La clara voz infantil se interrumpió en el momento en que Kollberg estiró la mano y apagó el magnetófono.
Martin Beck le observó. Tenía la cabeza apoyada en la mano izquierda y se frotaba el puente de la nariz con los nudillos.
—Lo curioso de todo esto… —empezó Rönn.
—¡Qué coño estás diciendo! —le espetó Kollberg.
—Pues que ahora ha confesado. La última vez lo negó todo rotundamente. Las niñas se mostraron cada vez más inseguras a la hora de identificarlo y el asunto quedó en nada. Pero ahora, en cambio, lo confiesa. Dice que estaba borracho en las dos ocasiones, que, si no, no lo habría hecho.
—Así que ahora lo ha confesado —dijo Kollberg.
—Sí.
Martin Beck echó una mirada inquisitiva a Kollberg. Luego se dirigió a Rönn y le preguntó:
—No has dormido esta noche, ¿no?
—No.
—Pues creo que debes irte a casa a descansar.
—¿Vamos a soltarle?
—No, hombre, no —replicó Kollberg—. No le vamos a soltar.
Efectivamente, el hombre se llamaba Eriksson y trabajaba en un almacén. Y no hacía falta ser médico de la Policlínica María para darse cuenta de que se trataba de un alcohólico. Tendría alrededor de sesenta años. Era alto y demacrado, casi completamente calvo. Temblaba de pies a cabeza.
Kollberg y Martin Beck lo estuvieron interrogando durante dos horas, tiempo que resultó igual de insoportable para ambas partes.
El hombre confesaba una y otra vez los mismos detalles repugnantes. Entre medio lloraba, y aseguraba que el viernes por la tarde se había ido derecho a casa desde el bar. En cualquier caso, era incapaz de recordar nada más, por mucho que lo intentara.
Pasadas dos horas confesó que en julio de 1964 había robado doscientas coronas, y una bici cuando tenía dieciocho años. Luego ya no dejó de llorar. Una ruina de hombre, expulsado de la dudosa comunidad que le rodeaba y absolutamente solo.
Kollberg y Martin Beck lo miraban sombríos, y luego lo mandaron de vuelta al calabozo.
Al mismo tiempo, otros agentes de la brigada, junto con personal del quinto distrito, se presentaron en la casa de Hagagatan, intentando hallar a alguien que pudiera confirmar o desmentir la coartada del individuo. No consiguieron ninguna de las dos cosas.
El informe de la autopsia que les llegó a las cuatro de la tarde seguía teniendo un carácter preliminar. Hablaba de estrangulamiento, marcas de dedos en el cuello y violencia sexual. Pero no se pudo constatar violación propiamente dicha.
Por lo demás, el informe contenía una serie de datos negativos. Nada indicaba que la niña hubiera tenido oportunidad de ofrecer resistencia. No se habían encontrado restos de piel bajo las uñas, ni moratones en brazos o manos. Sí, en cambio, en el bajo vientre, como causados por puñetazos.
Los técnicos forenses habían examinado la ropa, que no revelaba nada fuera de lo habitual. Sin embargo, las bragas de la niña brillaban por su ausencia. No habían aparecido por ninguna parte. Eran blancas, de algodón, de la talla treinta y seis, de una marca de uso común.
Por la noche, los agentes de la operación puerta a puerta repartieron quinientos formularios y recibieron una sola respuesta positiva. Una chica de dieciocho años de nombre Majken Jonsson, residente en Sveavägen 103 e hija de un gerente, declaró que ella y un compañero de su misma edad habían estado en Vanadislunden durante unos veinte minutos, entre las ocho y las nueve. Era incapaz de precisar más la hora. No habían oído ni visto nada.
A la pregunta de qué se les había perdido por Vanadislunden a esas horas, contestó que habían abandonado una fiesta familiar para tomar un poco el fresco.
—Tomar el fresco —masculló Melander pensativo.
