Eran las diez menos cinco y en la acera de Ringvägen un grupo de personas observaba con curiosidad los trabajos de la policía, en apariencia perfectamente irracionales. Habían acudido reporteros y fotógrafos; algunos incluso regresaban ya a sus redacciones para ofrecer a sus lectores suculentas descripciones de este nuevo asesinato de una niña pequeña, el segundo en el transcurso de tres días, cometido por un loco que todavía andaba suelto.
Martin Beck descubrió el trasero redondo de Kollberg, que asomaba por la puerta abierta de un coche patrulla, aparcado en la explanada cubierta de grava que hay junto a Ringvägen. Se deshizo de un grupo de periodistas y se acercó a Kollberg, que estaba inclinado hacia el interior del coche, hablando por radio. Esperó a que terminara y le pinchó ligeramente en el culo. Kollberg salió del coche retrocediendo unos pasos y se incorporó.
—¡Ah, eres tú! —exclamó— Pensaba que sería uno de los perros.
—¿Sabes si alguien se ha puesto en contacto con los padres de la niña? —preguntó Martin Beck.
—Sí, ya está —respondió Kollberg— ¡Ese peso que nos quitan de encima!
—Voy a ir a hablar con los chavales que la encontraron. Tengo entendido que están en casa. Viven en Tantogatan.
—Vale. Yo me quedo.
—Bien. Luego nos vemos —se despidió Martin Beck.
Los chicos vivían en uno de los grandes bloques de apartamentos en forma de arco que hay en Tantogatan, y Martin Beck se entrevistó con ambos en casa de uno de ellos. La terrible experiencia les había producido una profunda conmoción, pero no conseguían ocultar que todo aquello les resultaba sumamente interesante.
Contaron a Martin Beck cómo habían encontrado a la chica mientras jugaban en el parque. La reconocieron enseguida, pues vivía en su mismo bloque. Ese día, un poco antes, la habían visto en el parque infantil que hay detrás de su casa. Estaba saltando a la comba con otras dos niñas de la misma edad. Una iba a la misma clase que los chicos y Martin Beck supo por ellos que se llamaba Lena Oskarsson, tenía diez años y vivía en el bloque de al lado.
El edificio contiguo era exactamente igual que el de los chavales. Un rápido ascensor automático le trasladó hasta la séptima planta. Llamó al timbre. Pasado un rato, la puerta se abrió, para volver a cerrarse inmediatamente. Martin Beck no vio a nadie por la ranura de la puerta. Volvió a llamar al timbre. La puerta se abrió enseguida y entonces comprendió por qué no había visto a nadie la primera vez. El chico al otro lado de la puerta aparentaba unos tres años y sus greñas rubias quedaban un metro por debajo de la línea de visión de Martin Beck.
—Hola, buenos días.
Acto seguido regresó corriendo hacia el interior del piso y Martin Beck le oyó gritar:
—¡Mamá! ¡Mamá! ¡Ez un seniol!
Aún pasó un rato hasta que la madre se presentó en la puerta. Examinó seria e inquisitivamente a Martin Beck, que se apresuró a mostrar su placa.
—Me gustaría hablar con su hija, si está en casa —dijo—. ¿Sabe ella lo que ha ocurrido?
—¿Lo de Annika? Sí, nos enteramos hace un momento, por un vecino. ¡Qué horror! ¿Cómo es posible que ocurra una cosa así a plena luz del día? Pero pase, por favor. Ahora traigo a Lena.
Martin Beck acompañó a la señora Oskarsson al salón. Este era idéntico al que acababa de abandonar, muebles aparte. El niño estaba en medio de la habitación, y lo miraba curioso y expectante. Tenía en la mano una guitarra de juguete.
—Vete a jugar a tu habitación, Bosse —dijo su madre.
Bosse no hizo caso, cosa que tampoco pareció sorprender demasiado a la madre, que se acercó al sofá delante de la ventana del balcón y recogió unos juguetes.
