Ángeles y Demonios (30 page)

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Authors: Dan Brown

Jesús,
pensó Langdon, sintiendo escalofríos por la eficacia con la que el comandante había comunicado a sus hombres que el cardenal era prescindible.
Acompañante secundario.

—Repito. Captura no mortal. Necesitamos vivo al objetivo. Adelante.

Olivetti desconectó su
walkie-talkie.

Vittoria parecía estupefacta, casi irritada.

—¿No va a
entrar
nadie, comandante?

Olivetti se volvió.

—¿Entrar?

—¡En el Panteón! ¿Dónde cree que va a suceder?


Attento
—dijo Olivetti, con ojos inflexibles—. Si se ha producido algún tipo de infiltración en mis filas, es posible que conozcan a mis hombres de vista. Su colega acaba de advertirme de que ésta será nuestra única oportunidad de atrapar al objetivo. No tengo la intención de asustar a nadie entrando con mis hombres.

—¿Y si el asesino
ya
está dentro?

Olivetti consultó su reloj.

—El objetivo fue concreto. A las ocho en punto. Faltan quince minutos.

—Dijo que
mataría
al cardenal a las ocho, pero es posible que ya haya entrado con la víctima. ¿Y si sus hombres ven al objetivo salir, pero no saben quién es? Alguien ha de comprobar que no se halla en el interior.

—Demasiado arriesgado en este momento.

—Si la persona que entra no puede ser reconocida, el riesgo es inexistente.

—Operativos camuflados significarían una pérdida de tiempo irreparable y...

—Me refería a
mí.

Langdon se volvió y la miró.

Olivetti meneó la cabeza.

—De ninguna manera.

—Asesinó a mi padre.

—Exacto, lo cual quiere decir que podría reconocerla.

—Ya le oyó por teléfono. No tenía ni idea de que Leonardo Vetra
tuviera
una hija. Estoy convencida de que no sabe cuál es mi aspecto. Podría entrar como una turista más. Si veo algo sospechoso, salgo a la plaza y hago una señal a sus hombres para que entren.

—Lo siento, pero no puedo permitirlo.


¿Comandante?
—El receptor de Olivetti crepitó—. La situación nos es desfavorable desde el punto norte. La fuente nos bloquea la vista. No podemos ver la entrada a menos que nos situemos en la plaza. ¿Qué ordena? ¿ Prefiere que permanezcamos ocultos o vulnerables?

Por lo visto, Vittoria ya había aguantado bastante.

—Estoy harta. Me voy.

Abrió la puerta y bajó.

Olivetti dejó caer el
walkie-talkie
y saltó del coche. Cortó el paso a Vittoria.

Langdon también bajó.
¿Qué diablos está haciendo esa chica?

—Señorita Vetra, su intención es buena, pero no puedo permitir que un civil se entrometa.

—¿Se entrometa? Usted vuela a ciegas. Deje que le ayude.

—Me gustaría contar con alguien en el interior, pero...

—Pero ¿qué? —preguntó Vittoria—. ¿Pero soy una
mujer?

Olivetti no dijo nada.

—Espero que no fuera a decir eso, comandante, porque sabe muy bien que he tenido una idea buena, y si deja que patochadas machistas arcaicas...

—Déjenos hacer nuestro trabajo.

—Déjeme ayudar.

—Demasiado peligroso. No tendríamos líneas de comunicación con usted. No puedo permitir que cargue con un
walkie-talkie,
la delataría.

Vittoria buscó en el bolsillo de la camisa y sacó el móvil.

—Muchos turistas llevan teléfono.

Olivetti frunció el ceño.

Vittoria abrió el teléfono y simuló llamar.

—Hola, cariño, estoy en el Panteón. ¡Deberías verlo! —Cerró el teléfono y miró a Olivetti—. ¿Quién rayos se va a enterar? La situación no me pone en peligro. ¡Deje que sea sus ojos! —Señaló el móvil que Olivetti llevaba sujeto al cinto—. ¿Cuál es su número?

Olivetti no contestó.

El conductor había estado mirando, como abismado en sus pensamientos. Bajó del coche y se llevó al comandante a un lado. Hablaron entre susurros durante diez segundos. Por fin, Olivetti asintió y volvió.

—Programe este número.

Empezó a dictar los dígitos.

Vittoria programó el teléfono.

—Ahora, llame al número.

Vittoria obedeció. El teléfono de Olivetti empezó a sonar. Lo levantó y habló.

—Entre en el edificio, señorita Vetra, eche un vistazo, salga del edificio, luego llámeme y dígame qué ha visto.

Vittoria cerró el teléfono.

—Gracias, señor.

Langdon experimentó una súbita e inesperada oleada de instinto protector.

—Espere un momento —dijo a Olivetti—. No pensará enviarla sola.

Vittoria le miró con el ceño fruncido.

—No me pasará nada.

El Guardia Suizo se puso a hablar otra vez con Olivetti.

—Es peligroso —dijo Langdon a Vittoria.

