—Yo también me he hecho esa pregunta alguna que otra vez —replicó Martin Beck—. ¿Qué más dijo?
—¿Quién?
—Hjelm.
—Que le llamaras en cuanto terminaras con el teléfono.
Martin Beck volvió a su escritorio provisional y llamó al Laboratorio Nacional de Investigación Forense.
—¡Ah, sí, tu billete! —dijo Hjelm—. No se pueden sacar huellas útiles, el papel está demasiado manoseado.
—Vale —dijo Martin Beck—. Ya me lo temía.
—Aún no hemos terminado. Luego te mando un informe, como siempre. Oye, otra cosa: hemos encontrado un poco de fibra de algodón azul, probablemente de un forro de bolsillo.
Martin Beck recordó la pequeña cazadora azul que Bosse sostenía en sus manos. Dio las gracias y colgó. Luego pidió un coche y se puso la americana. Era viernes y había comenzado ya la gran operación salida, aunque todavía era pronto. El flujo del tráfico cruzaba los puentes despacio, y pese a que el taxista conducía con habilidad y astucia, tardaron casi media hora en llegar a Timmermansgatan.
El edificio, viejo y mal conservado, estaba situado en las inmediaciones de la Estación Sur. La entrada era oscura y fría. En la planta baja sólo había dos puertas. Una de ellas, abierta, daba a un patio empedrado, donde se veían unos cubos de basura y un sacudidor de alfombras. En la otra puerta, Martin Beck leyó con dificultad el nombre Engström, escrito en un sucio letrero de latón amarillo. Faltaba el botón del timbre, así que llamó golpeando con fuerza el cristal de la puerta.
Abrió una mujer de unos cincuenta años, baja y delgada, que llevaba un vestido marrón de lana y zapatillas de pana floreadas. Miró a Martin Beck con aire inquisitivo, los ojos entornados a través de unas gafas de cristales llamativamente gruesos.
—¿La señora Engström?
—Sí —contestó con una voz que le pareció demasiado áspera para proceder de una mujer tan frágil.
—¿Se encuentra en casa el señor Engström?
—No —dijo tras vacilar un momento— ¿Qué quiere?
—Me gustaría hablar con usted. Conozco a uno de los niños que cuida.
—¿Cuál? —preguntó con desconfianza.
—Bo Oskarsson. La madre me dio su dirección. ¿Puedo entrar?
La mujer le abrió la puerta y, tras atravesar el pequeño recibidor y pasar junto a la puerta de la cocina, entró en la única estancia del domicilio. Al otro lado de la ventana se veían los cubos de basura y el sacudidor de alfombras. Un sofá cama repleto de cojines de colores dominaba la habitación, pobremente amueblada. Martín Beck no descubrió nada que indicase la presencia habitual de niños.
—Perdone —dijo la mujer—, pero ¿de qué se trata? ¿Qué pasa con Bosse?
—Soy policía. Sólo es un asunto de rutina. No tiene por qué preocuparse. Y Bosse está perfectamente.
En un primer momento, la mujer parecía algo asustada. Luego fue cobrando valor.
—¿Por qué me iba a preocupar? No tengo miedo de la policía. ¿Se trata de Eskil?
Martin Beck sonrió.
—Sí, señora Engström, en realidad he venido para hablar con su marido. Por cierto, tengo entendido que vio a Bosse el otro día.
—¿Eskil?
Miró consternada a Martin Beck.
—Sí. ¿Sabe cuándo llega a casa?
Ella contempló a Martin Beck con sus ojos azules, redondos, que a través de los gruesos cristales adquirían un tamaño anormal.
—Pero… ¡pero si Eskil está muerto! —dijo.
Martin Beck le devolvió una mirada de pasmo. Pasaron unos segundos hasta que pudo recuperar el control y logró decir:
—Lo siento, no lo sabía. Lo lamento, de verdad. ¿Cuándo ocurrió?
—El 13 de abril de este año. Un accidente de coche. El médico dijo que no tuvo tiempo de darse cuenta de nada.
La mujer se acercó a la ventana y se puso a mirar el patio sombrío. Martin Beck contemplaba su espalda flaca bajo el vestido, excesivamente grande.
—Lo siento de veras, señora Engström.
—Iba en el camión, camino de Södertálje. Era lunes. —Luego se volvió y añadió con voz más firme—: Eskil fue camionero durante treinta y dos años y jamás cometió una sola infracción. Lo que pasó no fue culpa suya.
