—¿Cuántas plantas tiene el edificio del patio? —dijo Martin Beck.
—Unas cuatro.
—¿Y qué hay en la planta baja?
—Un taller.
—¿Se ve el portal del edificio que da a la calle desde las ventanas? —preguntó Gunvald Larsson.
—No, la bahía de Riddärfjarden, ¡no te jode! ¡Y un poco del ayuntamiento! ¡Y hasta el Palacio Real!
—¡Basta ya! —gritó Gunvald Larsson— ¡Lleváosla!
La chica hizo un movimiento brusco.
—Un momento —dijo Melander.
Se hizo el silencio. Gunvald Larsson observaba a Melander en actitud expectante.
—¿No me puedo ir? ¡Pero si me lo han prometido!
—Sí, sí… —la tranquilizó Melander— Claro que puede marcharse. Pero primero tenemos que comprobar que lo que nos ha dicho es cierto. Es por su propio bien. Además, hay otra cosa…
—¡Ah, sí! ¿Qué?
—No está solo, ¿a que no?
—No —murmuró la chica en voz muy baja.
—Por cierto, ¿cómo se llama usted? —preguntó Gunvald Larsson.
—¿Y a ti qué te importa?
—Lleváosla —ordenó Gunvald Larsson.
Melander se levantó, abrió la puerta que daba al despacho de al lado y dijo:
—Rönn, tenemos aquí una señora que… ¿puede esperar un rato en tu despacho?
Rönn apareció por el vano de la puerta. Tenía los ojos y la nariz rojos.
Contempló la escena. —Claro que sí —contestó.
—¡Suénate la nariz! —sugirió Gunvald Larsson.
—¿La invito a un café?
—Me parece muy bien —repuso Melander. Abrió la puerta y dijo con cortesía—: Pase usted.
La mujer se levantó y se acercó a la puerta. Una vez allí, se detuvo y echó una mirada gélida y turbia, primero a Gunvald Larsson y luego a Martin Beck. Por lo visto, no habían conseguido despertar su simpatía. «Algo falla en la formación psicológica que reciben los policías», pensó Martin Beck. Por último, la mujer miró a Melander y preguntó vacilante.
—¿Quién va a ir a cogerle?
—Nosotros —dijo Melander amablemente—. Para eso estamos los policías.
Se quedó parada, observando a Melander. Al cabo de un rato añadió:
—Es peligroso.
—¿Hasta qué punto?
—Muy peligroso. Tiene arma y la usa. A mí también me va a coser a tiros, ya verás.
—No en mucho tiempo —comentó Gunvald Larsson. Ella le ignoró.
—Tiene dos ametralladoras en casa. Cargadas. Y una pistola. Ha dicho…
Martin Beck guardó silencio, esperando la respuesta de Melander y confiado en que Gunvald Larsson no abriese la boca.
—¿Qué ha dicho? —preguntó Melander.
—Que no se va a dejar coger vivo. Sé que lo dice en serio. —Se quedó en la puerta unos segundos más— Sólo quería decirles eso.
—Gracias —dijo Melander y cerró la puerta tras ella.
—¡Bah! —exclamó Gunvald Larsson.
—¡Consigue la orden judicial! —dijo Martin Beck nada más cerrarse la puerta—. Y saca el plano.
El plano urbano quedó desplegado sobre la mesa en menos tiempo del requerido por Melander para gestionar, en una rápida llamada telefónica, el permiso judicial para llevar a cabo la operación que estaba a punto de iniciarse.
—Puede ser complicado —dijo Martin Beck.
—Sí —asintió Gunvald Larsson.
Abrió el cajón del escritorio, sacó su arma reglamentaria y, durante un momento, la sopesó con la mano. Como la mayoría de los policías suecos vestidos de civil, cuando era necesario ir armado Martin Beck llevaba el arma en una funda colgada del hombro. En cambio Gunvald Larsson se había agenciado un clip especial que le permitía enganchar la funda en la cinturilla del pantalón. En esta ocasión, sujetó la pistola en la cadera derecha y dijo:
—Vale, yo me encargaré de él. ¿Me acompañas?
