Ángeles y Demonios (27 page)

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Authors: Dan Brown

—¿Qué tipos?

—Dame el gusto.

Macri suspiró y conectó con la base de datos de la BBC.

—Tardaré un minuto.

La mente de Glick funcionaba a tope.

—El que llamó insistió en saber si me acompañaba un cámara.

—De vídeo.

—Y en si podíamos transmitir en directo.

—Uno punto cinco tres siete megahertz. ¿De qué va el rollo? —La base de datos emitió un pitido—. Muy bien, estamos conectados. ¿A quién estás buscando?

Glick le dijo la palabra clave.

Macri se volvió y le miró fijamente.

—Espero que estés bromeando.

52

La organización interna de la Cámara 10 de los Archivos no era tan intuitiva como Langdon había esperado, y el manuscrito del
Díagramma
no parecía estar archivado con otras publicaciones similares de Galileo. Sin acceso al Biblion informatizado y al localizador de referencias, Langdon y Vittoria estaban en un callejón sin salida.

—¿Estás seguro de que el
Diagramma
se encuentra aquí? —preguntó Vittoria.

—Segurísimo. Está confirmado tanto en las listas del
Ufficio della Propaganda della Fede...

—De acuerdo. Mientras estés seguro...

Vittoria se fue por la izquierda, mientras Langdon se desviaba a la derecha.

Langdon inició su búsqueda manual. Necesitó de toda su capacidad de autocontrol para no detenerse a leer cada tesoro frente al que pasaba. La colección era impresionante.
El ensayista... El mensajero de las estrellas... Las cartas de la mancha solar... Carta a la Gran
Duquesa Christina... Apología pro Galileo...
Y así sucesivamente.

Fue Vittoria quien por fin encontró lo que buscaban cerca de la parte posterior de la cámara.


Diagramma della Verità!
—gritó su voz ronca. Langdon corrió a su lado. —¿Dónde?

Vittoria señaló, y Langdon comprendió de inmediato por qué no lo habían encontrado antes. El manuscrito estaba en una caja destinada a guardar folios, no en los estantes. Las páginas sin encuadernar solían guardarse en cajas. La etiqueta del contenedor no dejaba duda acerca de su contenido.

DIAGRAMMA DELLA VERITÁ

Galileo Galilei, 1639

Langdon se puso de rodillas, con el corazón acelerado.


Diagramma.
—Sonrió—. Buen trabajo. Ayúdame a sacar la caja.

Vittoria se arrodilló a su lado, y ambos tiraron. La bandeja metálica sobre la cual descansaba la caja rodó hacia ellos sobre ruedecillas y reveló la parte superior del contenedor.

—¿No hay cerradura? —dijo Vittoria, sorprendida al ver el sencillo pestillo.

—Nunca. A veces, es necesario evacuar documentos a toda prisa. Inundaciones e incendios.

—Pues ábrelo.

Langdon no necesitaba ánimos. Con el sueño de toda su vida académica delante de él, y el aire cada vez más escaso de la cámara, no estaba de humor para entretenerse. Descorrió el pestillo y levantó la tapa. En el fondo de la caja había una bolsa negra de paño. Era fundamental que la tela transpirara para que su contenido se conservara en buenas condiciones. Langdon la tomó con ambas manos y la sacó de la caja, manteniéndola siempre horizontal.

—Esperaba el cofre del tesoro —dijo Vittoria—. Parece más una funda de almohada.

—Sígueme —dijo Langdon.

Con la bolsa extendida delante de él como si fuera una ofrenda sagrada, Langdon caminó hasta el centro de la cámara, donde encontró la típica mesa de examen con sobre de cristal. Si bien su emplazamiento en el centro pretendía reducir al máximo el desplazamiento de documentos, los investigadores agradecían la privacidad que proporcionaban las estanterías circundantes. Los descubrimientos que forjaban una carrera tenían lugar en las cámaras más importantes del mundo, y la mayoría de estudiosos no quería que sus rivales los espiaran a través del cristal mientras trabajaban.

Langdon depositó la bolsa sobre la mesa y desabotonó la abertura. Vittoria se puso a su lado. Langdon rebuscó en una bandeja de herramientas de archivero y encontró las pinzas con almohadillas de fieltro que los archiveros llaman
címbalos de dedo,
pinzas de gran tamaño con discos aplanados en cada brazo. A medida que aumentaba su emoción, Langdon temía que en cualquier momento despertaría en Cambridge, con una montaña de exámenes por corregir. Aspiró una profunda bocanada de aire y abrió la bolsa. Los dedos le temblaron dentro de los guantes de algodón.

—Relájate —dijo Vittoria—. Es papel, no plutonio.

Langdon introdujo las tenazas dentro de la bolsa y sujetó la pila de documentos, con cuidado de aplicar la mínima presión. Después, en lugar de extraer los documentos, los mantuvo en su sitio mientras sacaba la bolsa, un procedimiento de los archiveros para manipular lo menos posible el objeto. Langdon no recuperó la respiración hasta que la bolsa hubo salido del todo y encendió la luz de la mesa.