—Lo entiendo —dijo Martin Beck—. Siento mucho haberla molestado. Debe de haberse producido una confusión.
—Y los golfos que lo atropellaron se fueron casi de vacío —lamentó—. ¡Y eso que conducían un coche robado!
Movía la cabeza en señal de asentimiento, con mirada ausente. Fue hasta el sofá y movió los cojines al azar.
—Ahora mismo me voy —dijo Martin Beck.
De repente fue presa de una fuerte sensación de claustrofobia. Deseó sobre todo abandonar aquella habitación sombría, con la pequeña mujer triste. Pero pudo controlarse y dijo:
—Señora Engström, si no tiene nada en contra, antes de irme quisiera ver un retrato de su marido.
—No guardo ninguna foto de Eskil.
—Pero sin duda tendrá un pasaporte. ¿O el carné de conducir?
—Nunca fuimos a ningún sitio, así que no tenía pasaporte. Y el carné es antiguo.
—¿Podría verlo? —le rogó Martin Beck.
Ella abrió un cajón y sacó un carné.
Estaba expedido a nombre de Eskil Johan Albert Engström, en el año 1935. La foto representaba a un hombre joven con pelo ondulado claro, nariz prominente y una boca pequeña, de labios finos.
—Este no es el aspecto que tenía —dijo la mujer.
—Entonces, ¿cómo era? ¿Le podría describir?
La pregunta no pareció sorprenderla en absoluto.
—No era tan alto como usted —se apresuró a contestar—, pero bastante más que yo. Uno setenta y dos, creo. Y bastante delgado. Tenía poco pelo, un poco canoso. Por lo demás no sé qué decir. Su aspecto era agradable, por lo menos para mí. Quizá no fuera muy guapo, con su nariz grande y su boca pequeña. Pero resultaba entrañable.
—Gracias, señora Engström —dijo Martin Beck—. Ya no la molestaré más.
Lo acompañó a la puerta y no echó el cerrojo hasta que el portal no se cerró tras Martin Beck, ya en la calle.
Éste inspiró profundamente y avanzó en dirección norte, con pasos largos y apresurados. Echaba de menos su despacho.
Sobre él halló dos parcos mensajes.
El primero era de Melander: «La cobradora que vendió el billete se llama Gunda Persson. No se acuerda de nada. No tiene tiempo para mirar las caras de los viajeros, dice».
El otro era de Hammar: «Ven enseguida. Importante».
Gunvald Larsson permanecía junto a la ventana observando a seis operarios en la calle, que a su vez observaban a un séptimo, apoyado en una pala.
—Esto me recuerda una historia —dijo—. Durante la mili, estábamos fondeados en Kalmar con un dragaminas. Yo estoy en la cabina de mando junto al segundo de a bordo, y el vigía viene y me dice: «Mi teniente, hay un hombre muerto en el muelle». «Chorradas», dije. «No, mi teniente —insiste—, en el muelle hay un muerto, de pie.» «¡No hay muertos de pie en los muelles!», digo. «¡A ver si te espabilas un poco, Johansson!» «Pero, mi teniente —repite—, ¡tiene que estar muerto! Le he estado vigilando todo el tiempo y lleva horas sin moverse…» Entonces el segundo de a bordo va, se levanta, se asoma por la portilla y dice: «¡Bah, es sólo un operario municipal!».
El obrero de la calle dejó caer la pala y se fue, con los demás. Eran las cinco y seguía siendo viernes.
—¡Vaya organización! —dijo Gunvald Larsson—. Todo el tiempo de pie, mirando.
—¿Y tú qué haces? —preguntó Melander.
—Pues aquí de pie, mirando. Y si el jefe local de la policía tuviera su despacho enfrente, sin duda se pondría delante de su ventana a mirarme a mí. Y si el jefe nacional de la policía estuviera aquí, en la planta de arriba, miraría al jefe local. Y si el ministro del interior…
—Anda, calla y coge el teléfono —interrumpió Melander.
Martin Beck acababa de entrar en el despacho. Se quedó junto a la puerta, observando pensativo a Gunvald Larsson, que en ese momento decía:
—¿Y qué quieres que haga? ¿Enviar el furgón de los perros? —Colgó de un golpe, miró fijamente a Martin Beck y dijo—: ¿Qué te pasa?
