Alguien se dedica a asesinar niñas en los ya no tan pacíficos parques de Estocolmo: las asesina después de haber abusado de ellas. Los ciudadanos están preocupados y temerosos. El inspector de policía Martin Beck tiene dos testigos: un insensible maleante que no piensa hablar y un niño de tres años que no puede decir demasiado.
El abnegado trabajo de la policía parece no conducir a ninguna parte, y cada día que pasa, mayor es la probabilidad de que se produzca otro asesinato. Pero entonces Beck recuerda a alguien —o recuerda algo— que conoció u oyó por casualidad. Un thriller de ritmo implacable, que mezcla el más inhumano de los crímenes con la humanidad de los hombres que deben resolverlos. La perseverancia, la frustración y el horror se entretejen en una labor policial tan conmovedora y creíble como cautivadora.
Maj Sjöwall y Per Wahlöö
El hombre del balcón
Martin Beck, 3
ePUB v1.0
ErikElSueco17/10/2011
Prólogo
Todo artista está en deuda con aquellos que lo han precedido. Así es, lo quiera o no y tenga o no conciencia de ello. Ya sea que baile, juegue al fútbol o escriba libros, crea una prolongación del trabajo de los demás. Sin embargo, unas deudas son más significativas que otras pero hay quienes, por haberlas contraído, tampoco consiguen destacar.
Por ejemplo, todos los escritores de novelas policíacas actuales están en deuda con Sjöwall y Wahlöö, incluidos aquellos que jamás han leído un solo libro de Sjöwall y Wahlöö y pueden afirmar haberse sustraído por completo a su influencia. Y es que Sjöwall y Wahlöö, al igual que otros escritores como Raymond Chandler, Dashiell Hammett y Georges Simenon, han creado el género, las expectativas del lector de cómo ha de ser una novela policíaca y, con ello, el punto de partida, el grado cero a partir del cual todo escritor cuya obra lleve en la cubierta la promesa de «novela policíaca» comienza su comunicación con el lector.
Cómo proseguir a partir de ahí es, claro está, una elección personal. Y, claro está, se puede crear algo totalmente novedoso: tal y como hicieron Sjöwall y Wahlöö.
La pareja sueca publicó en 1967 su éxito
El hombre del balcón
. El verano de 1963, dos niñas sufrieron abusos sexuales y fueron asesinadas en Estocolmo por un sujeto que se las llevó con engaños del parque en que jugaban; este suceso del mundo real fue el punto de partida de la novela. Y, además, es también lo primero que nos llama la atención cuando empezamos a leer el libro, que se trata de una historia real. La escena inaugural es un relato objetivo que, aisladamente, no presenta ningún tipo de rasgo dramático ni carga emocional alguna. En ella se describe un pueblo que se despierta, las rutinas de sus habitantes, los individuos que constituyen las piezas clave de dichas rutinas, el mosaico de pequeños sucesos triviales que pueden observarse desde el balcón de una ciudad bien organizada de la socialdemocracia escandinava. Así pues, cabe preguntarse cómo es que dicha escena inaugural transmite un horror tan notable y extraño. En mi opinión, se debe a dos razones muy sencillas.
En primer lugar, porque en la portada del libro puede leerse «novela policíaca» y así, cuando nada más comenzar a leer se nos introduce a una persona totalmente anónima, todas nuestras expectativas se activan y gritan (incluso antes de que se nos haya revelado que se ha cometido un delito) que es posible que, en ese mismo momento, estemos conociendo al antagonista de la historia. En segundo lugar, por el título de la novela, que nos advierte que ese lugar (el balcón) y esa persona (el hombre), serán cruciales en el relato. Por otro lado, esa persona ve, además, a otros hombres que están en otros balcones, con lo que la incertidumbre (y la expectación) también radica en el tipo de punto de vista del autor. La interacción entre la obertura y el título contribuye no sólo a que
El hombre del balcón
sea uno de los mejores títulos de la novela negra, sino también a que la atención del lector se agudice desde el primer instante, sin disminuir después en ningún momento.
También cuando se nos conduce por la galería de los personajes que encarnan a los policías experimentamos una notable sensación de realidad. Se trata de personas normales, con destinos normales, ideas normales, problemas y alegrías normales, que no están por encima de la vida normal (no son
larger than life
), pero tampoco por debajo; sencillamente, están hechos de la misma pasta que la realidad, ya sea el personaje de Martin Beck, un héroe mediocre, o el insoportable y no menos mediocre Gunvald Larsson, que aparece en este libro por primera vez. Ese realismo sobrio y casi estricto, se ve reforzado tanto por el modo en que se narra la historia, como por el desarrollo de la misma. La exposición es absolutamente cronológica, centrada de forma casi exclusiva en los casos de asesinato y el lenguaje limpio de elementos superfluos. Buen ejemplo de ello es el interrogatorio en que sólo se reproduce el diálogo y donde los personajes se ven reducidos a una simple letra delante de cada réplica. Es como si el lector pudiese ejercer del policía que tiene acceso a la grabación, pudiendo así interpretarla él mismo y escuchar también lo que no se dice. Y no es casualidad, pues
El hombre del balcón
es, en verdad, una novela policíaca. Tras la perspectiva inicial sostenida desde el balcón, el punto de vista va pasando de unos personajes a otros, sin dejar de ser el de la policía en todo momento. Además, el cuadro está coloreado con detalles tanto más realistas, por cuanto que resultan triviales, relativos al trabajo policial en la Suecia de los años sesenta.
Sin embargo, sí podemos decir que la burocracia policial y los plazos de espera de los resultados de las investigaciones técnicas constituyen el color gris del relato, el amarillo, el rojo y el verde están en las casas, las calles y los parques de Estocolmo y en la riqueza cromática del verano escandinavo.
