Ángeles y Demonios (53 page)

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Authors: Dan Brown

Langdon entrevió un destello de esperanza, dio la vuelta a la fuente una vez más y estudió los cuatro lados del obelisco. Tardó dos minutos, y cuando llegó al final de la última cara, perdió toda esperanza. No había advertido nada peculiar en los jeroglíficos. Ningún ángel.

Langdon consultó su reloj. Eran las once en punto. No sabía si el tiempo volaba o se arrastraba. Imágenes de Vittoria y el hassassin empezaron a remolinear en su mente, mientras rodeaba la fuente, cada vez más frustrado. Cansado hasta lo indecible, Langdon nuevamente pensó que iba a derrumbarse. Echó la cabeza hacia atrás y se dispuso a lanzar un grito.

El sonido murió en su garganta.

Langdon estaba mirando el extremo del obelisco. Antes había visto, y descartado, el objeto posado sobre él. Ahora, no obstante, le dejó paralizado. No era un ángel. Ni mucho menos. En realidad, no lo había asimilado como parte de la fuente de Bernini. Pensaba que era un ser vivo, un carroñero más de la ciudad, posado sobre una torre alta.

Un pichón.

Langdon contempló el objeto, con la visión borrosa debido a la niebla. Era un pichón, ¿verdad? Veía con claridad la cabeza y el pico silueteados contra un trozo de cielo estrellado. Sin embargo, el ave no se había movido desde la llegada de Langdon, pese al ruido de la lucha. Su postura era exactamente la misma de antes. Posada en la punta del obelisco, estaba encarada hacia el oeste.

Langdon hundió la mano en el agua y sacó un puñado de monedas. Las lanzó hacia donde estaba el pichón. Rebotaron cerca de la punta del obelisco de granito. El ave no se movió. Langdon probó de nuevo. Esta vez, una de las monedas alcanzó la señal. Un débil sonido metálico resonó en la plaza.

El maldito pichón era de bronce.

Estás buscando un ángel, no un pichón,
le recordó una voz. Pero era demasiado tarde. Langdon había establecido la relación. Comprendió que el ave no era un pichón.

Era una paloma.

Apenas consciente de sus actos, se dirigió chapoteando hacia el centro de la fuente y empezó a escalar el monumento. A mitad de la base del obelisco, emergió de la niebla y vio con claridad la cabeza del ave.

No cabía duda. Era una paloma. El color engañosamente oscuro del ave era el resultado de la contaminación de Roma, que había ensuciado el bronce original. Entonces, captó el significado. Antes había visto un par de palomas en el Panteón. Un par de palomas carecían de significado. Sin embargo, esta paloma estaba sola.

La paloma solitaria es el símbolo pagano del Ángel de la Paz.

La verdad casi impulsó a Langdon hasta la punta del obelisco. Bernini había elegido el símbolo
pagano
del ángel para poder disimularlo en una fuente pagana.
Que ángeles guíen tu búsqueda. ¡La paloma es un ángel!
A Langdon no se le ocurrió una base más elevada para el indicador final de los Illuminati que la punta de este obelisco.

El ave estaba mirando al oeste. Langdon intentó seguir su mirada, pero no podía ver por encima de los edificios. Subió un poco más. De repente, una cita de San Gregorio Nicianceno, doctor de la Iglesia y patriarca de Constantinopla, le vino a la mente.
Cuando el alma se
esclarece... adopta la hermosa forma de una paloma.

Langdon continuó trepando. Hacia la paloma. Llegó a la plataforma sobre la cual se alzaba el obelisco, y ya no pudo subir más. En cuanto miró a su alrededor, se dio cuenta de que no era necesario. Toda Roma se extendía ante él. La panorámica era sorprendente.

A su izquierda, los focos caóticos de las televisiones rodeaban la plaza de San Pedro. A su derecha, la cúpula humeante de Santa Maria della Vittoria. Delante de él, a lo lejos, la Piazza del Popolo. A su espaldas, el cuarto y último punto. Una cruz de obeliscos gigantesca.

Langdon, tembloroso, miró hacia la paloma. Se volvió de cara a la dirección adecuada, y después dirigió la vista hacia el horizonte.

Lo vio al instante.

Tan evidente. Tan claro. Tan engañosamente sencillo.

Langdon no podía creer que la guarida de los Illuminati hubiera permanecido oculta durante tantos años. Tuvo la impresión de que toda la ciudad se desvanecía cuando miró el monstruoso edificio de piedra que se alzaba al otro lado del río. Era uno de los más famosos de Roma. Se erguía a orillas del Tíber, contiguo en diagonal al Vaticano. La geometría del edificio era austera, un castillo circular en el interior de una fortaleza cuadrada, y al otro lado de los muros, rodeando toda la estructura, un parque pentagonal.

Las antiguas murallas estaban iluminadas por suaves focos. En lo alto del castillo se veía un gigantesco ángel de bronce. El ángel señalaba con su espada el centro exacto del castillo. Como si no fuera suficiente, en dirección a la entrada principal del castillo, destacaba el famoso puente Sant'Angelo.... una vía de acceso adornada con doce ángeles altísimos tallados por el mismísimo Bernini.

