Ángeles y Demonios (64 page)

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Authors: Dan Brown

—¡Ya!

Todos intercambiaron miradas de perplejidad.

—No tenemos ropa —dijo el médico—. A lo mejor mañana un amigo podrá traerle algo.

Langdon respiró hondo y miró fijamente al médico.

—Doctor Jacobus, voy a salir de aquí ahora mismo. Necesito ropa. Me marcho al Vaticano. No se puede entrar en el Vaticano con el culo al aire. ¿Me he expresado con claridad?

El doctor Jacobus tragó saliva.

—Traigan ropa a este hombre.

Cuando Langdon salió cojeando del hospital Tiberina, se sintió como un
boy scout
crecido. Iba cubierto con un mono de paramédico azul, cerrado con cremallera por la parte delantera y adornado con distintivos de tela que, al parecer, pregonaban sus numerosas cualificaciones.

La mujer que le acompañaba era corpulenta y llevaba una vestimenta similar. El médico había asegurado a Langdon que le conduciría al Vaticano en un tiempo récord.


Molto traffico
—dijo Langdon, para recordar a la mujer que la zona limítrofe con el Vaticano estaba atestada de coches y gente.

La mujer aparentaba la indiferencia más absoluta. Señaló con orgullo uno de sus distintivos.


Sonó conducente di ambulanza.


Ambulanza?

Eso lo explicaba todo. Langdon pensó que no le iría nada mal un paseo en ambulancia.

La mujer le guió hasta el otro lado del edificio. Su vehículo los estaba esperando sobre un muelle de cemento. Cuando Langdon vio el vehículo, paró en seco. Era un antiguo helicóptero de urgencias médicas. En el fuselaje se leía
Aero-Ambulanza.

Inclinó la cabeza.

La mujer sonrió.

—Volaremos al Vaticano. Llegaremos enseguida.

128

Los miembros del Colegio Cardenalicio volvieron a la Capilla Sixtina entusiasmados. Pero Mortati, por su parte, era presa de una confusión cada vez mayor. Creía en los antiguos milagros de las Escrituras, pero no comprendía del todo lo que acababa de presenciar. Después de toda una vida de devoción, setenta y nueve años, sabía que estos acontecimientos deberían inspirar en él una devota euforia, una fe viva y ferviente... No obstante, sólo experimentaba una inquietud creciente. Había algo que no encajaba.

—¡Signore Mortati! —gritó un Guardia Suizo, que corría por el pasillo hacia él—. Hemos subido al tejado, tal como nos pidió. Es el camarlengo... ¡En carne y hueso! ¡Es un hombre de verdad! ¡No es un espíritu! ¡Está tal como le conocíamos! —¿Habló con usted?

—¡Está rezando de rodillas! ¡Tuvimos miedo de tocarle! Mortati estaba perplejo.

—Dígale que... los cardenales están esperando. —Signore, como es un hombre...

El guardia vaciló.

—¿Qué?

—Tiene una marca en el pecho. ¿Hemos de vendar sus heridas? Deben dolerle mucho.

Mortati meditó. Nada le había preparado en toda su vida de servicio para esta situación.

—Es un hombre, de modo que trátenle como a un hombre. Báñenle. Venden sus heridas. Vístanle con ropas limpias. Esperamos su llegada a la Capilla Sixtina.

El guardia se fue corriendo.

Mortati se encaminó a la capilla. Los demás cardenales ya habían entrado. Mientras atravesaba el pasillo que conducía a la capilla vio a Vittoria Vetra derrumbada en un banco. Intuyó su dolor y soledad por la pérdida de su padre y de Langdon, y quiso acercarse a consolarla, pero sabía que tendría que esperar. Le aguardaba trabajo, aunque no tenía ni idea de qué clase.

Mortati entró en la capilla. Reinaba un gran júbilo. Cerró la puerta.
Que Dios me ayude.

La
Aero-Ambulanza
del hospital Tiberina describió un círculo detrás del Vaticano, y Langdon apretó los dientes. Juró por Dios que éste era su último viaje en helicóptero.

Después de convencer a la piloto de que las normas que regían el espacio aéreo del Vaticano eran en este momento la última preocupación de la Santa Sede, la guió sin que los vieran hacia la muralla posterior, y aterrizaron en el helipuerto.


Grazie
—dijo mientras bajaba con un penoso esfuerzo. Ella le envió un beso con los dedos, despegó a toda prisa y desapareció en la noche.

Langdon exhaló un suspiro, intentó aclarar sus ideas, confiado en que iba a hacer lo que debía. Con la minicámara en la mano, subió al mismo carrito de golf en el que se había desplazado horas antes. No habían recargado la batería y el indicador de la misma indicaba que estaba casi descargada. Langdon condujo sin luces para ahorrar energía.

También prefería que nadie le viera llegar.

El cardenal Mortati contempló con asombro el tumulto que tenía lugar en el interior de la Capilla Sixtina.

—¡Fue un milagro! —gritó un cardenal—. ¡Obra de Dios!

—¡Sí! —exclamaron otros al unísono—. ¡Dios ha manifestado Su voluntad!

