Antología de novelas de anticipación III (30 page)

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Authors: Edmund Cooper & John Wyndham & John Christopher & Harry Harrison & Peter Phillips & Philip E. High & Richard Wilson & Judith Merril & Winston P. Sanders & J.T. McIntosh & Colin Kapp & John Benyon

Tags: #Ciencia Ficción, Relato

—Ahora, póngase las gafas y vuelva a mirarlo —dijo la muchacha.

Jones obedeció. A través de los cristales de las gatas, pudo ver dos finísimas líneas rojas que se cruzaban en un punto de las montañas de Colorado.

—Cuando el general Deepers estaba delirando —dijo Jean Grane—, habló de una mina abandonada.

—¡Hum! —murmuró Jones. En su interior se sentía helado, temeroso de moverse. No había experimentado aquella sensación desde que tuvo la gripe amarilla—. ¡Botón, botón! —susurró. ¿Tenía ya el botón en sus manos? Sus manos empezaron a temblar. La muchacha le contemplaba con ojos inquietos y pensativos.

Baine se deslizó fuera del taller. Nadie se fijó en él.

Las aspas del helicóptero empezaron a girar. Jones, absorto en la contemplación del mapa, no se enteró.

—¿Por qué tiembla usted? —preguntó Jean.

—Estaba pensando que el apretar botones no nos devolverá a los muertos —respondió Jones.

—¿No estará usted sugiriendo que no debemos apretar ningún botón? —dijo la muchacha.

—No —dijo Jones—. Pero usted sabe, lo mismo que yo, que la República ha muerto definitivamente, y que apretar botones no va a devolvérnosla. Tenemos que enfrentarnos con los hechos, Jean: América ha perdido una guerra, irremediablemente.

El rostro de Jean quedó nublado por una sombra de tristeza.

—Lo sé —susurró—. Todos lo sabemos, aunque ninguno de nosotros quiera admitirlo. Y sabemos que el destruir a nuestros enemigos no nos devolverá nada de lo que amábamos.

—No —dijo Jones—. Después de la Guerra Civil, cuando la Confederación quedó destruida, ¿qué hicieron algunos de los soldados confederados? Emigraron. Muchos de ellos se marcharon al Brasil. Allí fundaron una pequeña colonia de irreductibles rebeldes.

—¿Qué les sucedió?

—No lo sé —respondió Jones—. Ni creo que importe. Lo que quería decirle es que me gustaría que hubiera algún Brasil para nosotros, algún refugio donde pudiéramos mantener vivo al menos el recuerdo de la América que existió. Unas hectáreas de terreno, la ladera de una montaña, un lugar donde un hombre pudiera formar un hogar, donde algún día pudiera contarle su historia a sus hijos...

La muchacha estaba ahora muy cerca de él. Jones percibió el anhelo que reflejaban sus ojos.

—¿Dónde está ese lugar? La Federación tiene un brazo muy largo.

Jones sonrió sin la menor alegría. Miró a su alrededor, buscando el poste de señales que indicaba el camino hacia Alamogordo. Había sido alcanzado por los efectos de una de las bombas lanzadas por el helicóptero, y la flecha apuntaba ahora rectamente al cielo.

—Allí está el único lugar que conozco: el cielo.

Jake Cross se acercó, sonriendo.

—Vuelo final —dijo—. Dentro de un par de minutos despegaremos. Y en la próxima parada empezaremos a apretar botones.

Le siguieron hasta el helicóptero.

IV

Empezaba a oscurecer cuando el helicóptero aterrizó en el valle. A la derecha se erguía la enorme mole de una montaña. A la izquierda, en la ladera de una colina, veíanse los edificios en ruinas de una pequeña mina desierta.

El aire era limpio, perfumado con los colores de las montañas y agradablemente fresco. Jones aspiró profundamente. Alzó la mirada hacia las cumbres que se perdían en la distancia.

—Hermoso sitio para vivir —dijo.

