Ángeles y Demonios (49 page)

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Authors: Dan Brown

Y frío.

Primero entró en contacto con la superficie líquida, y luego se hundió en una negrura angosta. Dio unas cuantas vueltas de campana, desorientado, tanteó las paredes que le rodeaban por todas partes. Como por instinto, emergió a la superficie.

Luz.

Tenue. Sobre él. A kilómetros de distancia, pensó.

Sus brazos acuchillaron el agua, buscaron algo a qué aferrarse. Sólo
piedra resbaladiza. Había caído en un pozo abandonado. Pidió ayuda, pero sus gritos resonaron en las paredes del pozo. Repitió la llamada, una y otra vez. En lo alto, el hueco se iba oscureciendo.

La noche cayó.

Dio la impresión de que el tiempo se retorcía en la oscuridad. Se sentía cada vez más aturdido, mientras chapoteaba en el agua y pedía auxilio. Estaba atormentado por visiones de las paredes, que se derrumbaban y le sepultaban. Le dolían los brazos a causa del cansancio. En algunos momentos, creyó oír voces. Gritó, pero su voz sonaba apagada... como en un sueño.

A medida que avanzaba la noche, el pozo se hacía más profundo. Las paredes se iban estrechando centímetro a centímetro. El niño opuso resistencia. Después, agotado, tuvo ganas de rendirse. No obstante,
sintió que el agua le daba ánimos, enfriaba sus temores hasta dejarle entumecido.

Cuando llegó el equipo de rescate, encontraron al niño apenas consciente. Hacía cinco horas que flotaba en el agua. Dos días después, el
Boston Globe
publicó un artículo en primera plana titulado «El pequeño nadador que venció».

97

El hassassin sonrió cuando detuvo la furgoneta delante del enorme edificio que dominaba el río Tíber. Cargó con su presa escaleras arriba, agradecido de que estuviera inconsciente.

Llegó a la puerta.

La Iglesia de la Iluminación,
se regocijó.
El antiguo lugar de encuentro de los Illuminati. ¿ Quién habría imaginado poder estar aquí?

Depositó a Vittoria sobre un mullido diván. Después, le sujetó las manos a la espalda y ató sus pies. Sabía que su deseo tendría que esperar a que hubiera finalizado su tarea.
Agua.

De todos modos, pensó, podía permitirse un momento de placer. Se arrodilló a su lado y recorrió su muslo con la mano. Era suave. Más arriba. Sus dedos oscuros se deslizaron bajo los
shorts
de la joven. Más arriba.

Se detuvo.
Paciencia,
se dijo, muy excitado.
Nos queda trabajo
por hacer.

Salió un momento al balcón de piedra de la cámara. La brisa de la noche calmó sus ardores. Abajo, el Tíber descendía bravío. Alzó los ojos hasta la cúpula de San Pedro, a un kilómetro y medio de distancia, desnuda bajo el resplandor de centenares de focos de las televisiones.

—Vuestra hora final —dijo en voz alta, mientras imaginaba los miles de musulmanes asesinados durante las Cruzadas—. A medianoche os reuniréis con vuestro Dios.

La mujer se agitó a su espalda. El hassassin se volvió. Por un momento, sopesó la posibilidad de permitir que se despertara. Ver terror en los ojos de una mujer era el afrodisíaco supremo.

Optó por la prudencia. Sería mejor que continuara inconsciente durante su ausencia. Aunque estaba atada y no podía escapar, el hassassin no quería regresar y encontrarla agotada debido a sus esfuerzos por escapar.
Quiero que reserves tus fuerzas... para mí.

Le alzó un poco la cabeza, colocó la palma de la mano bajo su cuello y localizó la oquedad que había en la base de su cráneo. Había utilizado aquel punto en incontables ocasiones. Hundió el pulgar con mucha fuerza en el blando cartílago y sintió que se hundía. La mujer se derrumbó al instante.
Veinte minutos,
pensó. Sería la excitante conclusión de un día perfecto. Después de que le hubiera servido y muerto en el cumplimiento de su deber, saldría al balcón y contemplaría los fuegos artificiales que estallarían en el Vaticano a medianoche.

Dejó a su presa inconsciente en el sofá y bajó a una mazmorra iluminada por antorchas. La tarea final. Se acercó a la mesa y rindió homenaje a los sagrados moldes metálicos que habían dejado a su disposición.

Agua.
Era el último paso.

Con una de las antorchas de la pared, como había hecho ya en tres ocasiones, calentó la cara de uno de los moldes que mostraba unos signos en relieve. Cuando la cara del molde estuvo al rojo vivo, se dirigió la celda.

Dentro, un hombre se erguía en silencio. Viejo y solo.

—Cardenal Baggia —siseó el asesino—. ¿Ya ha rezado?

Los ojos del italiano no demostraron miedo.

—Sólo por tu alma.

98

Los seis bomberos que acudieron a sofocar al incendio de la iglesia de Santa Maria della Vittoria extinguieron la hoguera con gas halón. El agua era más barata, pero el vapor que creaba habría estropeado los frescos de la capilla, y el Vaticano pagaba un premio elevado a los
pompieri
de Roma para que trataran con prudencia y rapidez los edificios pertenecientes a la Iglesia.

