Antártida: Estación Polar (24 page)

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Authors: Matthew Reilly

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Ciencia Ficción

Eso creaba un problema.

Porque significaba que la persona que había matado a Samurái era una persona en la que Schofield pensaba que podía confiar.

No podían haber sido los científicos franceses, Champion y Rae. Desde que la batalla con los franceses terminara, habían estado esposados a un poste en el nivel E.

Podía haber sido uno de los científicos de Wilkes. Mientras Schofield estaba fuera con Montana y Hensleigh todos los científicos se hallaban en la sala común del nivel B, sin vigilancia alguna por parte de los marines. Pero ¿por qué? ¿Por qué demonios querría uno de los científicos matar a un marine herido? No iban a sacar nada de la muerte de Samurái. Los marines estaban allí para ayudarlos.

Todavía existía otra posibilidad.

Uno de los marines había matado a Samurái.

La mera posibilidad de que esto pudiera haber sucedido hizo que Schofield se estremeciera. Tan solo el hecho de habérselo siquiera planteado le helaba la sangre. Pero lo hizo igualmente porque, aparte del personal que residía en Wilkes, un marine era la única otra persona en la estación que había tenido la oportunidad de matar a Samurái.

Schofield, Sarah y Montana habían estado fuera cuando había ocurrido, por lo que Schofield al menos estaba seguro de ellos.

Respecto a los otros marines, sin embargo, existían ciertas dificultades.

Todos habían estado (en mayor o menor medida) trabajando a solas en distintos lugares de la estación cuando el asesinato había tenido lugar. Cualquiera de ellos podría haberlo hecho sin que lo vieran.

Schofield pensó con detenimiento en cada uno de ellos.

Serpiente. Se encontraba en el nivel C, en el nicho, arreglando los controles del cabrestante que subía y bajaba la campana de inmersión de la estación. Había estado todo el tiempo solo.

Santa
Cruz. Había estado inspeccionando la estación en busca de dispositivos de borrado franceses. La búsqueda había sido infructuosa, salvo por el transmisor
VLF
que se encontraba en esos momentos a los pies de Schofield. También había estado realizando su trabajo solo.

Quitapenas. Schofield pensó en el joven soldado. Quitapenas era el principal sospechoso. Schofield lo sabía y el propio Quitapenas también. Era quien le había dicho a Schofield que Samurái estaba lo suficientemente estable como para bajar al nivel E a por Champion. También era el único que había estado con Samurái desde que la batalla concluyera. Con los datos de que disponía Schofield, Samurái bien podría llevar muerto más de una hora, asesinado por Quitapenas.

Pero ¿por qué? Esa era la pregunta a la que Schofield no lograba hallar respuesta. Quitapenas era joven, tenía veintiún años. Acababa de entrar en los marines, estaba verde y tenía muchas ansias de aprender y ascender. Cumplía las órdenes al instante y todavía no era lo suficientemente mayor como para haberse vuelto un cínico o estar hastiado. El chico adoraba ser marine, y era uno de los jóvenes más auténticos y sinceros que Schofield había conocido jamás. Schofield pensaba que conocía bien el carácter de Quitapenas. Quizá no fuera así.

Sin embargo, el hecho de haber considerado la posibilidad de que Quitapenas fuera el asesino hizo que a Schofield se le viniera a la cabeza otro pensamiento. Era un recuerdo, un recuerdo doloroso que Schofield había intentado enterrar.

Andrew Trent.

Teniente primero Andrew X. Trent, Cuerpo de Marines de los Estados Unidos.

Perú. Marzo, 1997.

Schofield había ido a la Escuela Militar de Cadetes con Andy Trent. Eran buenos amigos y, después de la Escuela, habían sido ascendidos al rango de teniente primero a la vez. Trent, un estratega brillante, fue enviado al frente de una codiciada unidad de reconocimiento de los marines con base en el Atlántico. Schofield, que no era un genio táctico como Trent, fue enviado al frente de una unidad con base en el Pacífico.

En marzo de 1997, apenas un mes después de tomar el mando de su unidad de reconocimiento, a Schofield y su equipo les ordenaron que acudieran a una batalla que se estaba librando en las montañas del Perú. Al parecer, se había realizado un descubrimiento de extraordinaria importancia en un antiguo templo inca en los Andes y el presidente peruano había pedido ayuda a los Estados Unidos. Las montañas del Perú estaban plagadas de peligrosos cazadores de tesoros; cazadores que habían matado a equipos enteros de investigadores universitarios para robarles los objetos de valor incalculable que encontraban.

Cuando la unidad de Schofield llegó al emplazamiento, fueron recibidos por un pelotón de soldados estadounidenses, una sección de Rangers del ejército de los Estados Unidos. Los Rangers habían establecido un perímetro de tres kilómetros alrededor de una montaña cubierta por un bosque. En la parte superior de la montaña, medio enterrados en la ladera, se hallaban los restos de un templo inca de forma piramidal.

