Read Ángeles y Demonios Online
Authors: Dan Brown
Y al cielo se dirigían, literalmente. El sacerdote no había albergado en ningún momento la intención de arrojar la antimateria. Estaba alejándose del Vaticano lo máximo posible, nada más.
Era un viaje sin retorno.
En la plaza de San Pedro, Vittoria Vetra escudriñaba el cielo. El helicóptero no era más que un punto luminoso, que los focos de las televisiones ya no alcanzaban. Incluso el rugido de los motores se había convertido en un zumbido lejano. Tuvo la sensación, en aquel instante, de que todo el mundo estaba concentrado en el cielo, sumido en un silencio impaciente, todos los pueblos, todas las confesiones religiosas, todos los corazones latiendo al unísono...
Las emociones de Vittoria eran como un ciclón de agonías diversas. Cuando el helicóptero desapareció de su vista, imaginó la cara de Robert.
¿En qué había estado pensando? ¿Es que no lo comprendía?
Las cámaras de televisión taladraban la oscuridad, a la espera. Un mar de rostros escrutaba el cielo, unidos en una silenciosa cuenta atrás. Todas las pantallas transmitían la misma escena serena, un cielo romano tachonado de estrellas brillantes. Vittoria sintió que las lágrimas empezaban a agolparse en sus ojos.
Detrás de ella, ciento sesenta y un cardenales miraban hacia arriba, imbuidos de un temor reverencial. Algunos tenían las manos enlazadas y rezaban. La mayoría estaban inmóviles, como transfigurados. Algunos lloraban. Los segundos iban transcurriendo.
En casas, bares, tiendas, aeropuertos, hospitales del mundo entero, las almas se unían en una vigilia universal. Hombres y mujeres se tomaban de las manos. Otros abrazaban a sus hijos. Daba la impresión de que el tiempo se había detenido.
Después, cruelmente, las campanas de San Pedro empezaron a doblar.
Vittoria dejó escapar las lágrimas.
Después, mientras todo el mundo miraba, el tiempo se agotó...
El silencio de muerte fue lo más aterrador de todo.
Un punto de luz apareció en el cielo, sobre el Vaticano. Por un instante, nació un nuevo cuerpo celeste, un punto de luz tan pura y blanca como nadie había visto jamás.
Entonces ocurrió.
Un destello. El punto aumentó de tamaño, como si se alimentara de sí mismo, se expandió por el cielo en un radio dilatado de blancura cegadora. Estalló en todas direcciones, aceleró con velocidad incomprensible, devoró la oscuridad. Cuando la esfera de luz creció, aumentó su intensidad, como un monstruo dispuesto a consumir todo el firmamento. Se precipitó hacia el suelo, a una velocidad cada vez mayor.
La multitud de rostros humanos cegados lanzó una exclamación al unísono, se protegió los ojos y gritó aterrorizada.
Cuando la luz se esparció en todas direcciones, ocurrió lo inimaginable. Como impulsada por la voluntad de Dios, la onda de choque pareció colisionar contra un muro. Fue como sí la explosión tuviera lugar en el interior de una gigantesca esfera de cristal. La luz rebotó hacia dentro, se hizo más intensa, onduló sobre sí misma. Dio la impresión de que la onda alcanzaba un diámetro predeterminado y se inmovilizaba. Por un instante, una perfecta esfera de luz silenciosa brilló sobre Roma. La noche dio paso al día.
Entonces estalló.
La detonación fue profunda y hueca, una onda de choque atronadora. Descendió sobre la multitud congregada como la ira del infierno, sacudió los cimientos de granito del Vaticano, dejó a muchos sin respiración, mientras otros retrocedían dando tumbos. La reverberación dio la vuelta a la columnata y fue seguida por un súbito torrente de aire caliente. El viento azotó la plaza, emitió un gemido sepulcral cuando silbó entre las columnas y azotó las paredes. Luego remolineó mientras la gente se encogía... Se habían convertido en los testigos del Apocalipsis.
Después, tan veloz como había aparecido, la esfera implosionó, hasta transformarse en el diminuto punto de luz del que había surgido.
Nunca tantos habían guardado semejante silencio.
Todos los rostros presentes en la plaza de San Pedro apartaron los ojos del cielo oscurecido y agacharon la cabeza, asombrados. Los focos de las televisiones los imitaron, como en honor de la negrura que se estaba posando sobre ellos. Por un momento, dio la impresión de que el mundo entero había inclinado la cabeza al mismo tiempo.
El cardenal Mortati se arrodilló para rezar, y los demás cardenales se unieron a él. Los miembros de la Guardia Suiza rindieron sus largas alabardas y permanecieron aturdidos. Nadie habló. Nadie se movió. En todas partes, los corazones se estremecieron de emoción. Duelo. Miedo. Asombro. Fe. Y respeto mezclado con temor por el nuevo y terrorífico poder que acababan de presenciar.
