Read Ángeles y Demonios Online
Authors: Dan Brown
—De acuerdo, pero aún no me has dicho cómo descubriste que el
Diagramma
contenía la clave. ¿Está relacionado con el número recurrente que veías en las cartas de los Illuminati, el quinientos tres?
Langdon sonrió.
—Sí. Tardé bastante, pero al final descubrí que quinientos tres es un código sencillo. Apunta sin duda al
Diagramma.
Por un instante, Langdon revivió el momento de la inesperada revelación: 16 de agosto. Dos años atrás. Estaba a la orilla de un lago, durante la boda del hijo de un colega. Del lago llegó música de gaitas cuando la comitiva nupcial efectuó su original entrada: cruzando el lago en una barcaza. La embarcación estaba adornada con flores y guirnaldas. Había unos números romanos pintados con orgullo en el casco: DCII.
Langdon, intrigado por la inscripción, preguntó al padre de la novia.
—¿Qué tiene que ver el seiscientos dos?
—¿El seiscientos dos?
Langdon señaló la barcaza.
—DCII es seiscientos dos en números romanos.
El hombre rió.
—No son números romanos. Es el nombre de la barcaza.
—¿DCII?
El hombre asintió.
—
Dick y Connie II.
Langdon se sintió ridículo. Dick y Connie eran la pareja que contraía matrimonio. Era evidente que habían bautizado la barcaza en su honor.
—¿Qué fue de la
DCI?
El hombre gruñó.
—Se hundió ayer durante el ensayo del banquete.
Langdon rió.
—Lo siento mucho.
Miró de nuevo la barcaza.
DCII,
pensó.
Como un QEII en miniatura.
Un segundo después, cayó en la cuenta.
Langdon se volvió hacia Vittoria.
—Quinientos tres es un código, tal como ya te he dicho. Es un truco de los Illuminati para esconder lo que era un número romano. El número quinientos tres en cifras romanas es...
—DIII.
Langdon alzó la vista.
—Muy rápida. No me digas que eres una illuminata, por favor.
Ella rió.
—Utilizo números romanos para codificar estratos pelágicos.
Por supuesto,
pensó Langdon.
Todos lo hacemos.
Vittoria le miró.
—¿Qué significa DIII?
—DI, DII y DIII son abreviaciones muy antiguas. Las utilizaban los científicos para distinguir entre los tres documentos de Galileo que solían confundirse más.
Vittoria respiró hondo.
—
Dialogo... Discorsi... Diagramma.
—D uno, D dos, D tres. Muy científico. Muy polémico. Quinientos tres es DIII.
Diagramma.
El tercer libro.
Un aire de preocupación cruzó la cara de Vittoria.
—Hay algo que no acabo de entender. Sí este
segno,
esta pista, este anuncio sobre el Sendero de la Iluminación estaba en el
Diagramma
de Galileo, ¿por qué no lo advirtió el Vaticano cuando se incautó de los ejemplares?
—Puede que lo vieran y no se dieran cuenta. ¿Recuerdas los indicadores de los Illuminati? Escondían las cosas a plena vista. La disimulación. Por lo visto, el
segno
estaba escondido de alguna manera, a la vista de todos. Invisible para aquellos que no lo buscaban. Y también invisible para los que no lo
comprendían.
—¿Qué quieres decir?
—Que Galileo lo escondió bien. Según documentos históricos, el
segno
fue revelado de un modo que los Illuminati llamaban
lingua
pura.
—¿El idioma puro?
—Sí.
—¿Las matemáticas?
—Eso creo yo. Parece evidente. Al fin y al cabo, Galileo era un científico, y escribía
para
científicos. Las matemáticas serían el idioma lógico para transmitir una pista. El folleto se llama
Diagramma,
de manera que los diagramas matemáticos pueden formar también parte del código.
Vittoria habló en un tono algo más esperanzado.
—Supongo que Galileo pudo crear una especie de código matemático que pasó inadvertido al clero.
—No pareces muy convencida —dijo Langdon mientras avanzaba.
—No lo estoy. Sobre todo porque tú tampoco lo pareces. Si estás tan seguro acerca del DIII, ¿por qué no lo publicaste? En ese caso, alguien con acceso a los Archivos del Vaticano habría podido venir y consultar el
Diagramma.
—No quería publicarlo —dijo Langdon—. Había trabajado mucho para encontrar la información y...
Calló, avergonzado.
—Querías la gloria.
Langdon se ruborizó.
—Por decirlo de alguna manera. Es que...
—No te avergüences tanto. Estás hablando con una científica. Publica o perece. En el CERN lo llamamos «Demuestra o ahógate».
—No era sólo que quisiera ser el primero. También me preocupaba que, si la información del
Diagramma
caía en malas manos, podría desaparecer.
—¿Las malas manos eran las del Vaticano?