Martin Beck miró pensativamente a Gunvald Larsson, que le sacaba por lo menos cabeza y media. Erguido, parecía un gigante.
—Es lo mejor —prosiguió Gunvald Larsson—. Si no, ¿cómo vamos a hacerlo? Imagínate un montón de chavales con chalecos antibala y metralletas, entrando a la carrera por el portal y cruzando el patio mientras el tío dispara como un loco desde las ventanas y la escalera… O si no, tú mismo, o el comisario jefe, o el director de la policía nacional, dando voces por un megáfono y anunciándole al tío que está rodeado, que toda resistencia resultará inútil.
—O gas lacrimógeno por el ojo de la cerradura —sugirió Melander.
—Es una idea —reconoció Gunvald Larsson—. Pero no me gusta. Sin duda, la llave está echada por dentro. No, lo mejor es colocar unos cuantos agentes de paisano en la calle y que entremos dos. ¿Me acompañas?
—Claro —dijo Martin Beck.
Habría preferido a Kollberg, pero no cabía duda de que el atracador era un hombre para Gunvald Larsson.
Luntmakargatan se encuentra en el barrio de Norrmalm. Es una calle larga y estrecha de construcciones antiguas. Se extiende de sur a norte, entre Brunnsgatan y Odengatan, y está llena de encantadoras tiendas de artesanía a pie de calle, y una gran cantidad de viviendas destartaladas en los patios interiores.
Se plantaron allí en menos de diez minutos.
Es una pena que no hayas traído la computadora —comentó Gunvald Larsson—. Podrías haberla usado para tirar la puerta a golpes.
—Claro —dijo Martin Beck.
Aparcaron en Rádmansgatan, y, al volver la esquina, descubrieron a varios colegas por las aceras cercanas al inmueble número 57. La llegada de la policía no parecía haber llamado la atención de nadie.
—Entramos… —empezó a decir Gunvald Larsson y se detuvo. Quizá recordó que era inferior en rango, pues echó un vistazo a su reloj y continuó—: Propongo que entremos con un intervalo de medio minuto.
Martin Beck asintió con la cabeza, atravesó la calle, se colocó delante del escaparate de la relojería de Gustaf Blomdin y vio cómo las manecillas de un viejo reloj rústico, muy hermoso, daban cuenta de los treinta segundos. Luego dio la vuelta, cruzó la calzada en diagonal sin precaución alguna y entró por el portal del 57, tras los pasos de Gunvald Larsson.
Atravesó el patio sin levantar la mirada a las ventanas, entró en el recibidor y subió la escalera rápida y silenciosamente. Desde el taller situado en la planta baja llegaba un ruido sordo de máquinas.
Efectivamente, en la puerta desconchada podía leerse «Simonsson». No se oía sonido alguno procedente del interior del apartamento, ni tampoco de Gunvald Larsson, que estaba situado a la derecha de la puerta, completamente quieto, todo lo largo que era, y pasaba los dedos suavemente por el desconchado panel de madera.
Miró inquisitivamente a Martin Beck.
Martin Beck observó la puerta unos segundos, luego asintió con la cabeza y se colocó a la izquierda, en plena alerta, apoyando la espalda contra la pared.
Para su peso y estatura, Gunvald Larsson avanzaba con rapidez y sigilo con sus sandalias de suela de goma. Apoyó el hombro derecho contra la pared situada frente a la puerta y permaneció unos segundos en esta posición. Al parecer, ya había comprobado que la llave estaba metida por dentro. Obviamente, el mundo privado de Rolf Lundgren estaba a punto de dejar de serlo. Martin Beck apenas tuvo tiempo de hacer esta reflexión, pues Gunvald Larsson dejó caer inmediatamente sus noventa y ocho kilos contra la puerta, ligeramente agazapado y con el hombro izquierdo por delante.