—Esto está un poco desordenado —dijo—. Siéntese, voy a buscar a Lena.
Salió del salón. Martin Beck sonrió al niño. Sus propios hijos tenían doce y quince años y ya se había olvidado de cómo conversar con los niños de tres años.
—¿Sabes tocar esa guitarra? —dijo.
—No sabo —dijo el niño—. Tú tocal, ¡tú!
—No, no sabo —dijo Martin Beck.
—Tú tocal —insistió el niño—. Tocal Mambú fue a la guedra.
Entró la señora Oskarsson, cogió la guitarra y al niño, y abandonó el salón con paso firme. Bosse lloraba y hacía aspavientos con los brazos, mientras la madre le decía a Martin Beck, por encima del hombro:
—Ahora vuelvo. Puede hablar con Lena mientras tanto.
Los chicos habían dicho que Lena tenía diez años. Era alta para su edad y bastante guapa, a pesar de los morros que ponía. Llevaba vaqueros y una camisa de algodón, y saludó tímidamente a Martin Beck, haciendo una reverencia.
—Siéntate —le dijo Martin Beck—. Así resulta más fácil hablar.
Se sentó en uno de los sillones, en el borde y con las rodillas apretadas.
—Te llamas Lena —dijo.
—Sí.
—Y yo me llamo Martin Beck. ¿Sabes lo que ha pasado?
—Sí —contestó la chica mirando fijamente el suelo—. Lo he oído… Mi madre me lo ha contado.
—Comprendo que estés asustada, pero tengo que hacerte un par de preguntas.
—Sí.
—Me han dicho que hoy estuviste con Annika.
—Sí, estuvimos jugando. Ulla, Annika y yo.
—¿Dónde?
Hizo un ligero movimiento de cabeza en dirección a la ventana.
—Primero jugamos aquí abajo, en el patio. Luego Ulla tenía que irse a casa a comer; entonces Annika y yo nos vinimos a mi casa. Luego Ulla vino a buscarnos y bajamos a la calle otra vez.
—¿Y adonde fuisteis?
—A Tantolunden. Tenía que llevarme a Bosse y allí hay columpios que le gustan.
—¿Recuerdas qué hora era?
—La una y media o las dos, algo así. A lo mejor mamá lo sabe.
—Vale. Así que os fuisteis a Tantolunden. ¿Viste si Annika se encontró allí con alguien? ¿Si se puso a hablar con algún hombre, o algo así?
—No, no la vi hablar con nadie.
—¿Qué hicisteis en Tantolunden?
La chica miró fijamente por la ventana durante un rato. Parecía hacer memoria.
—Bueno, jugamos. Primero estuvimos un rato en los columpios, como Bosse quería. Luego saltamos a la comba. Después bajamos al quiosco a comprar helados.
—¿Había más niños en el parque?
—Justo donde estábamos nosotros, no. Espera, sí, creo que había unos niños pequeños en el cajón de arena. Bosse se peleó con ellos. Pero después de un rato se fueron con su madre.
—¿Qué hicisteis después de comprar los helados? —preguntó Martin Beck.
Desde una habitación contigua escuchó la voz de la señora Oskarsson y los gritos de enfado del niño.
—Sólo dimos una vuelta. Luego, Annika se enfadó.
—¿Se enfadó? ¿Por qué?
—Se enfadó porque sí. Ulla y yo queríamos jugar a la rayuela, pero ella no. Ella prefería jugar al escondite, pero con Bosse no se puede, porque le dice a todo el mundo dónde estás escondido. Así que se enfadó y se fué.
—¿Adonde se fue? ¿Dijo adonde pensaba ir?
—No, no dijo nada. Se fue y ya está. Ulla y yo estábamos pintando la rayuela, así que no nos dimos cuenta de cuándo se marchó.
—¿No visteis en qué dirección se fue?
—No. No nos dimos cuenta. Jugamos un rato a la rayuela y luego me di cuenta de que Bosse no estaba. Entonces vimos que tampoco estaba Annika.