Los
pompieri,
por la naturaleza de su trabajo, presenciaban tragedias casi a diario, pero ninguno olvidaría lo sucedido en esta iglesia. La escena, una mezcla de crucifixión, ahorcamiento y ejecución en la hoguera, parecía inspirada en una pesadilla de novela gótica.

Por desgracia, la prensa, como de costumbre, había llegado antes que los bomberos. Habían rodado muchos metros de cinta antes de que los
pompieri
controlaran la situación en el interior de la iglesia. Cuando bajaron por fin a la víctima y la depositaron en el suelo, no había duda de quién era el hombre.


Cardinale Guidera
—susurró uno—.
Di Barcellona.

La víctima estaba desnuda. La parte inferior de su cuerpo estaba carbonizada, y manaba sangre de unas heridas abiertas en sus muslos. Las tibias estaban al descubierto. Un bombero vomitó. Otro salió a respirar aire puro.

No obstante, el verdadero horror era el símbolo marcado a fuego en el pecho del cardenal. El jefe del grupo caminó alrededor del cuerpo, aterrorizado.
Lavoro del diavolo,
se dijo.
El responsable es el
mismísimo Satanás.
Se persignó por primera vez desde la infancia.


Un' altro corpo!
—gritó alguien. Un bombero había descubierto otro cadáver.

La segunda víctima era un hombre al que el jefe de bomberos reconoció de inmediato. El austero comandante de la Guardia Suiza era un hombre por el que pocos agentes de la ley sentían afecto. El jefe llamó al Vaticano, pero todas las líneas estaban ocupadas. Sabía que daba igual. La Guardia Suiza se enteraría por la televisión en cuestión de minutos.

Mientras el jefe inspeccionaba los daños e intentaba imaginar lo sucedido en la iglesia, vio un nicho acribillado a balazos. Un ataúd había resbalado de sus apoyos y volcado, como si alguien lo hubiera empujado.
Que se ocupen la policía y la Santa Sede,
pensó el jefe, y dio media vuelta.

Entonces, se detuvo. Oyó un sonido procedente del ataúd. Era un ruido que a ningún bombero le hacía gracia oír.


Bomba!
—gritó—.
Tutti fuori!

Cuando llegaron los artificieros y apartaron el ataúd, descubrieron la fuente del pitido electrónico. Contemplaron la escena, confusos.


Médico!
—gritó alguien por fin—.
Medico!

99

—¿Saben algo de Olivetti? —preguntó el camarlengo, agotado, mientras Rocher le acompañaba de vuelta de la Capilla Sixtina al despacho del Papa.

—No, signore. Temo lo peor.

Cuando llegaron al despacho del Papa, el camarlengo habló con voz grave.

—Capitán, esta noche no puedo hacer nada más. Temo que ya me he excedido. Voy al despacho a rezar. No deseo ser molestado. Lo demás está en manos de Dios.

—Sí, signore.

—Se está haciendo tarde, capitán. Que encuentren pronto el contenedor.

—Nuestro registro continúa. —Rocher vaciló—. Eso demuestra que el arma está muy bien escondida.

El camarlengo se encogió, como incapaz de pensar en ello.

—Sí. A las once y cuarto en punto, si no lo han encontrado, quiero que evacuen a los cardenales. Deposito su seguridad en sus manos. Sólo pido una cosa. Que salgan de aquí con dignidad. Que permanezcan con la multitud en la plaza de San Pedro. No quiero que la última imagen de esta Iglesia sea un grupo de viejos aterrorizados huyendo por una puerta trasera.

—Muy bien, signore. ¿Y usted? ¿Vengo a buscarle a las once y cuarto también?

—No será necesario.

—¿Signore?

—Me iré cuando lo crea conveniente.

Rocher se preguntó si el camarlengo pretendía hundirse con el barco.

El sacerdote abrió la puerta del despacho del Papa y entró.

—En realidad... —Se volvió—. Una cosa más.

—¿Signore?

—Parece que hace frío en el despacho esta noche. Estoy temblando.

—La calefacción eléctrica está desconectada. Deje que encienda la chimenea.

El camarlengo sonrió, cansado.

—Gracias. Muchísimas gracias.

Rocher salió del despacho del Papa, donde había dejado al camarlengo rezando a la luz del fuego de la chimenea, delante de una pequeña estatua de la Virgen María. La escena era escalofriante. Una sombra negra arrodillada en el resplandor oscilante. Cuando avanzó por el pasillo, apareció un guardia, que corría hacia él. Incluso a la luz de las velas, Rocher reconoció al teniente Chartrand. Joven, bisoño y entusiasta.

—Capitán —dijo Chartrand, y le acercó un móvil—, creo que el discurso del camarlengo ha obrado efecto. La persona que llama dice que posee información capaz de ayudarnos. Telefoneó desde una de las extensiones privadas del Vaticano. No tengo ni idea de cómo consiguió el número.