—Tiene razón —dijo Olivetti—. Ni siquiera mis mejores hombres trabajan solos. Mi lugarteniente acaba de comentar que la mascarada será más convincente si van los dos juntos.

¿Los dos?
Langdon vaciló.
En realidad, lo que quería decir...

—Si entran juntos —dijo Olivetti—, parecerán una pareja de turistas. Además, podrán apoyarse mutuamente. Me sentiré más tranquilo así.

Vittoria se encogió de hombros.

—Estupendo, pero hemos de proceder con rapidez.

Langdon gruñó.
Bien por ti, vaquero.

—La primera calle que encontrarán será la Via degli Orfani —señaló Olivetti—. Tuerzan a la izquierda. Los llevará directamente al Panteón. Dos minutos a pie, como máximo. Yo estaré aquí, al mando de mis hombres y esperando su llamada. Me gustaría que fueran protegidos. —Sacó su pistola—. ¿Alguno de ustedes dos sabe utilizar un arma?

El corazón de Langdon se paró un momento.
¡No necesitamos
una pistola!

Vittoria extendió la mano.

—Puedo darle a una marsopa desde cuarenta metros de distancia, disparando desde la proa de un barco en movimiento.

—Bien. —Olivetti le entregó la pistola—. Tendrá que esconderla.

Vittoria echó un vistazo a sus
shorts.
Después, miró a Langdon.

¡Oh no, eso no!,
pensó él, pero Vittoria actuó con rapidez. Le abrió la chaqueta e introdujo el arma en uno de los bolsillos del pecho. Fue como si le hubieran metido una piedra en la chaqueta, y su único consuelo era que el
Diagramma
descansaba en el otro bolsillo.

—Nuestro aspecto es de lo más inofensivo —dijo Vittoria—. Nos vamos.

Tomó a Langdon del brazo y empezó a caminar.

—Cogidos del brazo queda mejor —gritó el conductor—. Recuerden que son turistas. Recién casados, incluso. ¿Y si se cogen de la mano?

Cuando dobló la esquina, Langdon habría podido jurar que vio en el rostro de Vittoria la sombra de una sonrisa.

59

La «sala de organización» de la Guardia Suiza se halla junto a los barracones del Corpo di Vigilanza, y se usa sobre todo para planear la seguridad de las apariciones papales y los acontecimientos públicos del Vaticano. Hoy, no obstante, la utilizaban para otra cosa.

El hombre que dirigía la palabra a la fuerza era el segundo al mando de la Guardia Suiza, el capitán Elias Rocher. Rocher era un individuo corpulento de facciones delicadas, como de masilla. Vestía el uniforme tradicional azul de capitán con un toque personal, una boina roja inclinada sobre la cabeza
.
Su voz era sorprendentemente cristalina para un hombre de su corpulencia, y cuando hablaba, su tono poseía la claridad de un instrumento musical. Pese a la precisión de su entonación, los ojos de Rocher estaban nublados como los de un mamífero nocturno. Sus subordinados le llamaban «orso», oso. A veces, comentaban en broma que Rocher era «el oso que caminaba a la sombra de la víbora». El comandante Olivetti era la víbora. Rocher era tan mortífero como la víbora, pero al menos era predecible.

Los hombres de Rocher estaban en posición de firmes. Ninguno movía un músculo, aunque la información que acababan de recibir les había acelerado el pulso.

El teniente Chartrand, un novato, se hallaba al fondo de la sala, arrepentido de no haber formado parte del noventa y nueve por ciento de aspirantes rechazados. A los veinte años, Chartrand era el guardia más joven de la fuerza. Llevaba tan sólo tres meses en el Vaticano. Como todos los hombre presentes, Chartrand era un Guardia Suizo entrenado, y había soportado dos años de preparación adicional en Berna, antes de presentarse a la dura
prova
celebrada en barracones secretos situados en las afueras de Roma. Sin embargo, su entrenamiento no le había preparado para una crisis como ésta.

Al principio, Chartrand pensó que la reunión informativa era una especie de ejercicio de entrenamiento extravagante.
¿Armas futuristas? ¿Sectas antiquísimas? ¿Cardenales secuestrados?
Después, Rocher les había enseñado el vídeo grabado en directo del arma en cuestión. Por lo visto, no se trataba de un ejercicio.

—Cortaremos la electricidad en zonas seleccionadas —estaba diciendo Rocher—, con el fin de eliminar interferencias magnéticas externas. Trabajaremos en grupos de cuatro. Utilizaremos gafas de visión infrarroja. El registro se efectuará con los rastreadores de micrófonos ocultos tradicionales. ¿Alguna pregunta?

Ninguna.

La mente de Chartrand estaba sobrecargada.

—¿Y si no la encontramos a tiempo? —preguntó, cosa de la que se arrepintió de inmediato.

El oso le miró. Después, despidió al grupo de hombres con un sombrío saludo.

—Que Dios os asista, muchachos.