—¡El camarlengo será nuestro Papa! —gritó otro—. ¡No es cardenal, pero Dios nos ha enviado una señal milagrosa!

—¡Sí! —coreó un tercero—. Las leyes del cónclave son leyes humanas. ¡Dios ha manifestado su voluntad! ¡Solicito que se celebre una votación de inmediato!

—¿Una votación? —preguntó Mortati, y avanzó hacia ellos—. Creo que ése es
mi
trabajo.

Todo el mundo se volvió.

Los cardenales estudiaron a Mortati. Parecían confusos, ofendidos por su serenidad. El anhelaba que su corazón se regocijara con la milagrosa exaltación que veía en las caras que le rodeaban. Pero no era así. Sentía un dolor inexplicable en el alma, una tristeza que no podía argumentar. Había jurado guiar este procedimiento con pureza de corazón, pero no podía negar esta vacilación.

—Amigos míos —dijo Mortati, mientras caminaba en dirección al altar. No reconoció su voz—. Sospecho que me esforzaré el resto de mis días por comprender el significado de lo que he presenciado esta noche. No obstante, lo que estáis sugiriendo en relación con el camarlengo... no puede ser la voluntad de Dios.

Se hizo el silencio en la sala.

—¿Cómo puedes decir eso? —preguntó por fin un cardenal—. El camarlengo salvó a la Iglesia. ¡Dios le habló sin intermediarios! ¡Ese hombre ha sobrevivido a la muerte! ¿Qué más señales necesitamos?

—El camarlengo vendrá dentro de unos minutos —dijo Mortati—. Esperemos. Oigámosle antes de votar. Tiene que haber una explicación.

—¿Una explicación?

—Como Gran Elector, he jurado defender las leyes del cónclave. Sabéis sin duda que por la Sagrada Ley el camarlengo no puede ser elegido para el papado. No es cardenal. Es un sacerdote. Además, no tiene la edad reglamentaria. —Mortati vio que las miradas se endurecían—. Si permitiera la votación, os pediría que dierais vuestro apoyo a un hombre que la ley vaticana proclama no elegible. Os pediría a todos que rompierais un juramento sagrado.

—¡Pero lo sucedido esta noche trasciende nuestras leyes! —tartamudeó alguien.

—¿Ah, sí? —tronó Mortati, sin saber siquiera de dónde salían sus palabras—. ¿Es la voluntad de Dios que prescindamos de las leyes de la Iglesia? ¿Es la voluntad de Dios que abandonemos la razón y nos entreguemos a la histeria?

—Pero ¿no has visto lo que vimos nosotros? —le retó otro, enfurecido—. ¿Cómo osas poner en duda esa clase de poder?

La voz de Mortati bramó con una potencia desconocida para él.

—¡No estoy poniendo en duda el poder de Dios! ¡Fue
Dios
quien nos dio razón y circunspección! ¡Servimos a Dios ejerciendo la prudencia!

129

En el pasillo que conducía a la Capilla Sixtina, Vittoria seguía sentada en el banco. Cuando vio la figura que se perfilaba al final del pasillo, se preguntó si estaba viendo un espíritu. Cojeaba y vestía una especie de uniforme de hospital.

Se puso en pie, incapaz de dar crédito a sus ojos.

—¿Ro... bert?

Él no contestó. Se precipitó hacia ella y la estrechó entre sus brazos. Cuando apretó los labios contra los de Vittoria, fue un beso largo e impulsivo, lleno de gratitud.

Vittoria sintió que las lágrimas resbalaban sobre sus mejillas.

—Oh, Dios... Gracias, Dios mío...

El la besó de nuevo, esta vez con más pasión, y Vittoria se apretó contra su pecho. Sus cuerpos se entrelazaron, como si hiciera años que se conocieran. Ella olvidó el dolor y el miedo. Cerró los ojos, ingrávida, por un momento.

—¡Es la voluntad de Dios! —estaba chillando alguien, y su voz resonó en las paredes de la Capilla Sixtina—. ¿Quién sino
el elegido
habría sobrevivido a esa explosión diabólica?

—¡Yo!

Una voz retumbó en la capilla.

Mortati y los demás se volvieron estupefactos hacia la figura desaliñada que avanzaba por el pasillo principal.

—¿Señor... Langdon?

Sin decir palabra, Langdon caminó hasta la parte delantera de la capilla. Vittoria Vetra también entró. Después, lo hicieron dos guardias, que empujaban un carrito sobre el que descansaba un televisor de gran tamaño. Langdon esperó a que lo enchufaran, de cara a los cardenales. Después indicó con un gesto a los guardias que salieran. Cerraron la puerta a su espalda.

Sólo quedaron Langdon, Vittoria y los cardenales. Langdon enchufó la videocámara a la televisión. Después apretó el botón de reproducción.

La pantalla del televisor cobró vida.

