«¿Mira a la calle? ¿Y qué pasa en la calle?»
«¿Nada? ¿Qué dice? ¿Coches? ¿Niños que juegan?»
«¿Por la noche también? ¿Los niños juegan por la noche también?»
«Ah, no. ¿Pero está por la noche también? ¿Y qué quiere que hagamos? ¿Enviar a los perros?»
«Mire, señora, no hay ninguna ley que prohíba a la gente estar en su balcón.»
«¿Informar de una observación, dice? Dios mío, señora, si todo el mundo informara de ese tipo de observaciones necesitaríamos tres policías por ciudadano.»
«¿Darle las gracias? ¡Que deberíamos darle las gracias!»
«¿Maleducado? ¿Yo he sido maleducado? No, escúcheme, señora…»
Gunvald Larsson calló y se quedó sentado con el teléfono a unos diez centímetros del oído.
—¡Me ha colgado! —exclamó asombrado.
Al cabo de tres segundos colgó de golpe.
—¡Vete a la mierda, maldita bruja!
Arrancó el papel de los apuntes y limpió cuidadosamente el cerumen del bolígrafo.
—¡La gente está loca! —dijo—. No me extraña que no nos dé tiempo a hacer nada. ¿Por qué no filtran este tipo de llamadas en la centralita? Deberíamos tener línea directa con el manicomio.
—Tendrás que irte acostumbrando —comentó Melander. Impasible, cogió su listín telefónico, lo cerró y se lo llevó al despacho contiguo.
Acabada la limpieza del bolígrafo, Gunvald Larsson estrujó el papel y lo tiró a la papelera. Echó una mirada malhumorada a la maleta que había junto a la puerta y le preguntó:
—¿Te vas de viaje?
—Sólo a Motala, un par de días —le respondió Martin Beck—. Tengo una cosa que ver por allí.
—¿Ah, sí?
—Como mucho, pasaré fuera una semana. Pero Kollberg vuelve hoy. A partir de mañana estará de servicio. Así que no tienes por qué preocuparte.
—No me preocupo.
—En cuanto a los robos…
—¿Sí?
—No, nada.
—Si vuelve a hacerlo dos veces más le cogeremos —intervino Melander desde el otro despacho.
—Eso es —asintió Martin Beck—. Hasta luego.
—Hasta luego —dijo Gunvald Larsson.
Martin Beck llegó a la estación central diecinueve minutos antes de que saliese el tren y dedicó el tiempo de espera a realizar dos llamadas.
Primero a casa.
—¿No te has ido todavía? —dijo su mujer.
Ignoró la pregunta retórica y se contentó con decir:
—Me alojaré en un hotel que se llama Palace. Creí que deberías saberlo.
—¿Cuánto tiempo vas a pasar fuera?
—Una semana.
—¿Cómo puedes estar tan seguro?
Una buena pregunta. Por lo menos no era tonta. Pensó Martin Beck, y dijo:
—Saluda a los niños de mi parte. —Meditó un momento y añadió—: Y cuídate.
—Gracias —contestó ella fríamente.
Colgó y buscó otra moneda en el bolsillo. Había cola delante de las cabinas, y cuando introdujo la moneda en la ranura y marcó el número de la jefatura sur de policía, los primeros de la fila le miraron de reojo, con fastidio y desconfianza. Pasó un minuto antes de que se pusiera Kollberg.
—Hola. Sólo quería asegurarme de que habías vuelto.
—Muy considerado —dijo Kollberg—. ¿Aún no te has ido?
—¿Cómo está Gun?
—Bien. Bueno, claro, ¡hecha una cabina telefónica!
Gun era la mujer de Kollberg y esperaba dar a luz hacia finales de agosto o principios de septiembre.
—Volveré dentro de una semana.
—Ya me lo han dicho. Por cierto, por entonces ya no estaré de servicio. —Se produjo un silencio. Luego Kollberg añadió—: ¿Y qué se te ha perdido a ti en Motala?
—Ese viejo…
—¿Qué viejo?
