El hombre del balcón (12 page)

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Authors: Maj Sjöwall,Per Wahlöö

Tags: #Novela negra escandinava

—He pensado mucho en esto. Todos los días desde entonces. —Silencio—. He intentado reflexionar. Sé que vi a esa niña en el parque infantil y que estaba sola y que debe de haber sido poco después de llegar yo allí. Las siete y diez o y cuarto, más o menos. Lo que pasa es que no me fijé mucho. Era sólo una cría y, de todas maneras, no pensaba trabajar por allí abajo, cerca del parque infantil. Demasiado cerca de la calle, de Sveavägen. Así que no me fijé mucho. Entonces. Otra cosa hubiera sido de haber estado en el parque infantil de arriba, junto al depósito de agua.

—¿La vio allí también? —dijo Gunvald Larsson.

—No, no…

—¿La siguió?

—No, claro que no. Compréndalo. No me interesaba lo más mínimo. Pero…

—¿Pero qué?

—Pero… En el parque, aquella tarde, había poca gente. Hacía un tiempo horrible. Estaba a punto de caer una buena tromba. Ya iba a abandonar y volverme a casa cuando apareció aquella bru…, aquella señora. Pero…

—¿Pero qué?

—Sí, lo que quiero decir es que vi a esa niña. Y debe de haber sido a las siete y cuarto o algo así.

—Ya lo ha dicho. ¿Con quién la vio?

—Con nadie. Estaba sola… Pero a lo que voy es que, en todo este tiempo, pasaron por allí en total unas diez personas. Yo… soy muy meticuloso. Cuando trabajo, no quiero que me cojan. Así que tomo precauciones. Y lo que quiero decir es que, quizás, entre esas personas que yo vi…

—Bueno, ¿a quién vio?

—Vi a esos dos maderos.

—Policías.

—Sí, joder. Uno era pelirrojo y llevaba gabardina; el otro llevaba gorro con visera, americana y pantalones que no hacían juego con la americana, una cara como delgada.

—Axelsson y Lind —se dijo Rönn.

—Es usted un buen observador —dijo Martin Beck.

—Sí, lo es —dijo Gunvald Larsson— Venga, desembucha.

—Esos dos maderos… no, no me interrumpa, maldita sea… entraron en el parque desde diferentes direcciones y se quedaron allí dentro unos quince minutos. Pero eso fue mucho después de ver a la niña. Sin duda, una hora y media después.

—¿Y?

—Y luego están los otros dos. El tío que metía mano a la piba. Eso fue aún antes. Los estuve siguiendo. Por un momento, casi pensé intervenir…

—¿Intervenir?

—Sí, o sea… ¡no, joder, nada sexual! La tía llevaba uno de esos vestidos cortos de la hostia, blanco y negro. Y el tío, un blazer. Tenían pinta de pijos, pero ella iba sin bolso.

Se calló. Gunvald Larsson, Martin Beck y Rönn esperaban.

—Llevaba bragas de malla blancas.

—¿Cómo pudo ver todo eso sin que ella le descubriera?

—Ella no veía nada, ni el tío tampoco. No hubieran visto ni un puto hipopótamo. Ni siquiera se veían el uno al otro. Y debían haber llegado sobre las… —De repente se calló. Luego dijo—: ¿A qué hora llegaron los maderos?

—A las ocho y media —replicó Martin Beck rápido.

El atracador puso cara de triunfo al decir:

—Eso es. Por entonces, hacía por lo menos un cuarto de hora que se había ido la parejita. Y estuvieron como mínimo media hora. O sea, desde las ocho menos cuarto hasta las ocho y cuarto. Al principio les seguí, luego me fui. Yo paso de quedarme allí como un gilipollas, mirando cómo se meten mano. Pero cuando llegaron, la niña ya había desaparecido. No estaba en el parque infantil, ni cuando llegaron ni cuando se fueron. Si no, la habría visto, me hubiera dado cuenta…

Ahora sí que realmente estaba intentando ayudar.