Jake Cross contempló excitadamente los edificios de la mina.

—Un mapa estupendo, Jean —aprobó—. A nadie podría ocurrírsele la existencia de rampas de lanzamiento en este lugar. Vamos a apearnos, Sam. Los botones nos están esperando.

Jones descendió del helicóptero... y dio un salto al ver lo que estaba oculto entre la hierba. Jean, que estaba a punto de apearse, siguió la dirección de la mirada de Jones y lanzó un grito.

—¡Un esqueleto!

El esqueleto llevaba uniforme y de su cinto colgaba la funda de un revólver de reglamento. Jones se inclinó. Cuando volvió a incorporarse, llevaba en la mano una insignia de plata.

—Parece que su mapa es exacto, Jean —dijo—. Ese hombre era un coronel. Y los coroneles no eran utilizados para misiones de poca importancia.

—¿Qué le sucedería? —preguntó Cross.

—Supongo que vino aquí a apretar un botón —respondió Jones—. Y no pudo llegar más lejos. —Inclinándose de nuevo, recogió un trozo de cuerda y un fragmento de nylon—. Fue lanzado en paracaídas.

Jake Cross saludó gravemente al esqueleto.

—Apretaremos un botón por usted, coronel —dijo.

Jones apartó la mirada. La fijó en las montañas y en el lejano cielo que ardía con los esplendores de la puesta de sol. En aquel cielo se movían unos puntitos. Jones los siguió con los ojos, sin preocuparse de su significado. Eran helicópteros..., ocho o nueve helicópteros. De repente, dándose cuenta de lo que representaban, lanzó un grito.

—¡Nos han localizado con su radar, y se están acercando!

—Hijos de... —empezó Jack Cross.

—Vámonos a la mina —dijo Jones—. No tardarán en localizar nuestro helicóptero, y no nos queda tiempo para ocultarlo. Y no podemos huir por el aire.

Echaron a correr hacia la mina.

—Si pudiera apretar un solo botón antes de que me cojan... —jadeó Cross—. ¡Uno solo, Dios mío!

Apretar un botón se había convertido para él en una obsesión.

Si Jones hubiera visto aquella mina en otras circunstancias, no le hubiera prestado la menor atención; pero, con la evidencia del mapa, tenía la esperanza de que fuera realmente una de las rampas de lanzamiento secretas... o tal vez incluso el cuartel general secreto que los rumores públicos situaban en algún lugar de aquella región occidental.

Los que habían abierto la mina habían construido el túnel de entrada al pie de la ladera de la colina. Junto a él habían levantado un cobertizo de planchas metálicas. Los edificios de madera tenían aspecto de viviendas y de almacenes. En el túnel había una puerta que giraba sobre un solo gozne. La empujaron..., y se detuvieron, asombrados.

El negro cañón de una ametralladora les estaba apuntando. Detrás del cañón, contemplándoles a través del punto de mira, había un hombre. Les miró de un modo impersonal.

—Dejen caer las armas al suelo —dijo.

Sam Jones alzó los ojos al cielo.

—Están llegando los helicópteros de la Federación —dijo.

El hombre asintió.

—Lo sé. Los vi antes que ustedes. Por eso están ustedes vivos.

—¿Qué?

—Si no hubiera visto que los Federados les perseguían, les hubiera derribado... a causa de los emblemas de su helicóptero. Pero, si huían ustedes de los Federados, aunque fuera en un helicóptero con los emblemas de la Federación, pensé que debía concederles una oportunidad para hablar. De modo que si tiran las armas al suelo, podrán hablar. Si no quieren tirarlas, obraré en consecuencia. Y les advierto que será mejor que inventen algo bueno, porque por bueno que sea, queda en pie el hecho de que han conducido a los soldados de la Federación hasta el laboratorio bacteriológico secreto.

—¿Al qué? —balbució Jones.