—Un chatarrero que se abrasó ayer. ¿No has…?
—Lo he visto en los periódicos. ¿Y qué?
—Pues voy a ir a echar un vistazo.
—¿Es que no pueden resolver solos un simple caso de incendio?
—La verdad es que han pedido…
—Un momento —dijo Kollberg—. Puede que tu mujer se lo trague, pero a mí no me engañas. Además, sé muy bien qué es lo que han pedido y quién lo ha hecho. Vamos a ver, ¿quién es el jefe de la sección de investigación en Motala?
—Ahlberg, pero…
—Exacto. Y también sé que has cogido cinco días de vacaciones la próxima semana. Así que vas a Motala para tomar copas en el Stadshotellet con Ahlberg. ¿A que sí?
—Bueno, pero…
—Que tengas buena suerte —concluyó Kollberg cordialmente—. Cuídate.
—Gracias.
Martin Beck colgó. El primero de la cola pasó junto a él sin ningún miramiento, abriéndose paso a codazos. Martin Beck se encogió de hombros y se dirigió a la sala de la estación.
Kollberg tenía razón en parte. Esto, en sí, no tenía importancia, pero aun así le resultaba fastidioso que descubrieran sus intenciones con tanta facilidad. Kollberg y él habían conocido a Ahlberg tres veranos atrás, investigando un asesinato. La pesquisa fue larga y difícil, y durante ese tiempo llegaron a hacerse buenos amigos. De no haber sido así, con toda seguridad, ni Ahlberg habría pedido asistencia de la Dirección General de Policía, ni él mismo hubiese dedicado una sola mañana al caso.
Según el reloj de la estación, las dos llamadas le habían llevado exactamente cuatro minutos, así que aún quedaban quince hasta la salida del tren. Como siempre, la estación era un hervidero de gente de todo tipo.
Se quedó parado maleta en mano, con una sensación de malestar general. Era un hombre alto, de rostro enjuto, frente ancha y mandíbula fuerte. La mayor parte de los que le veían sin duda le tomarían por un provinciano atribulado, recién llegado al hormiguero de la gran urbe.
—Oye, tío —le susurró alguien con voz ronca.
Se volvió y contempló a la persona que acababa de dirigirse a él. Una chica de unos catorce años con pelo rubio lacio y vestido corto de tela estampada al estilo batik. Iba descalza y bastante desaseada. Era algo más joven que su hija y más o menos igual de desarrollada. En su mano derecha, ahuecada, llevaba una tira de cuatro fotografías, que le permitió entrever.
Era fácil averiguar la procedencia de las fotos. La chica había entrado en uno de los fotomatones en la planta de arriba del metro y, tras ponerse de rodillas en el taburete con el vestido subido hasta las axilas, se puso a echar monedas por la ranura.
La orden de cortar las cortinas de los fotomatones a la altura de las rodillas, cursada hacía ya tiempo, no parecía haber resuelto el problema.
Miró las fotos y pensó que ahora las crías se desarrollaban antes. Además, pasaban olímpicamente de llevar ropa interior. No obstante, el resultado no estaba muy logrado desde el punto de vista técnico.
—Veinticinco pavos —dijo la niña esperanzada.
Martin Beck miró irritado en torno de él y descubrió a dos agentes uniformados al otro lado del vestíbulo. Se acercó a ellos. Uno le reconoció y le saludó marcialmente.
—¿No podéis controlar a los críos por aquí? —se quejó Martin Beck enfadado.
—Hacemos lo que podemos, señor comisario.
El policía que contestó era el mismo que le había saludado, un hombre muy joven de ojos azules y barba rubia, muy cuidada.
Sin responder, Martin Beck se dirigió hacia las puertas acristaladas que daban acceso a los andenes. La chica del vestido de batik se había retirado al otro extremo del vestíbulo y miraba las fotos a hurtadillas, como si sospechara que algo en su aspecto no estaba del todo bien. Sin duda, no pasaría mucho tiempo antes de que algún idiota le comprara las fotos. Luego ella se iría a Humlegárden o Mariatorget, a gastarse el dinero en pastillas o marihuana. Tal vez LSD.