—Entre las piernas, sin duda —añadió Gunvald Larsson.
Gunvald Larsson había sido oficial de marina y seguía siendo oficial de reserva. De vez en cuando daba rienda suelta a su humor de cuarto de banderas.
Las horas transcurrían lenta y pesadamente. La maquinaria policial continuaba dando vueltas. Pero había entrado en punto muerto. Era ya más de la una de la madrugada cuando Martin Beck llegó a su casa en Bagarmossen. Todos dormían. Sacó una cerveza de la nevera y se preparó una rebanada de pan con paté. Luego se bebió la cerveza y tiró la rebanada a la basura.
Al acostarse pensó un rato en Eriksson, el mozo de almacén, que temblaba y que tres años atrás había robado doscientas coronas de la americana de un compañero de trabajo.
Kollberg no dormía. Estaba tumbado en la oscuridad mirando fijamente al techo. También pensaba en el hombre llamado Eriksson, cuyo nombre figuraba en el registro de la brigada antivicio. Pensó también que si el asesino de Vanadislunden no estaba fichado, la tecnología computacional iba a ser aquí de tanta utilidad como lo fue para la policía norteamericana durante la búsqueda del estrangulador de Boston. Es decir, de ninguna. En el plazo de dos años, el estrangulador de Boston mató a trece personas —mujeres solteras, en todos los casos— sin dejar el menor rastro.
De vez en cuando observaba a su esposa. Dormía, pero se estremecía un poco cada vez que el niño daba una patada.
Era lunes por la tarde, dos días y pico después de la aparición de la niña muerta en Vanadislunden.
La policía apeló a la colaboración ciudadana por prensa, radio y televisión, y se habían recibido ya más de trescientas llamadas. Un grupo de trabajo especial registraba y examinaba todos los datos. Luego se procedía a su análisis detallado.
La brigada antivicio revisaba sus registros, el Laboratorio Nacional de Investigación Forense analizaba el escaso material disponible procedente del lugar del crimen, el centro de ordenadores trabajaba a toda máquina, el personal de la brigada antivicio, junto con gente de la sección de protección del noveno distrito, iba de puerta en puerta visitando las casas de la zona, se tomaba declaración a sospechosos y posibles testigos. Pero toda esta actividad aún no había conseguido nada que pudiera calificarse de éxito. El asesino seguía suelto y se ignoraba su identidad.
Los papeles se amontonaban en la mesa de Martin Beck. Llevaba desde primeras horas de la mañana enfrascado en una vorágine de informes, dictámenes y actas de interrogatorio. El teléfono no dejaba de sonar y para darse un respiro había pedido a Kollberg que se encargase de atender sus llamadas durante la hora siguiente. Gunvald Larsson y Melander habían quedado también dispensados de atender llamadas, y permanecían encerrados en un despacho examinando el material.
Martin Beck no había dormido más que un par de horas en toda la noche y encima se había saltado la comida para dar una rueda de prensa, que a los periodistas no les sirvió de mucho.
Bostezó y miró el reloj, sorprendido de ver que eran ya las tres y cuarto. Acto seguido, recogió un montón de papeles pertenecientes a la sección de Melander y, tras llamar a la puerta, entró en el despacho de éste y Gunvald Larsson.
Al llegar Martin Beck, Melander ni siquiera levantó la vista. Llevaban tanto tiempo trabajando juntos que podía reconocerle por su forma de llamar a la puerta. Gunvald Larsson miró descontento el montón de papeles que llevaba Martin Beck.
—Dios mío, ¡más papeles todavía! —exclamó—. ¡Vamos a ahogarnos entre tantos folios!
Martin Beck se encogió de hombros y dejó los papeles junto al codo de Melander.
—Pensaba pedir café —dijo— ¿Queréis?
Melander negó con la cabeza sin levantar la mirada.
—Vale —asintió Gunvald Larsson.