Vittoria parecía un espectro, iluminada por la lámpara situada bajo el cristal.

—Hojas pequeñas —dijo con voz reverente.

Langdon asintió. La pila de folios que tenían delante parecían páginas sueltas de una novela de bolsillo. Langdon vio que la hoja de encima era una portada con el título, la fecha y el nombre de Galileo escrito de su puño y letra.

En aquel instante, Langdon olvidó la estrechez de la cámara, olvidó su agotamiento, olvidó la horripilante situación que le había llevado allí. Se limitó a contemplar maravillado su tesoro. Los encuentros con la historia siempre dejaban a Langdon aturdido y reverente... Para él era como distinguir las pinceladas en la
Mona Lisa.

Langdon no abrigaba la menor duda acerca de la edad y autenticidad del papiro amarillento, pero dejando aparte el descolorido inevitable, el documento estaba en soberbio estado.
Ligero blanqueo
del pigmento. Leve agrietamiento y cohesión del papiro. Pero en conjunto. .. está estupendo.
Estudió el grabado hecho a mano de la portada, con la visión borrosa a causa de la falta de humedad. Vittoria guardaba silencio.

—Pásame una espátula, por favor.

Langdon indicó una bandeja de acero inoxidable llena de herramientas. Vittoria se la tendió. Él tomó la espátula. Era excelente. Pasó el dedo por la superficie para eliminar la carga estática, y después, con el mismo cuidado, deslizó la espátula bajo la portada. Levantó la herramienta y pasó la cubierta.

La primera página estaba escrita a mano con una caligrafía diminuta, casi imposible de leer. Langdon reparó de inmediato en que no había diagramas ni números en la página. Era un ensayo.

—Heliocentrismo —dijo Vittoria, traduciendo el encabezado de la primera página. Examinó el texto—. Parece que Galileo renuncia al modelo geocéntrico de una vez por todas. Italiano antiguo, así que no te prometo nada sobre la traducción.

—Olvídalo —dijo Langdon—. Estamos buscando matemáticas. El lenguaje puro.

Utilizó la espátula para pasar la siguiente página. Otro ensayo. Ni matemáticas ni diagramas. Las manos de Langdon empezaron a sudar dentro de los guantes.

—Movimiento de los planetas —tradujo el título Vittoria.

Langdon frunció el ceño. Cualquier otro día le habría fascinado leerlo. Por increíble que pareciera, el actual modelo de la NASA de órbitas planetarias, observadas mediante telescopios de alta potencia, era casi idéntico al que había predicho Galileo.

—Nada de matemáticas —dijo Vittoria—. Está hablando de movimientos retrógrados y órbitas elípticas, o algo por el estilo.

Órbitas elípticas.
Langdon recordó que gran parte de los problemas legales de Galileo habían empezado cuando describió como elíptico el movimiento de los planetas. El Vaticano exaltaba la perfección del
círculo
e insistía en que el movimiento del cielo debía ser únicamente circular. Los Illuminati de Galileo, sin embargo, también veían la perfección en la elipse, y reverenciaban la dualidad matemática de sus focos gemelos. La elipse de los Illuminati aparecía todavía hoy en la simbología moderna de los masones.

—La siguiente —dijo Vittoria.

Langdon pasó la página.

—Fases lunares y movimiento de las mareas —dijo la joven—. No hay cifras. No hay diagramas.

Langdon pasó otra página. Nada. Pasó una docena de páginas más. Nada. Nada. Nada.

—Pensaba que este sujeto era matemático —dijo Vittoria—. Aquí sólo hay texto.

Langdon sintió que el aire empezaba a escasear en sus pulmones. Sus esperanzas también empezaban a escasear. La pila se estaba acabando.

—Aquí no hay nada —dijo Vittoria—. Nada de matemáticas. Algunas fechas, unos cuantos guarismos convencionales, pero nada que parezca una pista.

Langdon pasó el último folio y suspiró. También era un ensayo. —Un libro breve —dijo Vittoria con el ceño fruncido. Langdon asintió.


Merda,
como decimos en Roma.

En efecto,
pensó Langdon. Su reflejo en el cristal parecía burlarse de él, como la imagen que le miraba esta mañana desde la ventana.
Un fantasma envejecido.

—Tiene que haber algo —dijo, y la desesperación que captó en su voz le sorprendió—. El
segno
está aquí. ¡Lo sé!

—Quizá te equivocaste con lo de DIII. Langdon se volvió y la miró.

—De acuerdo —admitió ella—. DIII es muy lógico. Pero puede que la pista no sea matemática.


Lingua pura.
¿Qué podría ser si no? —¿Arte?

—Pero no hay diagramas ni dibujos en el libro.

—Sólo sé que la
lingua pura
se refiere a algo que no es el italiano. Las matemáticas se me antoja lo más lógico.

—Estoy de acuerdo.