—Al Laboratorio de Guerra Bacteriológica —respondió el hombre—. Cuando hayan dejado caer las armas díganme qué diablos creían ustedes que era esto.

Dejaron caer las armas. Se miraron el uno al otro. Jones miró a la muchacha.

—Ese general Deepers, ¿a qué arma pertenecía?

—Al..., al Cuerpo Médico —respondió Jean.

—¿Deepers? —El hombre que estaba detrás de la ametralladora pareció súbitamente interesado—. Estaba al mando de este laboratorio. ¿Saben qué ha sido de él?

—¡Maldición! —exclamó Jones—. Deepers era un médico. Y, desde luego,
su
mapa conducía a un maldito laboratorio bacteriológico.

—¿Qué mapa? —preguntó el hombre.

Le contaron la historia, con frases entrecortadas. Fuera, en el prado donde habían dejado el helicóptero, estalló la primera bomba.

—Tendré que permitirles la entrada —dijo el hombre—. Este lugar no es lo que ustedes pensaban, pero pueden pasar, de todos modos. Recojan sus armas y ayúdenme a transportar ésta. Toda la montaña es un laberinto de cuevas. El laboratorio está debajo de nosotros.

En el exterior estalló otra bomba. Al oír la explosión, Jake blandió su puño.

—Algún día, malditos...

El centinela encendió una linterna y les guió por el túnel. Delante de ellos se oyó un crujido. A la débil claridad de la linterna se hizo visible un hombre. Al mirarle, Jones se estremeció. El hombre era alto y estaba increíblemente delgado. Llevaba una larga barba y sus ropas estaban sucias y rotas.

—¿Es usted, Raymond? —le preguntó al centinela.

—Uh-uh —fue la respuesta—. ¿Qué está usted haciendo aquí, Joe?

De repente, su voz se había hecho amable, con cierto acento de tristeza.

—Iba a salir a contemplar las estrellas —respondió el espectro—. Quiero verlas otra vez. Todos vamos a ir allí, ya sabe.

—Desde luego, lo sé —dijo el centinela amablemente—. Pero será mejor que no salga ahora, Joe. Ahí fuera hay unos hombres malos... ¡Eh, amigo! ¿Qué le pasa?

Sam Jones no oyó la pregunta. En su precipitación por avanzar, había empujado al centinela.

—¿Doctor Corless? —susurró. Sus piernas temblaban y su corazón latía tumultuosamente—. Supongo que no se acordará usted de mí, señor, pero...

El demacrado rostro se volvió hacia él, mientras el centinela le iluminaba de lleno con su linterna; luego, los hundidos ojos se cerraron, como si el hombre tratara de concentrarse, escarbando en sus recuerdos.

—Soy Jones, señor —continuó Sam—. Samuel Jones, señor.

—¿Jones? —El hombre pareció saborear la palabra, masticarla casi, tratando de descubrir los recuerdos que iban unidos a ella. Al cabo de unos instantes añadió—: Hubo un Jones en mi plantilla. Un hombre muy brillante. Sentí mucho tener que decepcionarle. Jones... ¡Ah!

Las conexiones de la memoria habían vuelto a romperse.

—Aquel Jones era yo, señor —dijo Sam. Y se irguió al decirlo. Había conocido a aquel hombre, a aquel fantasma, uno de los físicos más eminentes del mundo, antes —incluso el recuerdo era penoso—, antes de que la Propulsión Corless fracasara. Recordaba los espectaculares titulares de los periódicos: UN CIENTÍFICO PRETENDE HABER DESCUBIERTO UN SISTEMA DE PROPULSIÓN PARA LAS NAVES ESPACIALES.