El policía que le había reconocido llevaba barba. Veinticuatro años atrás, cuando Martin Beck ingresó en el cuerpo, los agentes no llevaban barba.
Por cierto, el otro agente, el que no tenía barba, ¿por qué no lo había saludado? ¿Es que no lo reconocía?
Veinticuatro años atrás, los policías saludaban a la gente que se acercaba, fueran o no comisarios. ¿O no?
Por aquel entonces, las chicas de catorce años no se hacían fotos desnudas en fotomatones para luego vendérselas a comisarios de policía y conseguir así dinero para comprar droga.
Por lo demás, estaba descontento con su nuevo título, recibido a principios de año. Estaba descontento con su nuevo despacho en la jefatura sur, en la ruidosa zona industrial de Västberga allé. También le disgustaba la desconfianza de su mujer, y el hecho de que alguien como Gunvald Larsson pudiera llegar a ser subinspector primero de la policía criminal.
Martin Beck se hallaba sentado junto a la ventana, en su compartimento de primera clase, meditando sobre todo eso.
Antes de tomar el túnel en dirección sur, el tren pasó por el ayuntamiento y pudo ver el barco de vapor Mariefred,, uno de los últimos que quedaban en el país, y el edificio de la editorial Norstedts. De vuelta a la luz, contempló el agradable verdor de Tantolunden, un parque que pronto le daría pesadillas, y escuchó el eco de las ruedas del tren al cruzar el puente.
Cuando el convoy se detuvo en Södertälje, Martin Beck estaba ya de mejor humor, y compró una botella de agua mineral y un sándwich de queso, algo pasado, en el cajón de hojalata sobre ruedas que, en la mayoría de los trenes, hacía ahora de vagón restaurante.
En fin —dijo Ahlberg—. Esto fue lo que ocurrió: por las noches hacía un poco de frío. El tipo tenía una de esas viejas estufas eléctricas… y la puso junto a la cama. Luego, dormido, se sacudió la manta, que cayó sobre el radiador y empezó a arder.
Martin Beck asintió.
—Parece completamente plausible —prosiguió Ahlberg— El informe forense nos ha llegado hoy. Intenté llamarte, pero ya te habías ido.
Estaban en el lugar del incendio, en Borenshult. Entre los árboles se vislumbraba el lago y la esclusa donde, tres años atrás, había aparecido el cadáver de una mujer. De la casa quemada apenas quedaban más que los cimientos y la chimenea. Sin embargo, los bomberos habían logrado salvar un pequeño cobertizo.
—Allí dentro hemos descubierto algún que otro objeto robado —dijo Ahlberg— El viejo Larsson era perista. Pero tenía antecedentes, así que tampoco nos ha sorprendido mucho. Vamos a mandar una lista de las cosas.
Martin Beck volvió a asentir. Al cabo de un rato dijo:
—Comprobé lo del hermano de Estocolmo. Murió esta primavera. De apoplejía. También perista.
—Quizá sea genético —comentó Ahlberg.
—Al hermano nunca le pillaron, pero Melander se acordaba de él.
—¡Ah, sí!, Melander —repitió Ahlberg—. El de la memoria de elefante. Ya no trabajáis juntos, ¿a que no?
—Sólo de vez en cuando. Ahora está en Kungsholmsgatan. Kollberg también, a partir de hoy. ¡Maldita sea, no paran de trasladarnos de un lado para otro!
Dieron la espalda al lugar del incendio y volvieron al coche en silencio.
Un cuarto de hora más tarde, Ahlberg se detuvo delante de la comisaría, un edificio de ladrillo amarillento situado en la esquina de Prästgatan y Kungsgatan, cerca de la plaza mayor y de la estatua de Baltzar von Platen. Miró de reojo a Martin Beck y dijo:
—Ya que estás aquí y encima tienes vacaciones, ¿por qué no te quedas unos días?