Langdon se dio cuenta de que la cruz de obeliscos de Bernini indicaba la fortaleza con el estilo típico de los Illuminati: el brazo central de la cruz pasaba por el centro del puente del castillo, al cual dividía en dos mitades iguales.

Langdon recuperó su chaqueta, manteniéndola alejada de su cuerpo mojado. Después, subió al coche robado, pisó el acelerador y se alejó en la noche.

106

El coche de Langdon atravesaba Roma a toda velocidad. Eran las once y siete minutos de la noche. Al acelerar en Lungotevere di Tor Di Nona, paralelo al río, Langdon vio que su destino se alzaba como una montaña a su derecha.

Castel Sant'Angelo.
El Castillo del Ángel.

Sin previo aviso, apareció la desviación hacia el estrecho puente de Sant'Angelo. Langdon pisó el freno y dio un volantazo. Lo hizo a tiempo, pero el puente estaba cerrado al tráfico. Patinó tres metros y chocó contra una serie de pilares de cemento que bloqueaban el camino. Había olvidado que, con el fin de conservarlo, el puente era ahora zona peatonal.

Langdon, tembloroso, salió del coche abollado, arrepentido de no haber elegido otra ruta. Estaba helado, debido a su inmersión en la fuente. Se puso la chaqueta sobre la camisa empapada, agradecido por el forro doble. El folio del
Diagramma
se conservaría seco. Cansado y dolorido, se dirigió corriendo a la fortaleza.

A ambos lados del puente, como una escolta, le custodiaban ángeles de Bernini, los cuales le guiaban hacia su destino final.
Que ángeles guíen tu búsqueda.
Daba la impresión de que el castillo aumentaba de altura a medida que avanzaba, un pico inexpugnable, más aterrador que el de San Pedro. Mientras se acercaba a la fortaleza se desplegaba ante su vista la cumbre circular del castillo, donde se elevaba un ángel gigantesco que blandía una espada.

El castillo parecía desierto.

Langdon sabía que, a lo largo de los siglos, el Vaticano había utilizado el edificio como tumba, fortaleza, escondrijo papal, prisión para los enemigos de la Iglesia y museo. Por lo visto, el castillo albergaba también a otros inquilinos: los Illuminati. Lo cual tenía un siniestro sentido. Aunque el castillo era propiedad del Vaticano, sólo se utilizaba de vez en cuando, y Bernini se había encargado de dirigir numerosas obras de restauración. Se rumoreaba que el edificio estaba plagado de entradas disimuladas, pasadizos y cámaras secretas. Langdon no dudaba de que el ángel y el parque pentagonal también eran obra de Bernini.

Cuando llegó ante las gigantescas puertas dobles del castillo, las empujó con fuerza. No cedieron, como cabía esperar. Dos aldabas de hierro colgaban a la altura de los ojos. Langdon retrocedió, y su mirada ascendió por la muralla exterior. Estos baluartes habían resistido los asedios de bereberes, paganos y moros. Presintió que sus probabilidades de penetrar en la fortaleza eran escasas.

Vittoria,
pensó Langdon.
¿Estás ahí?

Langdon corrió alrededor del muro exterior.
¡Tiene que haber
otra entrada!

Después de rodear el segundo baluarte en dirección oeste, llegó sin aliento a un pequeño aparcamiento situado frente a Lungotevere di Angelo. Encontró en este muro una segunda entrada, una especie de puente levadizo subido y cerrado. Langdon miró hacia arriba.

Las únicas luces del castillo eran los focos que iluminaban la fachada. Todas las ventanas diminutas estaban a oscuras. La mirada de Langdon ascendió un poco más. En el punto más alto de la torre central, a treinta metros de altura, justo debajo de la espada del ángel, sobresalía un balcón. Daba la impresión de que el parapeto brillaba un poco, como si la habitación estuviera iluminada con antorchas. Langdon tembló de repente. ¿Una sombra? Esperó. Después, volvió a verla. Un escalofrío recorrió su espina dorsal.
¡Hay alguien ahí arriba!

—¡Vittoria! —gritó, incapaz de contenerse, pero el fragor del Tíber ahogó su voz. Caminó en círculo, mientras se preguntaba dónde estaba la Guardia Suiza. ¿Acaso no habían oído su mensaje?

Un camión de una televisión estaba estacionado al otro lado del aparcamiento. Langdon corrió hacia él. Un hombre barrigudo con auriculares estaba sentado en la cabina, manipulando palancas. Langdon llamó con los nudillos en el costado de la camioneta. El hombre pegó un bote, vio las ropas mojadas de Langdon y se quitó los auriculares.

—¿Qué pasa, tío? —preguntó con acento australiano.

—Necesito que me prestes tu teléfono.

Langdon estaba fuera de sí.

El hombre se encogió de hombros.

—No hay tono de marcar. He estado probando toda la noche. Las líneas están saturadas.

Langdon maldijo en voz alta.

—¿Has visto entrar a alguien?

Señaló hacia el puente levadizo.