El capitán informó a Schofield de que una unidad de reconocimiento de los marines se encontraba ya en el interior del templo.

La unidad de Andy Trent.

Al parecer, había sido la primera unidad en llegar al lugar. Trent y su equipo se encontraban realizando algunos ejercicios en la selva de Brasil cuando habían saltado las alarmas, por lo que habían sido los primeros en desplazarse hasta allí.

El capitán de los Rangers no sabía nada más acerca de lo que estaba aconteciendo en el interior del templo en ruinas. Lo único que sabía era que a todas las demás unidades que habían llegado al lugar se les había ordenado que establecieran un perímetro de tres kilómetros alrededor del templo y que no entraran bajo ningún concepto.

La unidad de Schofield procedió a hacer lo que se le había ordenado y reforzaron el perímetro de tres kilómetros alrededor del templo.

Fue entonces cuando una nueva unidad llegó al lugar.

Sin embargo, a esta unidad sí se le permitió traspasar el perímetro. Era un equipo de
SEAL
, según había dicho alguno de los allí presentes, una especie de brigada antiexplosivos que iba a entrar para desactivar algunas minas que habían colocado quienesquiera que se encontraran allí con los marines de Trent. Al parecer, la lucha había sido encarnizada. A Schofield le alegró saber que Trent y su equipo se habían impuesto.

El equipo de
SEAL
entró al perímetro. El tiempo transcurrió con gran lentitud.

Y, entonces, de repente, el auricular de Schofield había cobrado vida. Una voz, incomprensible por las interferencias.

Decía:

—Aquí el teniente Andrew Trent, comandante de la cuarta unidad de reconocimiento del Cuerpo de Marines. Repito, aquí el teniente Andrew Trent de la unidad cuarta de reconocimiento del Cuerpo de Marines de los Estados Unidos. Si hay algún marine ahí fuera, le ruego que responda.

Schofield respondió.

Trent no pareció escucharle. Podía transmitir, pero obviamente no podía recibir.

Trent dijo:

—Si hay algún marine en el exterior de este templo, ¡asáltenlo ya! Repito, ¡asáltenlo ya! ¡Han infiltrado hombres en mi unidad! ¡Han infiltrado hombres en mi maldita unidad! Marines, los
SEAL
que han entrado antes en el perímetro les han dicho que estaban aquí para ayudarme. Han dicho que eran una unidad especial enviada por Washington para ayudarme a proteger y asegurar este lugar. ¡A continuación han sacado sus armas y han disparado a uno de mis cabos en la puta cabeza! ¡Y ahora están intentando matarme! ¡Joder! ¡Por Dios santo, algunos de mis hombres les están ayudando! ¡Han infiltrado hombres en mi maldita unidad! Estoy siendo atacado por mis propios…

La señal se cortó de repente.

Schofield había mirado rápidamente a su alrededor. Nadie parecía haber escuchado aquel breve y contundente mensaje. Trent debía de haberlo transmitido a través de la frecuencia exclusiva para oficiales, lo que significaba que solamente Schofield lo había escuchado.

A Schofield no le importó. Ordenó inmediatamente a su unidad que se movilizara pero, tan pronto como estuvieron listos para dirigirse al templo, los Rangers les cortaron el paso. Eran una sección de cincuenta hombres. En la unidad de Schofield solo eran doce.

El capitán de los Rangers habló con firmeza:

—Teniente Schofield, mis órdenes son claras. Nadie va a entrar allí. Nadie. Si alguien intenta acceder a ese templo, tengo órdenes de dispararle. Si intenta entrar allí, teniente, me veré obligado a abrir fuego contra ustedes. —Su voz se tornó gélida—. No tenga duda de que lo haré, teniente. No me lo pensaré dos veces a la hora de disparar a una docena de estúpidos marines.

Schofield había mirado fijamente al capitán de los Rangers.

Era un hombre alto, de cerca de cuarenta años, un soldado de carrera de primera línea, en forma y fornido, con la cabeza llena de abundante cabello gris cortado al rape. Tenía unos ojos fríos, inánimes, y un rostro curtido y lleno de desdén. Schofield recordaba su nombre (siempre lo recordaría), recordaba cómo el muy bastardo se lo había dicho en un modo robótico, entrecortado, cuando Schofield le había pedido que se identificara: capitán Arlin F. Brookes, Ejército de los Estados Unidos.

Y así, Schofield y su equipo fueron retenidos tras el perímetro, mientras la voz de Andrew Trent seguía gritando desesperadamente por el intercomunicador del casco de Schofield.

Cuanto más gritaba Trent, más furioso y frustrado se tornaba Schofield.

Trent dijo que el equipo de los
SEAL
que había entrado en el interior había matado a más de sus hombres. Algunos de sus propios hombres se habían unido a ellos y habían disparado a quemarropa a soldados de su unidad. Trent no sabía lo que estaba ocurriendo.

Lo último que Schofield escuchó por el intercomunicador de su casco aquel día fue a Trent decir que era el único que quedaba.