Martin Beck asintió.
—Podemos dar una vuelta con la lancha motora —añadió Ahlberg.
Por la noche cenaron una exquisita trucha del lago Vättern en el Stadshotellet. Además, se tomaron unas copas.
El sábado salieron con la lancha motora. El domingo también. El lunes Martin Beck la tomó prestada. El martes también. El miércoles se fue a Vadstena, a ver el castillo.
El hotel en el que se alojaba en Motala era moderno y cómodo. Estaba a gusto con Ahlberg. Leyó una novela de Kurt Salomonsson titulada
El hombre de afuera
. Se sentía bien.
Se lo merecía. Había sido un invierno duro y una primavera terrible. Todavía guardaba la esperanza de que el verano resultara tranquilo.
Al atracador no le importaba el tiempo.
Por la tarde había empezado a llover. Primero fue una lluvia intensa, luego una llovizna que se filtraba lentamente; por último, hacia las siete, cesó por completo. Pero las nubes continuaban a baja altura y el cielo seguía encapotado, así que resultaba obvio que pronto volvería a llover. Eran las nueve y el crepúsculo se extendía despacio, bajo la bóveda de los árboles. Aún quedaba un rato hasta que encendieran las farolas.
El atracador se desprendió del chubasquero fino y lo puso a su lado, en el banco del parque. Calzaba zapatillas de deporte, vestía pantalones caqui y un elegante jersey de Dralon gris con monograma en el bolsillo del pecho. Alrededor del cuello, atado con un nudo suelto, llevaba un pañuelo rojo grande. Hacía más de dos horas que estaba dando vueltas por el parque y sus inmediaciones. Durante este tiempo había visto a una decena de personas, a las que observó detenidamente, calibrándolas. En dos ocasiones estudió a los viandantes con un interés especial. Se trataba en ambos casos no de una persona, sino de dos. La primera pareja estaba formada por un hombre y una mujer, más jóvenes que él. La mujer llevaba sandalias y un corto vestido de verano con dibujo en blanco y negro; el chico, un elegante blazer azul y pantalones grises. Se habían internado por senderos sombríos en la zona más apartada del parque. Allí permanecieron, abrazándose. La chica se quedó de pie, de espaldas contra un árbol. Pasados unos segundos, el joven metió la mano derecha bajo la falda, por dentro del elástico de la braga y comenzó a manosear entre las piernas de la chica. Enseguida ella separó los pies y dijo: «¿Y si viene alguien?». Por lo visto, se trataba de una observación protocolaria, pues acto seguido cerró los ojos y empezó a mecer el bajo vientre rítmicamente, contoneándose, y clavó las uñas de la mano izquierda en la nuca del chico, cuidadosamente pelada al cepillo. No pudo ver qué hacía con la otra mano, pese a estar tan cerca de ellos que incluso podía entrever las bragas de malla, blancas.
Los había seguido caminando por la hierba, a pasos silenciosos, y se quedó agazapado tras los arbustos, a menos de diez metros de distancia. Sopesó detenidamente los pros y los contras. Una intervención agradaba a su sentido del humor, pero la chica no llevaba bolso. Además, iba a ser difícil impedir que chillara, cosa que complicaría el ejercicio de su profesión. Por último, el chico le parecía ahora más grande y de hombros más anchos que en un primer momento. Y tampoco estaba claro que llevara dinero en la cartera. Los argumentos en contra de una intervención resultaron contundentes, así que se retiró tan sigilosamente como había llegado. No era un mirón, tenía cosas más importantes que hacer. Además, seguramente no quedaba ya mucho que ver. Un rato después, vio a los jóvenes abandonar el parque, ahora a considerable distancia el uno del otro. Cruzaron la calle y entraron en un edificio residencial, cuya fachada denotaba una burguesía instalada y de buenas costumbres. En el portal, la chica se ajustó bragas y sujetador y se pasó por las cejas la punta de un dedo mojado. El joven se peinaba.