Ángeles y Demonios (29 page)

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Authors: Dan Brown

Langdon tuvo que admitir que no esperaba ese lugar como emplazamiento del primer indicador. Imaginaba que el primer altar de la ciencia estaría situado en una tranquila iglesia apartada, algo más sutil. Incluso en el siglo XVII, el Panteón, con su tremenda cúpula hueca, era uno de los lugares más conocidos de Roma.

—¿El Panteón es una
iglesia?
—preguntó Vittoria.

—La iglesia católica más antigua de Roma.

Vittoria meneó la cabeza.

—¿De veras crees que van a matar al primer cardenal en el Panteón? Es uno de los puntos turísticos más concurridos de la ciudad.

Langdon se encogió de hombros.

—Los Illuminati dijeron que querían que todo el mundo lo viera. Matar a un cardenal en el Panteón abrirá algunos ojos.

—Pero ¿cómo espera ese individuo asesinar a alguien en el Panteón y escapar sin más? Eso sería imposible.

—¿Tan imposible como secuestrar a cuatro cardenales y sacarlos del Vaticano? El poema es preciso.

—¿Estás seguro de que Rafael está enterrado en el Panteón?

—He visto su tumba muchas veces.

Vittoria asintió, con expresión preocupada.

—¿Qué hora es?

Langdon consultó su reloj.

—Las siete y media.

—¿El Panteón está lejos?

—Un kilómetro y medio, tal vez. Tenemos tiempo.

—El poema habla de la tumba terrenal de Santi. ¿Te sugiere eso algo?

Langdon cruzó en diagonal el Patio de los Centinelas.

—¿Terrenal? No debe de haber un lugar más terrenal en toda Roma que el Panteón. Recibió su nombre de la primera religión que se practicaba allí: el panteísmo. La adoración a todos los dioses, en especial los dioses paganos de la Madre Tierra.

Cuando estudiaba arquitectura, Langdon había descubierto con asombro que las dimensiones de la cámara principal del Panteón constituían un tributo a Gea, la diosa de la Tierra. Las proporciones eran tan exactas que un gigantesco globo esférico podía caber a la perfección dentro del edificio, con menos de un milímetro de espacio libre.

—De acuerdo —dijo Vittoria, al parecer más convencida—. ¿Y el agujero del demonio?
¿Desde la tumba terrenal de San en el agujero del demonio?

Langdon no estaba tan seguro al respecto.

—El agujero del demonio debe referirse al
oculus
—dijo apelando a la lógica—. La famosa abertura circular en el techo del Panteón.

—Pero es una iglesia —insistió Vittoria, manteniendo el paso—. ¿Por qué llamarían a la abertura el agujero del demonio?

Langdon también se lo estaba preguntando. Nunca había oído la expresión «agujero del demonio», pero recordaba una famosa crítica lanzada contra el Panteón en el siglo XVI, cuyas palabras se le antojaron extrañamente apropiadas en este momento. Beda
el Venerable
había escrito en una ocasión que el agujero del techo del Panteón había sido practicado por demonios, que intentaban escapar del edificio cuando fue consagrado por Bonifacio IV.

—¿Por qué utilizaron los Illuminati el apellido Santi, cuando todo el mundo le conocía como
Rafael?
—preguntó Vittoria cuando entraron en un patio más pequeño.

—Haces muchas preguntas.

—Mi padre también lo decía.

—Tal vez el propósito de utilizar «Santi» fue conseguir que la pista fuera más oscura, de forma que sólo hombres esclarecidos reconocerían la referencia a Rafael.

Vittoria no se quedó muy convencida.

—Estoy segura de que el apellido de Rafael era muy conocido cuando vivía.

—Pues no, aunque parezca sorprendente. Que a alguien le reconociera por el nombre era un símbolo de su rango. Rafael ocultó su apellido como muchas estrellas del pop actuales. Piensa en Madonna, por ejemplo. Nunca utiliza su apellido, Ciccone.

Vittoria le miró, divertida.

—¿Sabes el apellido de Madonna?

Langdon se arrepintió del ejemplo. Era asombrosa la cantidad de basura que una mente almacenaba cuando vivía con diez mil estudiantes.

Cuando Vittoria y él dejaron atrás la última puerta que conducía a la oficina de la Guardia Suiza, alguien los detuvo sin previo aviso.


Fermati!
—atronó una voz a su espalda.

Langdon y Vittoria giraron en redondo, y se encontraron ante el cañón de un rifle.


Attento!
—exclamó Vittoria, al tiempo que daba un salto hacia atrás—. Ten cuidado...


Non sportarti!
—replicó el guardia, y amartilló el arma.


Soldato!
—ordenó una voz desde el patio. Olivetti estaba saliendo del centro de seguridad—. ¡Déjalos pasar!

El guardia le miró perplejo.


Ma, signore, é una donna...

—¡Adentro! —chilló al guardia.


Signore, non posso...

—¡Inmediatamente! Tienes órdenes nuevas. El capitán Rocher informará al cuerpo dentro de dos minutos. Vamos a organizar un registro.