Vittoria Vetra estaba temblando al pie de la escalinata de la basílica de San Pedro. Cerró los ojos. Entre la tempestad de emociones que hervía en su sangre, una sola palabra doblaba como una campana lejana. Prístina. Cruel. La expulsó. Pero la palabra siguió resonando en su cerebro. Volvió a rechazarla. El dolor era demasiado grande. Intentó perderse en las imágenes que brillaban en las mentes de los demás... El camarlengo... Proezas de valentía... Milagros... Generosidad... Pero la palabra seguía resonando... en el caos con punzante soledad.
Robert.
Había ido a rescatarla al castillo de Sant' Angelo.
La había salvado.
Y ahora su creación le había destruido.
Mientras el cardenal Mortati rezaba, se preguntó si él también oiría la voz de Dios, como el camarlengo.
¿Es preciso creer en milagros para
experimentarlos?
Mortati era un hombre moderno que vivía en el seno de una fe antigua. Los milagros nunca habían formado parte de sus creencias. Cierto, su fe hablaba de milagros, palmas sangrantes, resurrecciones, rostros impresos en sudarios... y no obstante, la mente racional de Mortati siempre había justificado estas narraciones como parte del mito. No eran más que el resultado de la mayor flaqueza del hombre, su necesidad de pruebas. Los milagros no eran más que cuentos, a los que todos nos aferrábamos porque deseábamos que fueran realidad.
Y no obstante...
¿Soy tan moderno que no puedo aceptar lo que mis ojos acaban de
presenciar?
Era un milagro, ¿verdad? ¡Sí! Dios, susurrando unas palabras en el oído del camarlengo, había intervenido para salvar a esta Iglesia. ¿Por qué costaba tanto creerlo? ¿Qué podríamos decir de Dios si no hubiera hecho nada? ¿Que el Todopoderoso no se preocupaba de los hombres? ¿Que era incapaz de impedir la tragedia?
¡La única respuesta posible era un milagro!
Rezó por el alma del camarlengo. Dio gracias al joven sacerdote, quien, pese a su juventud, había abierto los ojos de este anciano a los milagros de la fe ciega.
Por increíble que pareciera, Mortati no sospechaba hasta qué punto iba a ser puesta a prueba su fe...
Al principio, unas pocas voces rompieron el silencio de la plaza. Después se elevó un murmullo. Y luego, de repente, un rugido. Sin previo aviso, la multitud gritó al unísono.
—¡Mirad! ¡Mirad!
Mortati abrió los ojos y se volvió hacia la muchedumbre. Todo el mundo estaba señalando detrás de él, hacia la fachada de la basílica. Los rostros estaban pálidos. Algunas personas se arrodillaron. Otras se desmayaron. Muchas estallaron en sollozos incontenibles.
—¡Mirad! ¡Mirad!
Mortati se volvió, perplejo, hacia donde apuntaban las manos extendidas. Señalaban el nivel superior de la basílica, el tejado, donde enormes estatuas de Cristo y sus apóstoles vigilaban a la muchedumbre.
Allí, a la derecha de Jesús, con los brazos extendidos al mundo, se erguía el camarlengo Carlo Ventresca.
Robert Langdon ya no estaba cayendo.
El terror se había desvanecido. Tampoco sentía dolor. No oía el sonido del viento huracanado, sólo el rumor del agua, como si estuviera adormecido en una playa.
Langdon intuyó que eso era la muerte. Se sintió contento. No se opuso a que el aturdimiento se apoderara de él por completo. Dejó que le condujera adonde debiera ir. Su miedo y dolor estaban anestesiados, y no deseaba sentirlos de nuevo bajo ningún concepto. Su último recuerdo era uno de esos que sólo habría podido conjurar en el infierno.
Llévame. Por favor...
Pero el rumor que le estaba arrullando con una lejana sensación de paz también tiraba de él. Intentaba despertarle del sueño.
¡No!
¡Déjame en paz!
No quería despertar. Presentía que su arrobo estaba expuesto al ataque de demonios agazapados, ansiosos por arrancarle de su embeleso. Imágenes borrosas remolineaban. Gritaban voces. Aullaba el viento.
¡No, por favor!
Cuanto más se resistía, más se filtraba la furia.
De pronto, volvió a revivir todo...
El helicóptero ascendía a una velocidad mareante. Langdon estaba atrapado dentro. Las luces de Roma se alejaban más cada segundo que pasaba. Su instinto de supervivencia le aconsejaba arrojar el contenedor en ese mismo instante. Langdon sabía que tardaría menos de veinte segundos en descender un kilómetro. Pero caería sobre una ciudad populosa.
¡Más arriba! ¡Más arriba!
Langdon se preguntó a qué altitud estarían. Sabía que los aviones pequeños alcanzaban altitudes de unos seis mil metros. El helicóptero ya había subido bastante.
¿Tres mil metros? ¿Cuatro mil quinientos?
Aún existía una oportunidad. Si calculaban bien, el contenedor estallaría a una distancia prudencial, tanto del suelo como del helicóptero. Langdon contempló la ciudad que se extendía bajo ellos.