La puerta salió disparada con gran estrépito, arrancada a la vez de la cerradura y de la bisagra superior y provocó un diluvio de astillas. Gunvald Larsson siguió a la puerta en su irrupción en la habitación. Martin Beck iba tras él, a menos de medio metro, exhibiendo una estupenda agilidad de paso, con el arma reglamentaria en alto.
El atracador yacía en la cama de espaldas, con el brazo derecho inmovilizado bajo el cuello de una mujer. Aun así, tuvo tiempo de soltarlo, voltear, echarse al suelo y meter la mano por debajo de la cama. Cuando Gunvald Larsson lo golpeó, el individuo se había puesto ya de rodillas, con la metralleta todavía en el suelo pero con la mano cerrada en torno al arco de metal desplegado.
Gunvald Larsson le asestó un solo golpe, con la mano abierta y no muy fuerte. Pero bastó para hacerle soltar el arma y precipitarlo contra la pared, donde se quedó sentado, cubriéndose la cara con el brazo izquierdo.
—¡No me pegues! —exclamó.
El atracador estaba desnudo. La mujer, que saltó de la cama un segundo más tarde, llevaba un reloj de pulsera con una correa a cuadros escoceses. Permaneció completamente inmóvil, de espaldas a la pared, al otro lado de la cama, con la mirada clavada en la metralleta tirada en el suelo y en el rubio gigantesco del traje de tweed. No hizo el menor intento de cubrirse. Era una chica bastante guapa, de pelo corto y piernas largas y esbeltas. De pechos firmes, con grandes pezones de un tono marrón claro, mostraba una línea marcada desde el ombligo hasta la mata de pelo castaño, húmedo, que se encrespaba en torno al sexo. El vello oscuro era también abundante en sus axilas, y en muslos, brazos y pechos. Se le había puesto carne de gallina.
Un hombre del taller de la planta baja asomó la cabeza, asombrado, por el hueco de la puerta destrozada.
Martin Beck advirtió lo absurdo de la situación y por primera vez en mucho tiempo sintió un leve estremecimiento en las comisuras de los labios. Allí estaba él, en mitad de una habitación llena de luz, apuntando con una Walther de 7,65 milímetros a dos personas desnudas, observado fijamente por un individuo que lucía un mandil azul de carpintero y blandía un metro plegable en su mano derecha.
Enfundó la pistola. Un policía apareció en la puerta y retiró al espectador.
—¿Qué es esto? —exclamó la chica.
Gunvald Larsson le dirigió una mirada llena de desprecio:
—Vístase —le ordenó. Al cabo de un momento, añadió—: Si es que tiene ropa que ponerse. —Seguía con el pie derecho encima de la metralleta. Observaba al atracador y dijo—: Usted también. Vístase.
El atracador era un hombre joven, alto y musculoso, que lucía un vistoso bronceado, a excepción de la franja blanca del bajo vientre, y vello largo y rubio en brazos y piernas. Se incorporó despacio, cubriéndose los genitales con la mano derecha y dijo:
—¡Me cago en esa jodida puta de mierda!
Entró en la habitación otro policía, que se quedó mirando la escena fijamente. La chica permanecía inmóvil, con los dedos separados y las palmas de las manos contra la pared. Pero sus ojos marrones revelaban que empezaba a sobreponerse.
Martin Beck recorrió la habitación con la mirada y descubrió un vestido de algodón azul tirado encima del respaldo de una silla. Sobre ésta había también unas bragas, un sujetador y un bolso de redecilla. Abajo, en el suelo, un par de sandalias. Le pasó el vestido y preguntó:
—¿Quién es usted?
La chica alargó la mano derecha y recogió el vestido, pero no se lo puso. Se quedó mirando a Martin Beck con sus ojos de color marrón claro y respondió:
—Me llamo Lisbeth Hedvig María Karlström. ¿Y usted quién es?