—¿Te pusiste a buscar a Bosse?
La niña dejó descansar la mirada en sus manos y tardó un rato en contestar.
—No, porque pensé que estaría con Annika. Siempre suele ir tras ella. Ella no tien… no tenía hermanos pequeños y se portaba fenomenal con Bosse, siempre.
—Y luego, ¿qué pasó? ¿Volvió Bosse?
—Sí, volvió después de un rato. Supongo que estaba por allí cerca, aunque no le veíamos.
Martin Beck asintió con la cabeza.
Quería encender un cigarro, pero no vio ningún cenicero en el salón y renunció.
—¿Y dónde pensabais que estaba Annika? ¿Dijo algo Bosse?
La niña negó con la cabeza. El largo flequillo rubio cayó sobre su frente.
—No, sólo pensamos que se había ido a casa. No le preguntamos a Bosse y él no dijo nada. Luego se puso tan pesado que nos vinimos a casa.
—¿Sabes qué hora era cuando Annika desapareció del parque infantil?
—No, no llevaba reloj. Pero cuando llegamos a casa eran las tres. Y sólo jugamos a la rayuela un ratito… Media hora o algo así.
—¿Y no visteis a nadie más en el parque?
Lena se apartó el flequillo con la mano y frunció el ceño.
—No nos dimos cuenta. Por lo menos, yo no. Creo que había una señora con un perro, durante un rato. Un perro salchicha. Bosse quería acariciarlo, así que tuve que ir a llevármelo. —Miró seriamente a Martin Beck—. Es que no le dejamos acariciar a los perros. Puede ser peligroso.
—¿Y no viste a nadie más en el parque? Piensa bien, a lo mejor te acuerdas de alguien.
La niña negó con la cabeza.
—No. Estábamos jugando. Y yo, además, tenía que cuidar de Bosse. Así que no me fijé en quién había en el parque. Supongo que pasaría gente, pero yo no lo sé.
En el salón se hizo el silencio y la señora Oskarsson volvió. Martin Beck se levantó.
—Sólo voy a pedirte que me digas el nombre y la dirección de Ulla —comentó a la niña—. Ahora tengo que irme, pero quizá vuelva a hablar contigo. Si recuerdas algo que pasó o algo que viste en el parque, dile a tu madre que me llame. —Se dirigió a la madre—. Quizá se trate de algún detalle de apariencia insignificante. Pero, si la niña recuerda algo, les agradecería que hicieran el favor de llamarme.
Dejó su tarjeta de visita a la señora Oskarsson y a cambio recibió un papelito con el nombre, la dirección y el número de teléfono de la tercera niña.
Luego regresó a Tantolunden.
Los técnicos forenses seguían trabajando en la hondonada situada bajo el teatro al aire libre. El sol había descendido y proyectaba largas sombras sobre el césped. Martin Beck se quedó allí hasta que se llevaron a la niña muerta. Luego volvió a Kungsholmen.
—Esta vez también se ha llevado las bragas —comentó Gunvald Larsson.
—Sí —dijo Martin Beck—. Blancas. Talla treinta y seis.
—¡Qué hijo de puta! —exclamó Gunvald Larsson. —Se hurgó la oreja con el lápiz y añadió—: ¿Y qué les pareció el caso a tus amigos de cuatro patas?
Martin Beck le echó una mirada de desaprobación.
—¿Qué hacemos con Eriksson? —preguntó Rönn.
—Suéltalo —dijo Martin Beck. Pasados unos segundos, añadió—: Pero no lo pierdas de vista.
La reunión de la mañana del martes 13 de junio fue breve y poco esperanzadora. Lo mismo podría decirse del comunicado remitido a la prensa. Las zonas de los crímenes habían sido fotografiadas desde un helicóptero. Se habían recibido unas mil llamadas de la ciudadanía, cuya información estaba siendo contrastada. Todos los exhibicionistas, mirones y demás personas fichadas por la policía por sus tendencias sexuales desviadas eran objeto de investigación. Un individuo había sido arrestado e interrogado acerca de sus actividades en el momento del crimen, para luego ser puesto nuevamente en libertad.