El guardia, desconcertado, entró corriendo en el centro de seguridad. Olivetti avanzó hacia Langdon, tenso y echando chispas.

—¿Nuestros Archivos más secretos? Exijo una explicación.

—Traemos buenas noticias —dijo Langdon.

Olivetti entornó los ojos.

—Será mejor que esté en lo cierto.

56

Los cuatro Alfa Romeo 155 T-Spark camuflados corrían por la Via dei Coronari como cohetes. Los vehículos transportaban doce Guardias Suizos de paisano, armados con Cherchi-Pardini semiautomáticos, botes de gas paralizante y fusiles aturdidores de largo alcance. Los tres tiradores de élite portaban rifles con mira telescópica.

Olivetti, sentado en el asiento del pasajero del primer coche, se volvió hacia Langdon y Vittoria. Sus ojos estaban henchidos de rabia.       

—¿Me aseguró una explicación lógica, y
esto
es lo que obtengo? Langdon se sentía incómodo en el pequeño coche.

—Comprendo sus...

—¡No, no los comprende! —Olivetti nunca alzaba la voz, pero su intensidad se triplicaba—. Acabo de sacar a una docena de mis mejores hombres del Vaticano en vísperas del cónclave. Lo he hecho para vigilar el Panteón, basándome en el testimonio de un norteamericano al que no conocía hasta ahora, quien acaba de interpretar un poema de hace cuatrocientos años. También he dejado la búsqueda de la antimateria en manos de oficiales de segundo rango.

Langdon reprimió la tentación de sacar el Folio 5 del bolsillo y restregarlo por la cara a Olivetti.

—Sólo sé que la información que buscamos se refiere a la tumba de Rafael, y la tumba de Rafael está dentro del Panteón.

El agente que conducía asintió.

—Tiene razón, comandante. Mi mujer y yo...

—Conduzca —interrumpió Olivetti. Se volvió hacia Langdon—. ¿Cómo podría un asesino matar a alguien en un lugar tan visitado y escapar sin que le vieran?

—No lo sé —dijo Langdon—, pero es evidente que los Illuminati tienen muchos recursos. Se han infiltrado en el CERN y en el Vaticano. Sólo debemos a la suerte saber cuál es el escenario del primer asesinato. El Panteón es nuestra única esperanza de detener a ese individuo.

—Más contradicciones —dijo Olivetti—. ¿Única esperanza? ¿No ha dicho que existía una especie de sendero? Una serie de indicadores. Si el Panteón es el lugar correcto, podemos seguir el sendero hasta los demás indicadores. Tendremos cuatro oportunidades de cazar a ese tipo.

—Eso había esperado —dijo Langdon—. Y lo habríamos conseguido... hace un siglo.

El momento en que Langdon cayó en la cuenta de que el Panteón era el primer altar de la ciencia había sido agridulce. La historia era experta en gastar crueles jugarretas a quienes la estudiaban. Ya era dudoso que el Sendero de la Iluminación estuviera intacto después de tantos años, con todas las estatuas en su sitio, pero Langdon había fantaseado, en parte, con seguir el sendero hasta el final y encontrarse cara a cara con la guarida sagrada de los Illuminati. Pero eso no iba a suceder.

—El Vaticano ordenó retirar y destruir todas las estatuas del Panteón a finales del siglo diecinueve.

—¿Por qué? —preguntó Vittoria, confusa.

—Las estatuas eran dioses olímpicos paganos. Por desgracia, eso significa que el primer indicador ha desaparecido, y con él...

—¿Toda esperanza —concluyó Vittoria—de encontrar el Sendero de la Iluminación y los demás indicadores?

Langdon meneó la cabeza.

—Nos queda
una
oportunidad. El Panteón. Después, el sendero se desvanece.

Olivetti los miró un largo momento, y luego se volvió hacia adelante.

—Frena —ladró al chófer.

El conductor se desvió hacia el bordillo y se detuvo. Los otros tres Alfa Romeo pararon detrás.

—¿Qué hace? —preguntó Vittoria.

—Mi trabajo —contestó Olivetti. Se volvió en su asiento, con expresión impenetrable—. Señor Langdon, cuando dijo que me explicaría la situación por el camino, imaginé que nos dirigíamos al Panteón con una idea clara de por qué estaban mis hombres aquí. No es el caso. Puesto que estoy abandonando responsabilidades importantísimas al hacerle caso, y como su teoría sobre sacrificios de vírgenes y poesía antigua me parece muy poco lógica, en buena conciencia no puedo continuar. Voy a cancelar la misión ahora mismo.

Sacó el
walkie-talkie
y lo conectó.

Vittoria agarró su brazo.

—¡No puede hacer eso!

Olivetti bajó el
walkie-talkie
y la miró fijamente.

—¿Ha estado en el Panteón, señorita Vetra?

—No, pero...

—Permítame que le cuente algo sobre él. El Panteón es un recinto sin más. Una celda circular hecha de piedra y cemento. Tiene
una
entrada. No hay ventanas. Una entrada
estrecha.
Esa entrada está flanqueada siempre por nada menos que cuatro policías armados que protegen ese altar de gamberros, terroristas anticristianos y desvalijadores de turistas.