—Así que ella estaba en el parque infantil a las siete y cuarto, pero no a las ocho menos cuarto, más o menos —dijo Gunvald Larsson.

—Exacto.

—¿Y qué hizo usted durante este tiempo?

—Controlar, digámoslo así. Rondaba la esquina entre Sveavägen y Frejgatan. Así podía ver a la gente que entraba desde esas direcciones.

—Un momento, dice que vio a unas diez personas en total…

—¿En el parque? Sí, más o menos.

—Dos policías, la pareja, la señora que atracó y la niña. Son seis.

—Y seguí a un viejo con un perro. Todo el rato. Pero no se movió de la zona en torno a la iglesia de Stefan, cerca de la calle. Debía de estar esperando a que cagara el perro, o algo así.

—¿Desde qué dirección apareció aquel hombre? —preguntó Martin Beck.

—De Sveavägen, por donde el quiosco.

—¿A qué hora? —dijo Rünn.

—Poco después de llegar yo. Fue el único en que me fijé antes de que aparecieran el tío y la chica. El… ¡espera!, entró desde donde el quiosco y paseaba a un perro de esos canijos, flacos. Entonces la niña estaba en el parque infantil.

—¿Seguro? —preguntó Gunvald Larsson.

—Sí. Espera… Lo seguí todo el rato. Estuvo allí cosa de diez minutos o cuarto de hora. Cuando se largó, la chica debía de haberse ido ya.

—¿Y a quién más vio?

—Nada. Sólo unos cuantos arrastrados…

—¿Arrastrados?

—Sí. Gente que a mí no me interesa. Dos o tres. Atravesaban el parque.

—Venga, intente hacer memoria, maldita sea —dijo Gunvald Larsson.

—Pero si lo estoy intentando. Vi a dos que iban juntos. Entraron desde Sveavägen y subieron hacia el depósito de agua. Vagabundos. Bastante viejos.

—¿Está seguro de que iban juntos?

—Casi. Ya los había visto otras veces. Ahora que me acuerdo, pensé que debían de llevar una botella de aguardiente, o unas cuantas birras, para soplar allí arriba, en el parque. Pero esto fue mientras todavía seguían allí los otros dos, la tía de las medias de malla y su novio, los que se magreaban. Y…

—¿Sí?

—Vi a uno más. Uno que entró desde el otro lado.

—¿Otro arrastrado, como dice usted?

—Desde luego, nadie que mereciera la pena. Para mí. Bajó desde el depósito de agua. Ahora lo recuerdo perfectamente… Recuerdo que pensé que debía de haber subido las escaleras desde Ingemarsgatan. ¡Qué paliza!, pensé, ¡subir todo ese camino para luego volver a bajar!

—¿Volver a bajar?

—Sí, salió por Sveavägen.

—¿Cuándo lo vio?

—Al rato de irse el viejo del perro.

Se hizo un silencio en la sala. Uno tras otro, fueron dándose cuenta de la importancia de lo que el hombre acababa de decir.

El propio Rolf Evert Lundgren fue el último en darse cuenta. Alzó los ojos y miró a Gunvald Larsson cara a cara.

—¡Joder! —exclamó.

Martin Beck sintió vibrar un nervio en algún lugar de su organismo.

Y Gunvald Larsson dijo:

—En resumen. Digamos que un hombre mayor, bien vestido, que paseaba a su perro, entró en el parque de Vanadislunden entre las siete y cuarto y las siete y media, desde Sveavägen. Pasó de largo el quiosco y el parque infantil, donde todavía estaba la niña. Durante unos diez minutos, o todo lo más un cuarto de hora, el hombre del perro permaneció en la parte del parque que se encuentra entre la iglesia de Stefan y Frejgatan. Usted le siguió durante todo ese tiempo. Cuando salió del parque, por el mismo sitio, pasando nuevamente junto al quiosco y el parque infantil, la niña ya no estaba allí. Unos minutos más tarde vio a un hombre que venía desde el depósito de agua y que salió por Sveavägen. Usted supuso que ese individuo había entrado por Ingemarsgatan, subiendo las escaleras que hay detrás del depósito, para luego bajar cruzando el parque en dirección a Sveavägen. Pero nada impide pensar que este hombre hubiera entrado desde Sveavägen un cuarto de hora antes, mientras usted seguía al señor del perro.