Andrew Trent jamás salió del templo.

Un año después, tras llevar a cabo algunas investigaciones, a Schofield le dijeron que la unidad de Trent había llegado al templo y no había encontrado a nadie. No hubo ninguna batalla, no tuvieron que luchar con nadie. Para empezar, ni siquiera había existido tan misterioso descubrimiento. Tras llegar al templo y descubrir que estaba vacío, Trent y su equipo habían inspeccionado las húmedas y oscuras ruinas. Fue durante esa búsqueda cuando unos pocos hombres, Trent incluido, habían caído por un agujero oculto. El agujero debía de tener al menos treinta metros, con escarpadas paredes rocosas. Nadie había sobrevivido a la caída. Se había realizado una búsqueda y todos los cuerpos habían sido recuperados.

A excepción del de Trent. El cuerpo de Andrew Trent jamás fue encontrado.

Eso hizo enfurecer a Schofield. Oficialmente, nada había ocurrido en aquel templo. Nada salvo un trágico accidente que se había llevado la vida de doce marines de los Estados Unidos.

Schofield sabía que él había sido el único que había escuchado la voz de Trent por el sistema de radio; sabía que nadie lo creería si cuestionaba siquiera lo que había ocurrido. Si dijese algo, probablemente solo lograría ser juzgado (con toda discreción) por un tribunal militar y que lo expulsaran (con mayor discreción todavía) con deshonor de los marines.

Y por ello Schofield jamás había mencionado ese incidente a nadie.

Pero en ese momento, en los gélidos confines de una estación polar subterránea en la Antártida, aquel incidente volvió a asaltar su memoria.

«¡Han infiltrado hombres en mi unidad! ¡Han infiltrado hombres en mi maldita unidad!»

Las palabras de Trent resonaron en la cabeza de Schofield mientras pensaba en si Quitapenas había matado a Samurái.

¿También habían infiltrado a hombres en su unidad?

¿Y quiénes lo habían hecho? ¿El Gobierno de los Estados Unidos? ¿El Ejército?

Parecía algo propio de la antigua Unión Soviética. Un Gobierno infiltrando hombres «especiales» en unidades de élite. Pero, como Schofield bien sabía, los Estados Unidos y la URSS no habían sido tan diferentes al fin y al cabo. Los Estados Unidos siempre habían acusado a los soviéticos de adoctrinamiento, al mismo tiempo que en todos los colegios de los Estados Unidos sonaba cada mañana el himno nacional.

Se estremeció al pensar que dentro de su unidad pudiera haber hombres desleales.

Continuó con el repaso mental de los hombres de su unidad.

Demonios, incluso Riley y Gant (a los que había encargado que prepararan el equipo de buceo en el nivel E) habían estado separados en algunos momentos, puesto que Riley iba a ver a menudo cómo se encontraba Madre.

Schofield no podía pensar que
Libro
Riley fuera un traidor. Lo conocía desde hacía demasiado tiempo.

¿Pero Gant? Schofield creía conocer a Libby Gant. Él mismo la había elegido para su unidad. ¿Acaso esa decisión había sido prevista por otra persona? Por alguien que la quería en la unidad de Schofield. No…

La única otra marine que seguía con vida en la estación era Madre. Y la mera idea de que ella pudiera haber asesinado a Samurái era absurda.

La cabeza de Schofield no dejaba de dar vueltas. Lo único que sabía con seguridad era que
Samurái
Lau estaba muerto y que alguno de los suyos lo había matado. El problema era que cualquiera podría haberlo hecho.

Montana, Gant y
Santa
Cruz estaban listos para la inmersión.

A sus espaldas llevaban botellas de aire de baja audibilidad fabricadas por la Armada, botellas a las que en el Cuerpo de Marines se conocía coloquialmente como «botellas de buceo furtivas».

El agua es un gran conductor del sonido y las botellas de aire normales hacen mucho ruido al bombear el aire comprimido a través de los tubos conectados a las boquillas de los buzos. Cualquier micrófono submarino comercial detecta a un buzo por el zumbido de su equipo de respiración.

Por ello, la Armada de los Estados Unidos había gastado millones de dólares en desarrollar un aparato de respiración aislante y silencioso para la natación subacuática. El resultado era un sistema conocido como aparato de respiración de baja audibilidad o
LABA
,
SUS
siglas en inglés. Las botellas de buceo son muy ruidosas bajo el agua. Las
LABA
son ilocalizables para un sistema de detección de audio convencional, de ahí la comparación con los aviones furtivos.

Schofield observó a los tres marines mientras estos se colocaban las máscaras de buceo y se preparaban para saltar al tanque. Después se volvió y observó detenidamente el tanque, vacío a excepción de la campana de inmersión que flotaba en el centro. El grupo de orcas se había marchado hacía cuarenta minutos y no las habían vuelto a ver desde entonces. Mientras miraba el tanque, sin embargo, sintió que alguien le daba una palmadita en el hombro. Schofield se volvió.

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