¿Es posible enamorarse de una ciudad en la que nunca se ha estado? Por supuesto que sí, para eso está la literatura. Yo crecí en los años setenta y, al igual que muchos otros escandinavos, desarrollé una profunda y sincera relación de amor con la ciudad de Estocolmo gracias a la novela de Ulf Lundell titulada
Jack
, donde explota al máximo las posibilidades de la ciudad. Sin embargo, fue el uso cauteloso, casi tímido, de los escenarios de la ciudad que aparecen en
El hombre del balcón
el que me enamoró por completo. Y cuando hoy releo la novela, me resulta imposible señalar exactamente dónde consiguen esto los autores, cuando construyen Estocolmo, cómo crean esa sensación de un tiempo y un espacio específicos. Cuando, por ejemplo, el escritor de ciencia ficción Ray Bradbury aproxima al lector al planeta Marte, lo pinta y describe a grandes pinceladas y en un gran lienzo. Sjöwall y Wahlöö logran el mismo efecto con el nombre de una calle dicho a través de una radio de la policía. Ignoro cómo es posible, sólo sé que, tras haber leído una novela relativamente breve con escasas descripciones de paisajes y centrada en el asesinato, la investigación y la vida de un puñado de policías, yo había visitado Estocolmo de una manera más real y cercana que si hubiese viajado hasta allí. Y lo sé porque ahora sí he estado allí. Pero podría decirse que me desorienté en Estocolmo, construida en dos planos que me despistaban, y que en vano fijaba la mirada en las fachadas urbanas y humanas sin lograr penetrarlas. Posiblemente, porque resulta más fácil cuando se está apoyado sobre alguien que es más grande.
¿Por qué resulta tan emocionante
El hombre del balcón
? Creo que es tan sencillo, que uno puede creérselo. Y se lo cree porque contiene la marginalidad, la normalidad y el sinsentido que existen en la realidad. La mayoría de los narradores detestan semejante realismo porque les arrebata parte de su poder como arquitectos y maestros de su obra. En
El hombre del balcón
, uno experimenta la sensación de que las cosas no suceden por orden del narrador, sino a instancias de la realidad. La acción no viene determinada por la fuerza de la gravedad dramática, porque la trama sea complaciente con el público, ni por una elección moral del protagonista que revele una historia más importante o general. En
El hombre del balcón
, la redacción es invisible y la sucesión de los hechos viene aparentemente determinada por lo que Bob Dylan, otra de las voces de la época, llamó
a simple twist of fate
. Con sus calladas descripciones y sus pequeñas síncopas dramáticas se crea una imprevisibilidad fascinante, una sensación de azar, de que simplemente no senos garantiza ninguna aclaración ni explicación plausible del delito. Es decir: uno no puede por menos que creer. Lo que no está para nada mal viniendo de un libro en cuya portada puede leerse «novela policíaca». Casi podría creerse que es arte.
J
O
N
ESBO
El sol salió a las tres menos cuarto.
Hora y media antes, el tráfico se había ido reduciendo hasta cesar por completo. Simultáneamente, se fue acallando el rumor de los últimos clientes de los restaurantes, de vuelta a casa. Los camiones de la limpieza habían barrido las calles, dejando tras de sí oscuras manchas de humedad en el asfalto. Una ambulancia atravesó aullando la larga calle recta. Pasó despacio, en silencio, un coche negro con guardabarros blancos, una antena en el techo y la palabra POLICÍA cruzada sobre las puertas laterales, en mayúsculas. Cinco minutos más tarde pudo oírse un frágil tintineo cuando alguien rompió el cristal de un escaparate con una mano enguantada; poco después, ruido de pasos correteando y un motor que arrancó en una calle lateral.
El hombre del balcón había observado todo esto. El balcón era de tipo ordinario, con barandillas tubulares de hierro y piezas laterales de chapa corrugada. De pie, con los brazos apoyados en la barandilla de hierro, la brasa de su cigarrillo se vislumbraba como un pequeño punto rojizo en la oscuridad. A intervalos regulares, apagaba su cigarrillo, con cuidado sacaba de la boquilla de madera una colilla de apenas un centímetro de largo y la colocaba junto a las demás. Ya había diez colillas pulcramente enfiladas a lo largo del borde del platillo, sobre la pequeña mesa de jardín.
Reinaba ahora el silencio, si cabe hablar de silencio en una noche tibia de comienzos de verano en una ciudad relativamente grande. Faltaban todavía un par de horas para que aparecieran los vendedores de periódicos, arrastrando sus cochecitos infantiles remodelados, y la primera mujer de la limpieza, camino del trabajo.
La media luz fría y gris del amanecer se difundía despacio; los primeros resplandores del sol, todavía vacilantes, escalaban los bloques de cinco o seis plantas, reflejándose en las antenas de televisión y las chimeneas redondas de los tejados del otro lado de la calle. Luego, el campo de luz cayó sobre los propios tejados de chapa y se desplazo rápidamente hacia abajo, deslizándose por los canalones y a lo largo de las paredes de ladrillo enlucido, cubiertas con filas de ventanas cerradas, la mayoría de ellas, con estores o persianas.
El hombre del balcón se inclinó hacia delante y miró a lo largo de la calle. Ésta se extendía de norte a sur, larga y recta, lo que le permitía abarcar con la mirada una extensión de más de dos mil metros. En el momento de su construcción había sido una de las calles más elegantes, orgullo y gala de la ciudad, pero de eso hacía ya cuarenta años. La calle tenía más o menos la misma edad que el hombre del balcón.