—Sí —reconoció el detenido con la boca abierta.

—Y pudo haberse introducido en el parque infantil, donde engatusó a la niña para que lo acompañara al depósito del agua. Tal vez la mató allí, y cuando usted lo vio estaba de vuelta.

—Sí —repitió Rolf Evert Lundgren con la boca abierta.

—¿Se fijó en qué dirección se marchaba? —preguntó Martin Beck.

—No, sólo pensé que salía del parque y no volví a acordarme de él.

—¿Lo vio de cerca?

—Sí, pasó muy cerca. Yo estaba detrás del quiosco.

—Bien, denos su descripción —dijo Gunvald Larsson—. ¿Qué aspecto tenía?

—No era un tío grande, aunque tampoco pequeño. Más bien con mala pinta. Tenía una buena tocha.

—¿Cómo iba vestido?

—Desarreglado. Camisa clara, creo que blanca. No llevaba corbata. Pantalones oscuros, grises o marrones, creo.

—¿Y su pelo?

—Pelo bastante ralo, me parece. Peinado hacia atrás.

—¿No llevaba americana? —insertó Rönn.

—No. Ni americana ni abrigo.

—¿Color de ojos? —dijo Gunvald Larsson.

—¿Qué?

—¿Se fijó en el color de sus ojos?

—No. Azul, supongo. O gris. Era de ese tipo. Rubio.

—¿Y de qué edad, más o menos?

—Pues, entre cuarenta y cincuenta, algo así. Más cerca de cuarenta, supongo.

—¿Y los zapatos? —dijo Rönn.

—No sé. Aunque probablemente llevaba ese tipo de zapatos negros, corrientes, que suelen llevar los quinquis por el estilo. Pero es sólo una conjetura.

Gunvald Larsson dijo a modo de resumen:

—Un hombre de unos cuarenta años, de constitución normal y de estatura mediana con pelo ralo, peinado hacia atrás, y nariz prominente. Ojos azules o grises. Camisa blanca o clara, sin corbata. Pantalones de color marrón o gris oscuro, probablemente zapatos negros.

Martin Beck sintió que algo le rondaba por la cabeza, pero el barrunto desapareció tan pronto como vino. Gunvald Larsson continuaba:

—Bueno, probablemente zapatos negros, rostro ovalado… Bien. Ahora sólo queda una cosa. Va a echar usted un vistazo a unas fotografías. Que traigan los álbumes de la brigada antivicio.

Rolf Evert Lundgren repasó las carpetas con fotografías de individuos conocidos por delitos contra las buenas costumbres. Estudiaba cada una de las fotografías meticulosamente, para terminar siempre moviendo la cabeza en señal de negación. No encontró a nadie parecido al hombre que había visto en Vanadislunden. Además, estaba completamente seguro de que el hombre al que había visto no estaba fichado.

Ya era medianoche cuando Gunvald Larsson dijo:

—Ahora le vamos a dar a usted algo de comer y luego se podrá ir a dormir. Nos veremos mañana. Gracias por todo.

Parecía casi eufórico.

Lo último que dijo el atracador antes de que se lo llevaran fue:

—¡Fíjate, vi al cabronazo ese! También parecía casi eufórico.

No obstante, él mismo había estado a punto de matar a varias personas. Doce horas antes, sin ir más lejos, no hubiera vacilado en matar a tiros tanto a Martin Beck como a Gunvald Larsson, de haber tenido oportunidad.

Martin Beck reflexionaba sobre eso.

Pensaba también en que la descripción que poseían era mala, pues valía para miles de personas, pero por lo menos tenían algo.