La escena que se materializó ante los cardenales reveló el despacho del Papa. El vídeo había sido filmado con torpeza, como si la cámara estuviera oculta. El camarlengo se erguía en el centro de la pantalla, frente al fuego. Si bien daba la impresión de hablar a la
cámara,
pronto fue evidente que estaba hablando a alguien, la persona que estaba rodando el vídeo. Langdon les dijo que la cinta la había grabado Maximilian Kohler, director del CERN. Tan sólo una hora antes, Kohler había grabado en secreto esta reunión con el camarlengo gracias a esta minicámara montada bajo el brazo de su silla de ruedas.

Mortati y los cardenales miraban perplejos. Aunque la conversación ya había empezado, Robert Langdon no se molestó en rebobinar. Por lo visto, lo que deseaba que vieran los cardenales venía a continuación...

«¿Leonardo Vetra llevaba un diario? —estaba diciendo el camarlengo—. Supongo que es una buena noticia para el CERN. Si el diario contiene el proceso de creación de la antimateria...»

«No —dijo Kohler—. Le tranquilizará saber que ese procedimiento murió con Leonardo. Sin embargo, ese diario hablaba de otra cosa. De usted.»

El camarlengo dio muestras de perplejidad.

«No le entiendo.»

«Describía una reunión que Leonardo celebró el mes pasado. Con
usted.»

El camarlengo vaciló, y luego miró hacia la puerta.

«Rocher no tendría que haberle dejado pasar sin consultar antes conmigo. ¿Cómo ha entrado aquí?»

«Rocher sabe la verdad. Le llamé antes y le conté lo que usted había hecho.»

«¿Qué he hecho? No sé qué historias le contó, pero Rocher es un Guardia Suizo y fiel a esta Iglesia para creer a un científico amargado antes que a su camarlengo.»

«De hecho, es demasiado fiel para no creer. Es tan fiel que, pese a las pruebas de que uno de sus leales guardias traicionó a la Iglesia, se negó a aceptarlo. Durante todo el día ha estado buscando otra explicación.»

«Y usted le proporcionó una.»

«La verdad. Por estremecedora que fuera.»

«Si Rocher le hubiera creído me habría detenido.»

«No. Yo no se lo permití. Le ofrecí mi silencio a cambio de este encuentro.»

El camarlengo soltó una extraña carcajada.

«¿Piensa
chantajear
a la Iglesia con una historia que nadie creerá?»

«No tengo necesidad de chantajearla. Sólo quiero oír la verdad de sus labios. Leonardo Vetra era amigo mío.»

El camarlengo no dijo nada. Se limitó a mirar a Kohler.

«A ver qué le parece esto —dijo el director del CERN con brusquedad—. Hará cosa de un mes, Leonardo Vetra se puso en contacto con usted para solicitar una audiencia urgente con el Papa, audiencia que usted le concedió, porque el Papa era un admirador del trabajo de Leonardo y porque Leonardo dijo que se trataba de un asunto urgentísimo.»

El camarlengo se volvió hacia el fuego. No dijo nada.

«Leonardo vino al Vaticano con gran secreto. Estaba traicionando la confianza de su hija al hacerlo, un hecho que le preocupaba profundamente, pero pensaba que no tenía otra alternativa. Sus investigaciones le habían provocado un gran conflicto interior y necesitaba la guía espiritual de la Iglesia. En una reunión privada, les dijo a usted y al Papa que había hecho un descubrimiento científico de profundas implicaciones religiosas. Había
demostrado
que el Génesis era posible desde un punto de vista físico, y que intensas fuentes de energía, lo que Vetra llamaba
Dios,
podían repetir el momento de la Creación.»

Silencio.

«El Papa se quedó estupefacto —continuó Kohler—. Quería que Leonardo hiciera pública la noticia. Su Santidad opinaba que ese descubrimiento quizá podría salvar el abismo que separaba la ciencia de la religión, uno de los sueños del Papa. Después, Leonardo les explicó la parte negativa del descubrimiento, el motivo que le impulsaba a pedir la guía de la Iglesia. Al parecer, su experimento de la Creación, tal como predice la Biblia, lo producía todo a pares. Opuestos. Luz
y
oscuridad. Vetra descubrió que, aparte de crear materia, creaba también
antimateria.
¿Sigo?»

El camarlengo guardó silencio. Se inclinó y removió las brasas.

«Después de la visita de Leonardo —dijo Kohler—,
usted
fue al CERN a ver su trabajo. El diario de Leonardo revela que usted visitó en persona su laboratorio.»

El camarlengo alzó la vista.

Kohler prosiguió.

«El Papa no podía desplazarse sin llamar la atención de los medios de comunicación, de modo que le envió a usted. Leonardo le ofreció una visita secreta a su laboratorio. Le mostró la destrucción de antimateria, el Big Bang, el poder de la Creación. También le enseñó una muestra grande que guardaba bajo llave, como prueba de que este nuevo proceso podía producir antimateria a gran escala. Usted se quedó sorprendido. Volvió al Vaticano e informó al Papa de lo que había presenciado.»

El camarlengo suspiró.

«¿Y qué es lo que le parece mal? ¿Acaso cree que debería haber respetado la confianza de Leonardo y haber fingido ante el mundo entero esta noche que no sabía nada de la antimateria?»

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