Aquello había sucedido antes de que llegara la gripe amarilla, y podía haber sido uno de los motivos de que se produjera la epidemia. Corless había estado trabajando durante años con dinero suministrado por el Departamento de Guerra. Los generales se enorgullecían de él. Se retrataban frecuentemente a su lado. Había descubierto un sistema de propulsión para las naves espaciales. Había construido un modelo. ¡Una nueva era en el transporte! ¡Naves para alcanzar los planetas! ¡Naves para alcanzar las estrellas! No proyectiles cohete, pesados y peligrosos, sino naves propulsadas por un principio completamente nuevo: la Propulsión Corless. Se había preparado una demostración pública de aquel sensacional invento. Allí estaban los generales, los miembros del Congreso, los Senadores, el Presidente, los periodistas, los operadores de la televisión, los de los noticiarios cinematográficos... Para los hombres que trabajaban en los Laboratorios Corless había sido un día glorioso, el día en que los sueños iban a convertirse en realidad.

La demostración fue un completo fracaso. La nave-modelo ni siquiera había despegado.

Al día siguiente, un senador se levantó en el Congreso para preguntar por qué motivo el dinero público estaba siendo utilizado para financiar los inventos de un demente.

Aquello había representado el fin para Corless. Se anunció públicamente que estaba bajo los cuidados de un psiquiatra. El laboratorio había sido suprimido, el proyecto abandonado. Jones suponía que Corless había muerto. Y ahora, en un túnel que olía a humedad, le encontraba de nuevo, tratando de recordar una época desaparecida, hablando de contemplar las estrellas —"Todos vamos a ir allí, ya sabes"—, mientras en el exterior estallaban las bombas de la Federación.

—¿No se acuerda usted de mí, señor? —susurró Jones.

—Por un instante creí recordarle —respondió Corless—. Pero el recuerdo ha desaparecido. Han desaparecido tantas cosas...

—Lo siento, Joe —intervino el centinela—. Tenemos que darnos prisa, y usted debe venir con nosotros. Podrá salir a contemplar las estrellas otra noche.

Su voz era amable, pero firme.

—¿Otra noche? —repitió vagamente Corless—. Hace tanto tiempo que oigo eso...

Luego, con un gesto de impotencia que conmovió a Jones, dio media vuelta y echó a correr por el túnel.

Jones se alegró de la oscuridad que les rodeaba. Así podía ocultar la humedad de su rostro. Pero el estremecimiento de sus hombros reveló lo que la oscuridad ocultaba. Notó la mano de la muchacha sobre su brazo.

—¿Tanto significaba para usted? —susurró Jean.

—Le idolatraba —dijo Jones—. Corless era Mr. América.

—No comprendo...

Jones trató de encontrar palabras que expresaran fielmente lo que sentía.

—Ya sabe usted los calificativos que solían darnos las naciones extranjeras. Tío Shylock, explotadores, esclavos del dólar... Era verdad. Estábamos tratando de apoderarnos de algo, todos nosotros tratábamos de conseguirlo, pero no eran dólares. Eran... las estrellas Durante los últimos veinte años no había un solo muchacho que tuviera uso de razón que no creyera ciegamente que nuestro destino estaba en las estrellas... y que Joseph Corless nos llevaría allí.

—¿Y fracasó?

—No sé si fracasó él o fracasamos nosotros. Pero lo cierto es que alguien fracasó.

Los dedos de Jean se cerraron alrededor de su brazo, cariñosamente. Delante de ellos, como el fantasma de un profeta cuyas predicciones hubieran fallado, Joseph Corless desapareció en una revuelta del túnel.

Al llegar a aquella revuelta, el centinela empujó una puerta que se abría hacia adentro. Se encontraron en otro túnel que descendía ligeramente. Cruzaron otras dos puertas. La última se abría a una amplia cueva, de techo muy bajo, iluminado por luces fluorescentes. En el suelo, enfrente mismo de la puerta, un bebé gordinflón se arrastraba sobre sus manos y sus rodillas. Su madre le vigilaba desde una cavidad que tenía aspecto y olor a cocina. Al ver a los recién llegados, la mujer corrió a levantar al niño.

—El doctor Morrison es nuestro jefe —dijo el centinela—. Ahora hablarán con él.

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