El cansancio y la falta de sueño se reflejaban ya en todos, incluidos periodistas y fotógrafos.
Tras la reunión, Kollberg dijo a Martin Beck:
—Hay dos testigos.
Martin Beck asintió. Entraron juntos en el despacho de Gunvald Larsson y Melander.
—Hay dos testigos —dijo Martin Beck.
Melander ni siquiera levantó la vista de sus papeles, pero Gunvald Larsson exclamó:
—Anda, ¿y quiénes son?
—Primero, el crío de Tantolunden.
—¿El que tiene tres años?
—Eso es.
—Las chicas de antivicio han intentado charlar con él, como sabes. Pero el crío ni siquiera sabe hablar. Es como cuando me dijiste que interrogara al perro, igual de inteligente.
Martin Beck ignoró el comentario de Gunvald Larsson y también la mirada de asombro que le dirigió Kollberg.
—¿Y segundo? —preguntó Melander, que seguía sin levantar la mirada.
—El atracador.
—El atracador corre de mi cuenta —manifestó Gunvald Larsson.
—Exactamente. Así que a ver si le coges…
Gunvald Larsson se echó atrás con tanto ímpetu que hizo crujir la silla giratoria.
Clavó la mirada primero en Martin Beck y luego en Kollberg.
—Un momento —replicó—. ¿Qué creéis que llevo haciendo durante tres semanas? Yo y las secciones de protección del quinto y del noveno distrito. ¿Jugar a la oca? ¿Insinúas que no lo hemos intentado?
—Lo habéis intentado. Pero ahora la situación ha cambiado. Ahora tenéis que cogerlo.
—¿Y cómo coño vamos a hacerlo? ¿Ahora mismo?
—El atracador es un profesional —expuso Martin Beck—. Son tus propias palabras. ¿En alguna ocasión ha atracado a alguien que no llevara dinero encima?
—No.
—¿En alguna ocasión se ha metido con alguien capaz de defenderse? —preguntó Kollberg.
—No.
—¿En alguna ocasión han estado los agentes de la sección de protección cerca?
—No.
—¿Y a qué puede deberse? —inquirió Kollberg. Gunvald Larsson no contestó inmediatamente. Pasó un rato hurgándose la oreja con el bolígrafo antes de decir: —Es un profesional.
—Tú lo has dicho —concluyó Martin Beck. Gunvald Larsson siguió meditando el tema un rato más. Luego preguntó:
—Cuando estuviste aquí hace diez días empezaste a decir algo, pero luego te echaste atrás. ¿Por qué?
—Porque me interrumpiste.
—¿Qué ibas a decir?
—Que deberíamos estudiar el horario de los atracos —comentó Melander sin levantar todavía la vista de los papeles—. Su
modus operandi
. Ya lo hemos hecho.
—Otra cosa —añadió Martin Beck—. Es lo que Lennart insinuaba hace un momento… El atracador es un profesional, según tu propia conclusión. Y es un profesional tan bueno que hasta reconoce a los agentes de la sección de protección. Quizá también a muchos de los policías de antiviolencia. Puede que incluso los coches.
—¿Y qué? —replicó Gunvald Larsson—. ¿Sugieres que reemplacemos a todo el maldito cuerpo por culpa de ese cabrón?
—Podías haber llamado a gente de fuera —puntualizó Kollberg—. Todo tipo de gente. Mujeres, por ejemplo. Otros coches.
—Bueno. De todas formas, ya es demasiado tarde —se lamentó Gunvald Larsson.
—Así es —intervino Martin Beck—, Ya es demasiado tarde. Pero por otra parte, ahora es el doble de importante cogerle.
—Ese tío no volverá a pisar un parque mientras el asesino ande suelto —dijo Gunvald Larsson.