—No es que sean malas per se, pero la Iglesia siempre ha subestimado la amenaza de los Illuminati. A principios del siglo veinte, el Vaticano llegó al extremo de afirmar que los Illuminati eran un producto de la imaginación. El clero opinaba, y tal vez estaba en lo cierto, que lo último que necesitaban saber los cristianos era que existía un movimiento anticristiano muy fuerte infiltrado en sus bancos, partidos políticos y universidades.
Tiempo presente, Robert,
se recordó.
Existe una poderosa fuerza anticristiana infiltrada en sus bancos, partidos políticos y universidades.
—¿Crees que el Vaticano habría enterrado cualquier prueba que confirmara la amenaza de los Illuminati?
—Es muy posible. Cualquier amenaza, real o imaginaria, debilita la fe en el poder de la Iglesia.
—Una pregunta más. —Vittoria le miró como si fuera un alienígena—. ¿Hablas en serio?
Langdon se detuvo.
—¿Qué quieres decir?
—¿Es éste tu plan para salvar la situación?
Langdon no estaba seguro de si veía compasión o puro terror en sus ojos.
—¿Te refieres a encontrar el
Diagramma?
—No, me refiero a encontrar el
Diagramma,
localizar un
segno
de hace cuatrocientos años, descifrar un código matemático y seguir un antiguo sendero artístico que sólo los científicos más brillantes de la historia han sido capaces de seguir... y todo antes de cuatro horas.
Langdon se encogió de hombros.
—Estoy abierto a todo tipo de sugerencias.
Robert Langdon se paró ante la Cámara 9 y leyó las etiquetas de las estanterías.
BRAHE... CLAVIUS... COPERNICUS... KEPLER... NEWTON...
Mientras releía los nombres, experimentó una súbita inquietud.
Aquí están los científicos, pero ¿dónde está Galileo?
Se volvió hacia Vittoria, que estaba examinando el contenido de una cámara cercana.
—He encontrado el tema correcto, pero Galileo falta.
—No —contestó la joven, mientras indicaba la siguiente cámara—. Está aquí, pero espero que hayas traído tus gafas de leer, porque
toda
la cámara es para él.
Langdon corrió a su lado. Vittoria tenía razón. Todas las etiquetas de la Cámara 10 exhibían la misma palabra clave.
IL PROCESSO GALILEANO
Langdon lanzó un silbido, cuando comprendió por qué Galileo tenía su propia cámara.
—El caso Galileo —se maravilló, mientras miraba a través del cristal los contornos oscuros de las estanterías—. El proceso legal más largo y más caro de la historia vaticana. Catorce años y seiscientos millones de liras. Todo está aquí.
—Hay algunos documentos legales.
—Supongo que los abogados no han evolucionado mucho con los siglos.
—Ni tampoco los tiburones.
Langdon se acercó a un botón amarillo de buen tamaño que había en un lado de la cámara. Lo oprimió, y una hilera de luces zumbó en el interior. Las luces eran de un rojo intenso, de forma que convirtieron el cubículo en una celda púrpura, un laberinto de estantes que se perdían en la oscuridad.
—Dios mío —dijo Vittoria, asustada—. ¿Vamos a broncearnos o a trabajar?
—El pergamino y la vitela se descoloran, de modo que la cámara siempre se ilumina con luces oscuras.
—Podrías volverte loco ahí dentro.
O peor,
pensó Langdon, mientras caminaba hacia la única entrada de la cámara.
—Una veloz advertencia. El oxígeno es un oxidante, de manera que las cámaras herméticas contienen muy poco. Dentro se crea un vacío parcial. Te costará respirar.
—Bien, si cardenales viejos son capaces de sobrevivir...
Es verdad,
pensó Langdon.
Quizá gocemos de la misma suerte.
La entrada de la cámara era una sola puerta giratoria electrónica. Langdon observó la disposición habitual de cuatro botones de acceso en el eje interior de la puerta, cada uno accesible desde un compartimento. Cuando se apretaba un botón, la puerta motorizada se ponía en movimiento y realizaba la media rotación convencional hasta detenerse, un procedimiento normal para preservar la integridad de la atmósfera interior.
—Después de que yo entre —dijo Langdon—, aprieta el botón y sígueme. Dentro sólo hay un ocho por ciento de humedad, de modo que prepárate para notar la garganta seca.
Langdon entró en el compartimento rotatorio y oprimió el botón. La puerta zumbó ruidosamente y empezó a girar. Mientras seguía su movimiento, preparó su cuerpo para el choque físico que siempre acompañaba a los primeros segundos en una cámara hermética. Entrar en un archivo aislado era como elevarse seis mil metros desde el nivel del mar en un instante. Náuseas y mareos no eran raros.
Doble visión, dóblate en dos,
se recordó, citando el mantra de los archivistas. Langdon sintió un chasquido en los oídos. Después una especie de silbido del aire, y la puerta se detuvo.