Y la persecución entraba en su séptimo día.

En la mente de Martin Beck había todavía algo más, pero ni él mismo sabía exactamente qué.

Antes de marcharse cada uno para su casa, tomó café con Rönn y Gunvald Larsson.

Intercambiaron unas últimas frases.

—¿Os parece que me he tirado mucho tiempo? —preguntó Gunvald Larsson.

—Sí, —dijo Martin Beck.

—Pues sí, creo que sí, —dijo Rönn.

—Bueno, mira —dijo Gunvald Larsson en tono pedagógico—, se trata de ir desplegando los acontecimientos desde el principio. De crear una especie de confianza.

—Pues sí —dijo Rönn.

—Aun así, sinceramente, a mí me pareció interminable —opinó Martin Beck.

Luego se fue a casa. Se tomó otro café y se acostó.

Permaneció despierto en la oscuridad, pensando.

En algo.

XVII

Al despertar, el viernes por la mañana, Martin Beck no se sentía descansado, ni mucho menos. En realidad, se sentía incluso más cansado que en el momento de dormirse la noche anterior, a altas horas y tras demasiadas tazas de café. Había dormido mal, con continuas pesadillas, y se despertó con un dolor insistente en el estómago.

Durante el desayuno tuvo una agria discusión con su mujer, por un motivo completamente insignificante que había olvidado cinco minutos después, al cerrar la puerta tras de sí. Por lo demás, su papel en la riña había sido más bien pasivo. Fue la mujer quien llevó la voz cantante.

Cansado, descontento consigo mismo, y con escozor en los párpados, tomó el metro a Slussen, cambió de línea y continuó hasta Midsommarkransen, para hacer una breve visita a su despacho en Västberga allé. No le gustaba ir en metro, pero se negaba a convertirse en automovilista, a pesar de que el camino desde Bagarmossen hasta la jefatura sur se hacía considerablemente más rápido en coche. Esta cuestión era uno de los motivos de disputa con su mujer, Inga. Además, desde el momento en que ella se enteró de que el Estado pagaba 46 céntimos por kilómetro a cada policía que usaba el coche propio, sacaba el tema con más frecuencia.

Cogió el ascensor hasta la tercera planta, pulsó los botones del código en el disco circular, junto a las puertas de cristal, saludó al conserje con un movimiento de cabeza y entró en su despacho. Del montón de papeles de encima de su mesa, seleccionó los que pensaba llevarse a Kungsholmsgatan.

Sobre la mesa había también una tarjeta postal a todo color, en la que aparecían un burro con sombrero de paja, una niña regordeta de ojos negros que llevaba una cesta de naranjas, y una palmera. Procedía de Mallorca, donde disfrutaba de sus vacaciones el benjamín del departamento, Åke Stenstrom, e iba dirigida a «Martin Beck y compañía».

Martin Beck tardó un buen rato en descifrar el texto de Stenstróm, escrito con un boli barato y lleno de manchas borrosas.

«Os estaréis preguntando adonde se han ido las tías buenas de Estocolmo… ¡Pues resulta que se han enterado de que yo estoy aquí! ¿Cómo os las arregláis sin mí? Supongo que mal… pero, ¡aguantad! ¡Igual vuelvo! Åke.»

Martin Beck sonrió y se metió la postal en el bolsillo de la chaqueta. Luego se sentó, buscó el número de la familia Oskarsson y se acercó el teléfono.

Contestó el marido. Dijo que el resto de la familia acababa de regresar. Si Martin Beck quería verlos, lo mejor sería que pasara cuanto antes, pues tenían mucho que hacer antes de partir.

Pidió un taxi, y diez minutos más tarde estaba llamando al timbre del piso en que residía la familia Oskarsson. Abrió el marido, que lo acompañó hasta el sofá del salón, lleno de luz. Los niños no se dejaban ver, pero sus voces llegaban desde una de las habitaciones. La madre estaba ante la ventana, planchando, y al entrar Martin Beck, dijo:

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