—¿Adónde quiere ir a parar? —preguntó la joven con frialdad.

—¿Adónde quiero ir a parar? —Olivetti agarró el asiento con fuerza—. ¡Lo que me dicen que va suceder es totalmente imposible! ¿Pueden explicarme de una manera plausible cómo se puede asesinar a un cardenal
dentro
del Panteón? ¿Cómo se entra con un rehén en el Panteón, burlando a los guardias? Además de asesinarle y largarse, claro está. —Olivetti se inclinó sobre el asiento, y Langdon notó que el aliento le olía a café—. ¿Cómo, señor Langdon?
Una
teoría plausible.

Langdon experimentó la sensación de que el diminuto coche se encogía a su alrededor.
¡No tengo ni ideal ¡Yo no soy un asesino! ¡No sé cómo lo hará! Sólo sé...


¿Una
teoría? —intervino Vittoria, impávida—. ¿Qué le parece ésta? El asesino llega en helicóptero y arroja a un cardenal marcado y aterrorizado por el agujero del techo. El cardenal se estrella contra el suelo de mármol y muere.

Todos se volvieron hacia Vittoria. Langdon no sabía qué pensar.
Tienes una imaginación delirante, pero eres rápida.

Olivetti frunció el ceño.

—Es posible, lo admito, pero poco...

—O el asesino droga al cardenal —dijo Vittoria—, le lleva al Panteón en silla de ruedas como un turista anciano. Entra, le degüella y vuelve a salir.

Esto pareció despertar un poco a Olivetti.

¿No está malpensado!,
reflexionó Langdon.

—O bien —continuó la joven—, el asesino podría...

—Basta —dijo Olivetti. Respiró hondo y expulsó el aire. Alguien llamó con los nudillos a la ventanilla, y todos pegaron un bote. Era un soldado de otro coche. Olivetti bajó la ventanilla.

—¿Todo bien, comandante? —El soldado iba vestido de paisano. Se subió la manga de su camisa de algodón y reveló un reloj militar negro—. Las siete cuarenta, comandante. Necesitamos tiempo para tomar posiciones.

Olivetti asintió vagamente, pero no dijo nada durante unos segundos. Pasó un dedo por el tablero de instrumentos, dibujando una raya en el polvo. Estudió a Langdon por el retrovisor, y éste experimentó la sensación de que le estaban midiendo y sopesando. Por fin, Olivetti se volvió hacia el guardia. Habló con reticencia.

—Quiero diversificar la estrategia. Coches a Piazza della Rotonda, Via degli Orfani, Piazza Sant'Ignazio y Sant'Eustachio. A dos manzanas de distancia, como máximo. Una vez aparcados, esperen mis órdenes. Tres minutos.

—Muy bien, señor.

El soldado volvió a su coche.

Langdon asintió con la cabeza, impresionado. Vittoria sonrió, y por un instante Langdon sintió una inesperada conexión, un hilo de magnetismo entre ellos.

El comandante se volvió y clavó los ojos en Langdon.

—Señor Langdon, será mejor que la situación no nos estalle en la cara.

Langdon sonrió, inquieto.
¿Cómo podría?

57

El director del CERN, Maximilian Kohler, abrió los ojos cuando sintió el chorro de
cromolyn
y
leukotriene
en su cuerpo, que dilataba los conductos bronquiales y los capilares pulmonares. Volvía a respirar con normalidad. Se encontró acostado en una habitación del hospital del CERN, con la silla de ruedas al lado de la cama.

Examinó la bata de papel que le habían puesto. Sus ropas estaban dobladas sobre la silla. Oyó que una enfermera hacía su ronda en el pasillo. Estuvo un minuto escuchando. Después, con el mayor sigilo posible, se acercó al borde de la cama y recuperó sus prendas. Se vistió, pese al impedimento de sus piernas muertas. Después, acomodó su cuerpo en la silla de ruedas.

Ahogó una tos y se impulsó hasta la puerta. No conectó el motor. Cuando llegó a la puerta, asomó la cabeza. El pasillo estaba vacío.

En silencio, Maximilan Kohler huyó del hospital.

58

—Siete cuarenta y seis y treinta...
Listos.

Incluso cuando hablaba por el
walkie-talkie,
la voz de Olivetti nunca parecía elevarse por encima de un susurro.

Langdon estaba sudando enfundado en su chaqueta de
tweed
en el asiento trasero del Alfa Romeo, que estaba avanzando por la Piazza de la Concorde, a tres manzanas del Panteón. Vittoria iba sentada a su lado, como fascinada por Olivetti, que estaba transmitiendo sus órdenes finales.

—El despliegue se llevará a cabo a las ocho en punto —dijo el comandante—. Todo el perímetro, con especial atención a la entrada. El objetivo puede que os conozca de vista, de manera que no os dejaréis ver. Fuerza no mortal únicamente. Necesitaremos que alguien se ocupe del tejado. El blanco es fundamental. Acompañante secundario.

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