Martin Beck salió, cerró la puerta tras de sí y a punto estuvo de chocar con Kollberg, que se acercaba corriendo. Advirtió la expresión de excitación en el redondo rostro de Kollberg y preguntó:
—¿Qué te pasa?
Kollberg lo tomó del brazo y le espetó, con palabras tan apresuradas que casi se tropezaban unas con otras:
—¡Martin, ha vuelto a ocurrir! ¡Ha vuelto a actuar! En Tantolunden.
Cruzaron el puente Västerbron con la sirena puesta, escuchando por radio cómo todos los coches patrulla eran redirigidos hacia Tantolunden, a fin de acordonar la zona. Todo lo que Martin Beck y Kollberg supieron antes de salir era que había aparecido una niña muerta cerca del teatro al aire libre, que el crimen se parecía al de Vanadislunden y que el hallazgo se había producido inmediatamente después del crimen, por lo que cabía la posibilidad de que el asesino no hubiera tenido tiempo de llegar muy lejos.
Una vez pasado el estadio de Zinkensdamm vieron un par de patrullas blanquinegras descendiendo por Wollmar Yxkullsgatan. Otros coches estaban ya aparcados en Ringvägen y en el interior del parque.
Se detuvieron frente a la hilera de viejas casitas blancas de madera que hay en Sköldgatan. El camino de entrada al parque estaba bloqueado por un coche con antena de radio. En la senda peatonal vieron a un agente uniformado cerrando el paso a unos niños que subían la cuesta.
Martin Beck se dirigió hacia el agente con pasos apresurados, sin reparar en que Kollberg se quedaba rezagado. Saludó al policía, que le remitió hacia la parte alta del parque, y luego continuó sin aminorar la marcha. El parque tenía un relieve muy accidentado y sólo después de dejar atrás el teatro y subir otro tramo de la cuesta, descubrió un grupo de hombres en semicírculo, de espaldas a él. Se hallaban en una hondonada, a unos veinte metros del camino. Un poco más allá, en el punto en que la senda se bifurcaba, un agente uniformado montaba guardia para impedir que se acercaran los curiosos.
En la cuesta abajo, Kollberg le alcanzó de una carrera. En la hondonada los policías mantenían una conversación, que cesó al acercarse ellos. Los hombres saludaron y se echaron a un lado. Martin Beck oyó la respiración entrecortada de Kollberg.
La niña yacía sobre la hierba, de espaldas, con los brazos doblados por encima de la cabeza. Tenía la pierna izquierda torcida y la rodilla muy subida, de manera que el muslo formaba ángulo recto con el cuerpo. La pierna derecha estaba estirada en diagonal. La cara se dirigía hacia arriba, con los ojos entornados y la boca abierta. Había sangrado por la nariz. Tenía una comba de plástico amarillo transparente enrollada varias veces alrededor del cuello. Llevaba un vestido amarillo de algodón sin mangas. Los tres botones inferiores habían sido arrancados. No llevaba bragas. En los pies tenía calcetines blancos y sandalias rojas. Aparentaba unos diez años. Estaba muerta.
Martin Beck reparó en todo aquello durante los escasos segundos que consiguió mantener la mirada sobre ella. Luego se volvió y alzó los ojos hacia el camino. Desde lo alto de la cuesta, bajaban corriendo dos técnicos forenses. Vestían monos de color azul grisáceo y uno de ellos llevaba una caja grande de aluminio. El otro tenía un rollo de cuerda en una mano y un maletín negro en la otra. Al acercarse, el que llevaba la cuerda dijo:
—A ver, el tío que haya aparcado su coche en mitad del camino, que lo mueva: tenemos que subir con el nuestro.
Luego echó un vistazo a la niña muerta, siguió bajando hasta la bifurcación y se puso a acordonar la zona.
Junto al camino, un policía con chaqueta de cuero hablaba por un walkie-talkie mientras un hombre vestido de paisano permanecía a su lado, escuchando. Martin Beck reconoció a este último.