Rocher se detuvo.

—¿Qué?

—Sólo hablará con el oficial de mayor graduación.

—¿Sabemos algo de Olivetti?

—No, señor.

Rocher tomó el aparato.

—Soy el capitán Rocher, el oficial de mayor graduación en este momento.

—Rocher —dijo la voz—, le explicaré quién soy. Después le diré qué va a hacer a continuación.

Cuando el desconocido dejó de hablar y colgó, Rocher se quedó estupefacto. Ahora sabía de quién recibía órdenes.

En el CERN, Sylvie Baudeloque intentaba tomar nota de todas las solicitudes de patente que recibía el buzón de voz de Kohler. Cuando la línea privada del escritorio del director empezó a sonar, Sylvie pegó un bote. Nadie tenía aquel número. Contestó.

—¿Sí?

—Señorita Baudeloque, soy el director Kohler. Póngase en contacto con mi piloto. Mi avión ha de estar preparado dentro de cinco minutos.

100

Robert Langdon no tenía ni idea de dónde estaba, ni cuánto tiempo llevaba inconsciente, cuando abrió los ojos y se encontró mirando los frescos de una cúpula. El lugar estaba lleno de humo. Algo cubría su boca. Una mascarilla de oxígeno. Se la quitó. Un terrible olor invadía la habitación, como a carne quemada.

Langdon se encogió al sentir el dolor de cabeza. Intentó incorporarse. Un hombre vestido de blanco estaba arrodillado a su lado.


Riposati!
—dijo el hombre, al tiempo que ayudaba a Langdon a recostarse—.
Sono il paramedico.

Langdon obedeció, mientras su cabeza daba vueltas como el humo.
¿Qué demonios ha pasado?
El pánico se apoderó de su mente.


Topo salvatore
—dijo el paramedico—. Ratón... salvador...

Langdon se sintió todavía más confuso.
¿Ratón salvador?

El hombre señaló el reloj de Mickey Mouse que Langdon llevaba en la muñeca. Langdon empezó a pensar con mayor claridad. Recordó que había puesto la alarma. Mientras contemplaba con aire ausente la esfera, también se fijó en la hora: las diez y veintiocho minutos.

Se incorporó al instante.

Después lo recordó todo.

Langdon se encontraba cerca del altar principal, junto con el jefe de bomberos y algunos de sus hombres. Le habían asediado a preguntas.

Él no escuchaba; también se hacía un gran número de preguntas. Le dolía todo el cuerpo, pero sabía que necesitaba actuar sin más dilación.

Un bombero se acercó a Langdon.

—He vuelto a comprobarlo, señor. Los únicos cuerpos que hemos encontrado son los del cardenal Guidera y el comandante de la Guardia Suiza. No hay rastro de ninguna mujer.


Grazie
—contestó Langdon, sin saber si debía sentirse aliviado o aterrorizado. Sabía que había visto a Vittoria inconsciente en el suelo. La joven había desaparecido. La única explicación que se le ocurría no le tranquilizaba. El asesino no había sido nada sutil por teléfono.
Una mujer de carácter. Estoy excitado. Tal vez antes de que termine la noche, te encontraré. Y cuando lo haga...

Langdon paseó la vista a su alrededor.

—¿Dónde está la Guardia Suiza?

—Aún no se ha restablecido el contacto. Las líneas del Vaticano están saturadas.

Langdon se sintió abrumado y solo. Olivetti había muerto. El cardenal también. Vittoria había desaparecido. Media hora de su vida se había desvanecido en un abrir y cerrar de ojos.

Oyó que la prensa estaba rodeando la iglesia. Sospechaba que las televisiones no tardarían en retransmitir escenas de la horrible muerte del cardenal, si es que no había sucedido ya. Langdon confió en que el camarlengo hubiera aceptado la derrota y tomado las riendas de la situación.
¡Evacuad el maldito Vaticano! ¡Basta de jueguecitos!
¡Hemos perdido!

Langdon tomó conciencia de repente de que todos los estímulos que le habían impulsado (ayudar a salvar el Vaticano, rescatar a los cuatro cardenales, plantar cara a la hermandad que había estudiado durante años) habían desaparecido de su mente. La guerra estaba perdida. Un nuevo impulso le espoleaba. Era sencillo. Primigenio.

Encontrar a Vittoria.

En su fuero interno experimentaba un vacío inesperado. Langdon había oído con frecuencia que situaciones difíciles podían unir a dos personas de una forma que no conseguirían décadas de vida en común. Ahora lo creía. En ausencia de Vittoria, sentía algo que no había experimentado en años. Soledad. El dolor le dio fuerzas.

Langdon apartó todo lo demás de su mente y empezó a concentrarse. Rezó para que el asesino se ocupara de la tarea que le habían encomendado antes que del placer. De lo contrario, sabía que era demasiado tarde.
No,
se dijo,
tienes tiempo.
Al secuestrador de Vittoria aún le quedaba trabajo por hacer. Tenía que emerger a la superficie por última vez antes de desaparecer para siempre.

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