—Ya lo creo. Una furgoneta negra ha estado entrando y saliendo toda la noche.

A Langdon se le hizo un nudo en la boca del estómago.

—Bastardo afortunado —dijo el australiano, echando un vistazo a lo alto de la torre. Después frunció el ceño en dirección al Vaticano, parcialmente tapado desde donde estaban—. Apuesto a que la vista desde allí arriba es perfecta. No pude abrirme paso entre el tráfico que iba a San Pedro, de modo que estoy rodando desde aquí.

Langdon no estaba escuchando, sino barajando alternativas.

—¿Crees que este Buen Samaritano de la Undécima Hora es real? —preguntó el australiano.

Langdon se volvió.

—¿Cómo?

—¿No te has enterado? El capitán de la Guardia Suiza recibió una llamada de alguien que afirma poseer información de primera mano. El tipo está a punto de llegar en avión. Sólo sé que si salva la situación... ¡los índices de audiencia subirán como la espuma!

El hombre rió.

Langdon se sintió confuso de repente. ¿Un buen samaritano que venía a prestar su ayuda? ¿Sabía esa persona dónde estaba la antimateria? En tal caso, ¿por qué no se lo decía a la Guardia Suiza? ¿Por qué venía en persona? Se le antojó extraño, pero no tenía tiempo para pensar en ello.

—Eh —dijo el australiano, al tiempo que examinaba a Langdon con más detenimiento—, ¿no eres tú el tío que vi en la tele? ¿El que intentó salvar al cardenal en la plaza de San Pedro?

Langdon no contestó. Sus ojos se habían clavado de repente en un aparato que destacaba sobre el techo del camión: una antena para emisión y recepción vía satélite fijada al extremo de un brazo telescópico. Langdon miró el castillo de nuevo. La muralla exterior medía unos quince metros de altura. La fortaleza interior era todavía más alta. Una disposición defensiva en capas. Desde aquí, la cúspide era imposiblemente alta, pero si podía salvar la primera muralla...

Langdon se volvió hacia el periodista y señaló el brazo telescópico de la antena.

—¿Cuánta altura alcanza eso?

—¿Eh? —El hombre parecía confuso—. Unos quince metros. ¿Por qué?

—Mueve el camión. Apárcalo al lado de la muralla. Necesito ayuda.

—¿De qué estás hablando?

Langdon se lo explicó.

El australiano no se lo podía creer.

—¿Estás loco? Ese brazo telescópico cuesta doscientos mil dólares. ¡No es una escalerilla!

—¿Quieres índices de audiencia? Tengo una información que te alegrará el día.

Langdon estaba desesperado.

—¿Una información valorada en doscientos de los grandes?

Langdon le dijo lo que le revelaría a cambio del favor.

Un minuto y medio después, Robert Langdon colgaba del extremo del brazo telescópico, agitado por la brisa a quince metros del suelo. Se abrazó al primer baluarte, se izó sobre la muralla y saltó sobre el bastión inferior del castillo.

—¡Cumple tu trato! —gritó el australiano—. ¿Dónde está ese tipo?

Langdon se sintió culpable por revelar aquella información, pero un trato era un trato. Además, era muy probable que el hassassin llamara a la prensa.

—Piazza Navona —gritó Langdon—. En la fuente.

El australiano bajó la antena y salió a toda mecha tras la exclusiva de su vida.

En una cámara de piedra que dominaba la ciudad, el hassassin se quitó las botas empapadas y se vendó el dedo herido. Sentía dolor, pero no tanto como para no poder gozar.

Se volvió hacia su presa.

Estaba en un rincón de la estancia, tendida sobre un rudimentario diván, con las manos atadas a la espalda y amordazada. El hassassin avanzó hacia ella. Ya se había despertado. Esto le complació. Ante su sorpresa, en lugar de miedo, vio fuego en sus ojos.

Ya vendrá el miedo.

107

Robert Langdon rodeó el baluarte exterior del castillo, agradecido por la luz de los focos. Mientras corría junto a la muralla, vio el patio, que se le antojó un museo de antiguas guerras: catapultas, pilas de balas de cañón de mármol y un arsenal de temibles artilugios. Algunas secciones del castillo estaban abiertas a los turistas durante el día, y el patio había sido restaurado hasta recuperar parte de su aspecto original.

La mirada de Langdon atravesó el patio y se detuvo en el núcleo central de la fortaleza, que se elevaba treinta y dos metros hasta el ángel de bronce. El balcón de lo alto estaba iluminado desde dentro. Langdon quiso gritar, pero se contuvo. Tendría que encontrar una manera de entrar.

Consultó su reloj.

Las once y doce minutos.

Bajó al patio por la rampa de piedra pegada a la pared. Corrió entre las sombras, dando la vuelta a la fortaleza en el sentido de las agujas del reloj. Pasó junto a tres pórticos, pero todos estaban cerrados.
¿Cómo había entrado el hassassin?
Langdon continuó. Dejó atrás dos entradas modernas, pero ambas estaban cerradas desde fuera.
Aquí no es.
Siguió corriendo.

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