Langdon se negaba a aceptar la derrota con tanta celeridad.

—Los números han de estar escritos a mano. Las matemáticas estarían expresadas en palabras, en lugar de ecuaciones.

—Tardaremos bastante en leer todas las páginas.

—El tiempo es algo que no nos sobra. Tendremos que dividirnos la tarea. —Langdon volvió las páginas hasta el principio—. Sé suficiente italiano para distinguir los números. —Utilizó la espátula para cortar la pila como una baraja de cartas y dejó la primera media docena de páginas delante de Vittoria—. Está aquí. Estoy seguro.

Vittoria pasó su primera página con la mano.

—¡La espátula! —dijo Langdon, y le tendió otra herramienta de la bandeja—. Utiliza la espátula.

—Llevo guantes —gruñó la joven—. ¿Qué daño puedo hacer?

—Úsala.

Vittoria tomó la espátula.

—¿Sientes lo que yo?

—¿Tensión?

—No. Me falta el aliento.

Langdon también empezaba a sufrir dicha sensación. El aire se estaba agotando con más rapidez de lo que había sospechado. Sabía que debían darse prisa. Los acertijos que deparaban los Archivos no eran nada nuevo para él, pero por lo general contaba con algo más que unos pocos minutos para solucionarlos. Sin decir una palabra más, Langdon se inclinó y empezó a traducir la primera página de su pila.

¡Aparece, maldita sea! ¡Aparece!

53

En algún lugar de Roma, una figura oscura descendía por una rampa de piedra que conducía a un túnel subterráneo. El antiguo pasadizo estaba iluminado sólo por antorchas, de modo que la atmósfera era opresiva y calurosa. De algún lugar en el interior del túnel llegaban los ecos de las voces aterradas de hombres de edad avanzada que gritaban en vano.

Los vio cuando dobló la esquina, tal como los había dejado: cuatro ancianos aterrorizados, encerrados tras barrotes de hierro oxidados en un cubículo de piedra.


Qui êtes-vous?
—preguntó uno de los hombres en francés—. ¿Qué quiere de nosotros?


Hilfe!
—dijo otro en alemán—. ¡Déjenos salir!

—¿Sabe quiénes somos? —preguntó uno en inglés, con acento español.

—Silencio —ordenó la voz rasposa. El tono era terminante.

El cuarto prisionero, un italiano silencioso y meditabundo, miró el abismo negro de los ojos de su captor y juró que veía el infierno.
Que Dios nos asista,
pensó.

El asesino consultó su reloj y luego volvió a examinar a sus prisioneros.

—Bien —dijo—. ¿Quién será el primero?

54

En la Cámara 10 de los Archivos, Robert Langdon recitaba números en italiano, mientras examinaba la caligrafía del manuscrito que tenía ante él.
Mille... cento... uno, due, tre... cinquanta. ¡Necesito una referencia numérica! ¡Algo, maldita sea!

Al llegar al final del folio que estaba examinando, levantó la espátula para pasar la página. Cuando alineó la herramienta con la página siguiente, lo hizo con movimientos torpes, pues le costaba sujetarla con firmeza. Unos minutos después, bajó la vista y se dio cuenta de que había abandonado la espátula y estaba pasando las páginas a mano.
Uf
pensó, y se sintió algo culpable. La falta de oxígeno estaba afectando a sus inhibiciones.
Por lo visto, arderé en el fuego de los archiveros.

—Ya era hora —dijo Vittoria con voz estrangulada, cuando vio que Langdon pasaba las páginas con la mano. Dejó caer la espátula y le imitó.

—¿Ha habido suerte?

Vittoria negó con la cabeza.

—Nada que parezca puramente matemático. Lo estoy mirando por encima, pero no he encontrado la menor pista.

Langdon continuó traduciendo sus folios con creciente dificultad. Su conocimiento del italiano era precario, en el mejor de los casos, y la letra diminuta y el Lenguaje arcaico dificultaban su labor. Vittoria llegó al final de su montón antes que Langdon, y pasó las páginas hacia atrás con expresión desesperanzada. Se inclinó sobre la mesa dispuesta a una inspección más minuciosa.

Cuando Langdon terminó su página final, maldijo por lo bajo y miró a Vittoria. La joven tenía el ceño fruncido, con la vista clavada en su folio.

—¿Qué pasa? —preguntó él.

Vittoria no levantó la vista.

—¿Había notas a pie de página en tus folios?

—No me he fijado. ¿Por qué?

—Esta página tiene una. Está oculta en una arruga.

Langdon intentó ver lo que estaba mirando, pero sólo pudo distinguir el número de la página en la esquina superior derecha de la hoja. Folio 5. Tardó un momento en asimilar la coincidencia, y cuando lo hizo, la relación se le antojó vaga.
Folio Cinco. Cinco, Pitágoras,
pentagramas, Illuminati.
Langdon se preguntó si los Illuminati habrían escogido la página cinco para ocultar su pista. Langdon vislumbró un diminuto rayo de esperanza.

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