60

A dos manzanas del Panteón, Langdon y Vittoria se acercaron a pie a una fila de taxis, cuyos conductores dormitaban en el asiento delantero. La hora de la siesta era eterna en la Ciudad Eterna. Dormir en público era una costumbre perfeccionada de las siestas importadas de la antigua España.

Langdon se esforzaba por concentrarse, pero la situación era demasiado anómala para asimilarla de una forma racional. Seis horas antes estaba durmiendo en Cambridge. Ahora se encontraba en Europa, atrapado en una batalla surrealista de antiguos titanes, con una semiautomática en el bolsillo de la chaqueta, cogido de la mano de una mujer a la que acababa de conocer.

Observó a Vittoria. Miraba fijamente hacia delante. Le asía la mano con la fuerza de una mujer independiente y decidida. Sus dedos envolvían los de él con la espontaneidad de una aceptación innata. Sin vacilar. Langdon experimentaba una creciente atracción.
Sé realista,
se dijo.

Por lo visto, Vittoria intuyó su inquietud.

—Relájate —dijo sin volver la cabeza—. Se supone que somos una pareja de recién casados.

—Estoy relajado.

—Me estás triturando la mano.

Langdon enrojeció y aflojó su presa.

—Respira por los ojos —dijo ella.

—¿Perdón?

—Relaja los músculos. Se llama
pranayama.

—¿Prana qué?


Pranayama.
Da igual.

Cuando doblaron la esquina y entraron en la Piazza della Rotunda, el Panteón se alzó ante ellos. Langdon lo miró con asombro y reverencia, como siempre.
El Panteón. Templo de todos los dioses. Dioses paganos. Dioses de la Naturaleza y de la Tierra.
No recordaba que se pareciera tanto a una caja. Las columnas verticales y los
pronaus
triangulares ocultaban la cúpula circular que había detrás. Aun así, la audaz y poco modesta inscripción que destacaba sobre la entrada le confirmó que se encontraban en el punto exacto.
M AGRIPPA L F COS TERTIUM FECIT
. Langdon lo tradujo, como siempre, con estupor.
Marco Agripa, cónsul por tercera vez, lo construyó.

Humilde el muchacho,
pensó, y paseó los ojos a su alrededor. Varios turistas deambulaban por la zona con sus cámaras de vídeo. Otros se habían sentado, para disfrutar del mejor café helado de Roma en
La Tazza di Oro.
Ante la entrada del Panteón, cuatro policías armados estaban firmes, tal como Olivetti había pronosticado.

—Parece que hay mucha tranquilidad —dijo Vittoria.

Langdon asintió, pero se sentía preocupado. Ahora que se encontraba aquí en persona, todo lo que estaba sucediendo se le antojaba surrealista. Pese a la aparente fe de Vittoria en que él tenía razón, Langdon comprendió que había depositado toda su fe en la primera línea. No podía apartar de su mente el poema de los Illuminati.
Desde la tumba terrenal de San, / en el agujero del demonio. SÍ,
se dijo. Este era el lugar. La tumba de Santi. Había estado aquí muchas veces, bajo el
oculus
del Panteón, y visitado la tumba del gran Rafael.

—¿Qué hora es? —preguntó Vittoria.

Langdon consultó su reloj.

—Las siete y cincuenta minutos. Faltan diez para el inicio del espectáculo.

—Espero que esos tipos sean buenos —dijo Vittoria, mientras observaba a los turistas que entraban en el Panteón—. Si algo sucede dentro de la cúpula, estaremos expuestos al fuego cruzado.

Langdon exhaló un profundo suspiro y avanzó hacia la entrada. La pistola le pesaba en el bolsillo. Se preguntó qué pasaría si los policías le registraban y encontraban el arma, pero los agentes no le dirigieron ni una mirada. Por lo visto, el disfraz era convincente.

—¿Has disparado otra cosa que no fuera un dardo anestesiante? —susurró a Vittoria.

—¿No confías en mí?

—¿Confiar en ti? Si apenas te conozco.

Vittoria frunció el ceño.

—Y yo que pensaba que éramos recién casados.

61

Dentro del Panteón reinaba una atmósfera fría y húmeda, cargada de historia. El techo flotaba como ingrávido. La cúpula tenía cuarenta y tres metros de diámetro y era más grande incluso que la de San Pedro. Como siempre, Langdon sintió un escalofrío cuando entró en la estancia cavernosa. Era una notable fusión de ingeniería y arte. Sobre ellos, un estrecho rayo de sol vespertino penetraba por el famoso agujero circular del techo.
El oculus,
pensó Langdon.
El agujero del demonio.

Habían llegado.

Los ojos de Langdon siguieron el arco del techo hasta las columnas que formaban las paredes, y por fin hasta el suelo de mármol pulido. El tenue eco de pasos y los murmullos de los turistas resonaban en toda la cúpula. Langdon examinó la docena de turistas que vagaban en las sombras.
¿Estás aquí?

—Parece muy tranquilo —dijo Vittoria, sin soltar su mano.

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