERNINI

—Las diez menos cinco —dijo Vittoria, mientras su mirada gatuna recorría la plaza. Apenas había acabado de pronunciar las palabras cuando agarró el brazo de Langdon y le empujó hacia las sombras. Indicó el centro de la plaza.

Él siguió su mirada. Cuando lo vio, se puso tenso.

Frente a ellos, dos figuras oscuras aparecieron bajo una farola de la calle. Las dos iban tocadas con mantillas negras, como las que solían llevar las beatas. Langdon habría jurado que eran mujeres, pero no estaba seguro en la oscuridad. Una parecía mayor y caminaba como dolorida, encorvada. La otra, más grande y fuerte, la ayudaba.

—Dame la pistola —dijo Vittoria.

—No puedes...

Ágil como una gata, la joven le extrajo el arma del bolsillo una vez más. El arma centelleó en su mano. Después, en absoluto silencio, como si sus pies no tocaran los adoquines, describió un círculo hacia la izquierda en las sombras, con el fin de acercarse a la pareja por detrás. Langdon la miró fascinado. Después masculló un juramento y corrió tras ella.

La pareja se movía despacio, y Langdon y Vittoria no tardaron ni medio minuto en situarse detrás. Vittoria ocultó el arma bajo los brazos cruzados sobre su pecho, escondida pero a mano tan pronto como la necesitara. Parecía flotar cada vez más deprisa a medida que acortaban distancias, y Langdon se esforzaba por seguirla. Cuando sus pies golpearon una piedra que salió rebotada sobre los adoquines, Vittoria le miró de soslayo, pero la pareja no pareció oírlos. Las dos figuras siguieron caminando.

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