Estaba dentro.
Lo primero que observó fue que el aire del interior era más enrarecido de lo que esperaba. Por lo visto, el Vaticano se tomaba sus Archivos más en serio que nadie. Langdon reprimió las ganas de vomitar y relajó el pecho, mientras sus capilares pulmonares se dilataban. La tirantez desapareció enseguida.
Entra en escena el Delfín,
pensó, agradecido de que sus cincuenta largos al día sirvieran de algo. Ahora que respiraba con más normalidad, paseó la mirada por toda la cámara. Pese a las paredes transparentes exteriores, experimentó una angustia muy conocida.
Estoy en una caja,
pensó.
Una maldita caja roja.
La puerta zumbó a sus espaldas. Langdon se volvió y vio que Vittoria entraba. Sus ojos empezaron a llorar de inmediato, y respiró con dificultad.
—Será un momento —dijo Langdon—. Si te mareas, dóblate por la cintura.
—Me siento... —dijo Vittoria con voz estrangulada—como si estuviera... buceando... con un aparato... equivocado.
Langdon esperó a que se adaptara. Sabía que se repondría. Era evidente que Vittoria Vetra estaba en una forma espléndida, nada que ver con los decrépitos ex alumnos de Radcliffe que Langdon había acompañado una vez a la cámara hermética de la Widener Library. La visita había terminado con Langdon aplicando el boca a boca a una anciana que casi se había tragado su dentadura postiza.
—¿Te sientes mejor? —preguntó.
Vittoria asintió.
—Subí a tu maldito avión espacial, así que pensé que te debía una.
El comentario provocó una sonrisa de la joven.
—
Touché.
Langdon introdujo la mano en la caja que había junto a la puerta y extrajo unos guantes de algodón blancos.
—¿Obligatorio? —preguntó Vittoria.
—El ácido de los dedos. No podemos tocar documentos sin ellos. Necesitarás un par.
Vittoria se puso unos guantes.
—¿Cuánto tiempo tenemos?
Langdon consultó su reloj de Mickey Mouse.
—Pasan de las siete.
—Hemos de encontrar esa cosa antes de una hora.
—De hecho —dijo Langdon—, no tenemos tanto tiempo. —Indicó un conducto de filtración en el techo—. En circunstancias normales, el conservador activaría un sistema de reoxigenación cuando alguien entrara en la cámara. Hoy no. Dentro de veinte minutos, nos quedaremos sin aire.
Vittoria palideció visiblemente bajo la luz rojiza.
Langdon sonrió y alisó sus guantes.
—Demuestre o ahóguese, señorita Vetra. Mickey está contando los segundos.
El reportero de la BBC Gunther Glick contempló el móvil que sujetaba durante diez segundos antes de colgar.
Chinita Macri le estudió desde la parte posterior de la camioneta donde se encontraba.
—¿Qué ha pasado? ¿Quién era?
Glick se volvió. Se sentía como un niño que acabara de recibir un regalo de Navidad y temiera que no fuera para él.
—Me acaban de dar un soplo. Algo está pasando en el Vaticano.
—Se llama cónclave —dijo Chinita—. Menudo soplo.
—No, otra cosa. —
Algo gordo.
Se preguntó si la historia que acababa de contarle el desconocido podía ser verdad. Glick se sintió avergonzado al caer en la cuenta de que estaba rezando para que lo fuera—. ¿Y si te dijera que cuatro cardenales han sido secuestrados y van a ser asesinados en diferentes iglesias esta noche?
—Te diría que alguien de la redacción, con un sentido del humor enfermizo, te está tomando el pelo.
—¿Y si te dijera que nos van a soplar dónde se perpetrará el primer asesinato?
—Me gustaría saber con quién has hablado.
—No lo dijo.
—¿Quizá porque es un mentiroso compulsivo?
Glick había esperado que Macri hiciera una buena exhibición de cinismo, pero estaba olvidando que él mismo se había ocupado de mentirosos y lunáticos durante casi una década en el
British Tattler.
El que había llamado no era ninguna de ambas cosas. Ese hombre había demostrado cordura y frialdad. Una lógica implacable.
Le llamaré un poco antes de las ocho,
había dicho,
y le diré dónde tendrá lugar el primer asesinato. Las imágenes que usted filmará se harán famosas.
Cuando Glick preguntó por qué le daba aquella información, la respuesta fue tan fría como el acento de Oriente Próximo del hombre.
Los medios de comunicación son el brazo derecho de la anarquía.
—También me dijo otra cosa —añadió Glick.
—¿Qué? ¿Que Elvis Presley acababa de ser elegido Papa?
—Llama a la base de datos de la BBC, por favor. —Glick estaba bajo los efectos de una descarga de adrenalina—. Quiero saber si tenemos más artículos sobre estos tipos.