—¿Y si calcula mal? —preguntó el camarlengo.
Langdon se volvió, sobresaltado. El sacerdote ni siquiera le estaba mirando, pero al parecer había leído sus pensamientos en el fantasmal reflejo del parabrisas. Carlo Ventresca ya no estaba concentrado en los controles del helicóptero. Era como si el aparato volara con el piloto automático, siempre ascendiendo. El camarlengo alzó la mano, buscó detrás de una caja protectora de cables y extrajo una llave escondida.
Langdon vio perplejo que abría con la llave la caja metálica fija entre los asientos. Sacó un paquete grande y negro de nailon provisto de correas y un cinturón. Lo dejó en el asiento del copiloto. Langdon se devanó los sesos. Los movimientos del camarlengo parecían serenos, como si hubiera encontrado una solución.
—Déme el contenedor —dijo con calma.
Langdon ya no sabía qué pensar. Entregó el contenedor al camarlengo.
—¡Noventa segundos!
Lo que el camarlengo hizo con la antimateria sorprendió sobremanera a Langdon. La sostuvo con cuidado en las manos y la depositó dentro de la caja. Después, bajó la pesada tapa y la cerró con llave.
—¿Qué está haciendo? —preguntó Langdon.
—Alejarnos de la tentación.
El camarlengo tiró la llave por la ventanilla abierta.
Mientras la llave caía en la noche, Langdon sintió que su alma se desplomaba con ella.
A continuación, el camarlengo tomó el paquete de nailon y pasó los brazos por las correas como si fuera una mochila. Se abrochó un cinturón alrededor del estómago y luego se volvió hacia un estupefacto Langdon.
—Lo siento —dijo el camarlengo—. No debía suceder así.
Abrió la puerta de la carlinga y se arrojó a la noche.
La imagen estaba grabada a fuego en la mente inconsciente de Langdon, y con ella llegó el dolor. Dolor de verdad. Dolor físico. Suplicó que terminara de una vez, pero mientras el agua chapaleaba en sus oídos con más intensidad, nuevas imágenes empezaron a destellar. Su infierno no había hecho más que empezar. El pánico se manifestaba como instantáneas fragmentadas. Se encontraba a medio camino entre la muerte y la pesadilla, y suplicaba que le liberaran, pero las imágenes que desfilaban por su mente eran cada vez más aterradoras.
El contenedor de antimateria estaba dentro de la caja cerrada con llave. La cuenta atrás seguía su curso mientras el helicóptero continuaba ascendiendo.
Cincuenta segundos.
Más arriba. Más arriba. Langdon se volvió de un lado a otro en la cabina, intentando comprender lo que acababa de ver.
Cuarenta y cinco segundos.
Buscó debajo de los asientos otro paracaídas.
Cuarenta segundos.
¡No había ninguno! ¡Tenía que encontrar una alternativa.
Treinta y cinco segundos.
Se asomó por la puerta abierta del helicóptero y contempló las luces de Roma.
Treinta y dos segundos.
Y entonces, tomó la decisión.
La increíble decisión...
Sin paracaídas, Robert Langdon había saltado por la puerta. Mientras la noche engullía su cuerpo, tuvo la impresión de que el helicóptero se alejaba de él, y la aceleración de su caída libre ahogó el sonido de los rotores.
Mientras descendía como un cohete, Robert Langdon sintió algo que no había experimentado desde sus años de buceador, el inexorable tirón de la gravedad en caída libre. Cuanto más rápido caía, más brutal parecía el tirón de la tierra. Esta vez, sin embargo, no se estaba arrojando a una piscina desde quince metros de altura. La caída era de miles de metros sobre una ciudad con calles pavimentadas y edificios.
Las palabras que Kohler había pronunciado esa mañana en el CERN ante el tubo de caída libre resonaron en la mente de Langdon.
Un metro cuadrado de resistencia aerodinámica disminuirá la velocidad de caída de un cuerpo en casi un veinte por ciento.
Langdon era consciente de que un veinte por ciento era insuficiente para sobrevivir a una caída como ésta. No obstante, sin albergar grandes esperanzas, sujetó con ambas manos el único objeto que había cogido del helicóptero en el último momento. Era un objeto peculiar, pero le había inducido a pensar que no todo estaba perdido durante un fugaz instante.
La cubierta protectora de vinilo del parabrisas cuando el helicóptero estaba fuera de servicio estaba tirada en la parte posterior de la carlinga. Era un rectángulo cóncavo, de cuatro metros por dos aproximadamente, como una enorme sábana de cuatro picos, lo más parecido a un paracaídas que pudo encontrar. Sólo tenía anillas de plástico en cada extremo para facilitar la sujeción al parabrisas curvo. Langdon sujetó las anillas y saltó al vacío.
No albergaba la menor ilusión de sobrevivir.
Caía como una roca. Con los pies por delante. Los brazos levantados. Sus manos aferraban las anillas. La cubierta se hinchó como un gigantesco hongo sobre su cabeza. El viento le azotaba con violencia.