—Policía.
—Soy estudiante de lenguas modernas de la Universidad de Estocolmo, tengo aprobado segundo de inglés.
—¿Y esto es lo que os enseñan en la universidad? —comentó Gunvald Larsson sin volver la cabeza.
—Soy mayor de edad desde hace un año y llevo diafragma.
—¿Desde cuándo conoce a este hombre? —le preguntó Martin Beck.
La chica seguía sin hacer ademán de vestirse. Miró su reloj pulsera y dijo:
—Hace exactamente dos horas y veinticinco minutos. Le conocí en las piscinas Vanadis.
Al otro lado de la habitación, el atracador se puso con torpeza los calzoncillos y los pantalones caqui.
—Pues no es gran cosa lo que tienes por ahí para enseñar a las señoritas.
—Es usted un maleducado —dijo la chica.
—¿Usted cree?
Gunvald Larsson hablaba sin desviar la mirada del atracador. Sólo había mirado a la chica una vez. Adoptando un tono paternal, de reprimenda, le dijo al hombre:
—Y ahora la camisa. Y los calcetines. Y los zapatos. Muy bien. Lleváoslo, chicos.
Dos policías uniformados entraron en la habitación; admiraron la escena un instante y acto seguido se llevaron al atracador.
—Vístase —dijo Martin Beck a la chica.
Esta se pasó por fin el vestido por la cabeza, dejándolo caer sobre su cuerpo. Luego se acercó a la silla, se puso las bragas y metió los pies en las sandalias. Enrolló el sujetador y lo guardó en la bolsa.
—¿Qué ha hecho? —preguntó.
—Es un psicópata sexual —replicó Gunvald Larsson.
Martin Beck vio cómo la chica palidecía y tragaba saliva. Ella le miró inquisitivamente. Martin Beck movió negativamente la cabeza. Ella volvió a tragar saliva y dijo insegura:
—¿Tengo que…?
—No hace falta. Dé su nombre y su dirección al agente aquí fuera. Adiós.
La chica se fue.
—¡Has dejado que se fuera! —exclamó Gunvald Larsson asombrado.
—Sí —repuso Martin Beck. Luego se encogió de hombros y añadió—: Venga, a registrar todos los trastos de este cuchitril, ¿vale?
Cinco horas después, a las cinco y media de la tarde, lo único que Rolf Evert Lundgren había confesado era que, efectivamente, se llamaba Rolf Evert Lundgren.
Allí estaban, de pie alrededor del tipo y sentados frente a él, mientras el magnetófono daba vueltas y vueltas y el individuo fumaba sus cigarrillos e insistía en que se llamaba Rolf Evert Lundgren, lo cual, dicho sea de paso, figuraba también en el carné de conducir.
Preguntaron, preguntaron y preguntaron. Martin Beck y Melander y Gunvald Larsson y Kollberg y Rönn. Preguntó incluso Hammar, comisario jefe, que pasó a verle y pronunció unas cuantas palabras.
Pero él seguía llamándose Rolf Evert Lundgren, como bien decía su carné de conducir. El único momento en que pareció irritarse fue cuando Rönn estornudó sin taparse la boca con el pañuelo.
Lo absurdo del caso era que si la cosa hubiese tenido que ver solamente con el propio Lundgren, les habría dado igual que hubiera insistido en negarlo todo durante los interrogatorios, la vista oral y todo el tiempo de su condena, porque en el armario de su apartamento, en la primera planta del edificio interior, habían aparecido dos ametralladoras y una Smith and Wesson 38 Special, además de otros objetos que lo relacionaban de forma concluyente con cuatro de los robos, junto con el pañuelo, las zapatillas, el jersey de Dralon con monograma en el bolsillo del pecho, dos mil pastillas de preludina, el puño americano y varias cámaras robadas.