Se llamaba Manning y estaba adscrito a la sección de protección del segundo distrito. Manning advirtió la presencia de Martin Beck y Kollberg, dijo unas palabras al agente del walkie-talkie y se acercó a ellos.
—Parece que toda la zona está ya acordonada —dijo— En la medida de lo posible.
—¿Cuánto tiempo ha pasado desde que la encontraron? —preguntó Martin Beck.
Manning echó un vistazo a su reloj de pulsera.
—El primer coche patrulla llegó hace veinticinco minutos.
—¿Y no habéis conseguido una descripción? —preguntó Kollberg.
—No, por desgracia.
—¿Quién la encontró?
—Un par de chavales. Avisaron a un coche radiopatrulla que circulaba por Ringvägen. Cuando se presentaron los agentes, el cuerpo todavía estaba caliente. No parece que haya pasado mucho tiempo.
Martin Beck recorrió la zona con la mirada. El coche de la brigada forense se acercaba cuesta abajo, seguido por el del médico forense.
Desde la hondonada en que yacía el cuerpo de la niña no podía verse la colonia de casitas con parcela que comenzaba al otro lado de la colina, a unos cincuenta metros en dirección oeste. Por encima de las copas de los árboles se vislumbraban los pisos superiores de uno de los bloques de apartamentos de Tantogatan, pero el follaje ocultaba el ferrocarril, que separaba el parque de la calle.
—No podía haber elegido mejor sitio en toda la ciudad —dijo Martin Beck.
—Querrás decir peor —replicó Kollberg.
Tenía razón. Aun suponiendo que el asesino de la niña se hallase todavía dentro del parque, sus posibilidades de escapar eran grandes. Tantolunden es el mayor parque de la ciudad. Junto a él hay una colonia de casitas con parcela, y más abajo, a orillas de la bahía de Arsta, se ubican un par de pequeños astilleros, almacenes, talleres, desguaces y una serie de casuchas ruinosas. Entre Wollmar Yxkullsgatan, que corta por toda la zona desde Ringvägen hasta la orilla, y Hornsgatan se encuentra la clínica de Högalid, un centro de rehabilitación para alcohólicos compuesto por varios pabellones grandes, de distribución irregular. En los alrededores hay más almacenes y cobertizos de madera. Entre la clínica y el estadio de Zinkensdamm se extiende otra colonia. Un viaducto construido por encima del ferrocarril conecta la parte sur del parque con Tantogatan, donde cinco enormes bloques de apartamentos se alzan aquí y allá en una zona rocosa, junto a la orilla. Más arriba, en la esquina con Ringvägen, está ubicada la pensión Tanto, para trabajadores solteros, formada por unos cuantos barracones largos y bajos.
Martin Beck se puso a analizar la situación y llegó a la conclusión de que era bastante desesperada. Dudó de que fueran capaces de arrestar al culpable sobre el terreno. Primero, porque no tenían su descripción; segundo, porque con toda probabilidad ya había tenido tiempo de alejarse del lugar. Y tercero, porque el centro de alcohólicos y la pensión podrían suministrarles tal cantidad de individuos sospechosos que solamente tomar declaración a todos ellos llevaría días.
Durante la siguiente hora, sus dudas se confirmaron. El médico puso fin a su examen preliminar limitándose a decir que la niña había sido estrangulada y probablemente violada, y que el fallecimiento se había producido hacía muy poco. Los perros llegaron no mucho tiempo después que Martin Beck y Kollberg, pero el único rastro que consiguieron encontrar conducía directamente fuera del parque, a Wollmar Yxkullsgatan. Los policías de paisano adscritos en la sección de protección se habían puesto ya a interrogar a posibles testigos, pero sin obtener aún resultados positivos. Por el parque había transitado bastante gente, y también por los jardines y huertas de la colonia, pero nadie había visto ni oído nada que pudiera relacionarse con el asesinato.