—Acabas de decir algo que me ha hecho pensar en…
—¿El furgón de los perros?
—No, algo que dijiste justo antes.
—¿Y en qué te hizo pensar?
—No lo sé. Hay una idea que me ronda la cabeza, pero no logro atraparla…
—Pues no eres el único —dijo Gunvald Larsson.
Martin Beck se encogió de hombros.
—Esta noche va a haber redada —comentó—. Acabo de hablar con Hammar.
—¿Redada? Pero si todo el mundo está hecho polvo —protestó Gunvald Larsson—. ¿Cómo estaremos mañana?
—No creo que vaya a servir de mucho —dijo Melander—. ¿De quién es la idea?
—No lo sé. A Hammar tampoco se le veía muy entusiasmado.
—¿Y quién está entusiasmado últimamente? —le replicó Gunvald Larsson.
Martin Beck no tenía nada que ver con esta decisión. De haber podido, probablemente se habría opuesto. Sospechaba que el motivo era la falta de rumbo en las investigaciones y una cierta sensación general de que había que hacer algo. La situación era, sin duda, muy grave. La prensa y la televisión calentaban los ánimos de la gente con sus vagas informaciones sobre la investigación, e ideas como que «la policía no hacía nada» o «se mostraba impotente» comenzaban a extenderse cada vez más. Por lo pronto, los efectivos dedicados directamente al caso ascendían a setenta y cinco personas, sometidas a una enorme presión externa. La afluencia de llamadas con información ciudadana aumentaba de hora en hora, y todas debían contrastarse, si bien la mayor parte de las informaciones podían descartarse en un primer escrutinio como completamente inútiles. Y a todo esto se añadía la presión interna, la conciencia de que no solamente había que detener al asesino, sino además hacerlo cuanto antes. La investigación se había convertido en una macabra contrarreloj con la muerte, y los puntos de apoyo seguros eran muy pocos: una vaga descripción, basada en los testimonios de un niño de tres años y de un brutal atracador. Un billete de metro. Una idea general sobre la psicología del individuo que buscaban. Todo muy volátil. Y muy inquietante.
—Esto no es una investigación, es un concurso de adivinanzas —había dicho Hammar con referencia al billete de metro.
Bien es cierto que se trataba de una de sus frases favoritas. Martin Beck la había oído ya muchas veces. Pero tenía que reconocer que, por el momento, constituía una descripción bastante adecuada de la situación.
Naturalmente, podía ocurrir que una redada gigantesca arrojase alguna pista, pero esa posibilidad parecía lejana. La última redada, en fecha tan reciente como la noche del miércoles, había fracasado en su propósito principal: detener al atracador del parque. Por el contrario, se saldó con el arresto de una treintena de delincuentes de diferentes categorías, en su mayoría camellos y ladrones, lo cual vino a aumentar más aún la carga de trabajo policial y, por lo demás, hizo cundir el pánico entre el mundo del hampa.
La redada de esta noche supondría que muchos, mañana, estarían agotados. Y mañana, quizás…
En cualquier caso, tenía que haber redada. Y la hubo. Comenzó hacia las once, y la noticia se difundió a la velocidad del rayo por casas abandonadas y antros de drogadictos. El resultado no fue lo que se dice espectacular. Ladrones, peristas, proxenetas y prostitutas, todos lograron ponerse a buen recaudo, así como la mayoría de los drogadictos. Pasaron las horas y la operación siguió con la misma intensidad. Un ladrón fue detenido in fraganti, como también un perista, que no tuvo instinto de supervivencia suficiente para ponerse a salvo. En realidad, lo único que se consiguió fue remover un poco el fango más profundo, entre los sin techo, los alcohólicos, los drogadictos, los absolutamente desesperados, todos aquellos que carecían incluso de fuerza para alejarse a rastras cuando la sociedad del bienestar se decidía a remover la losa. Apareció una colegiala de catorce años desnuda en un desván. Había ingerido cincuenta pastillas de preludina y la habían violado unas veinte veces. Pero cuando se presentó la policía estaba sola. Con manchas de sangre, sucia y molida a golpes. Conservaba el habla, contó más o menos lo sucedido y dijo que todo le daba igual. Ni siquiera pudieron encontrar su ropa, así que tuvieron que envolverla en un viejo edredón. Dio una dirección, la condujeron hasta allí y una persona que afirmó ser su madre declaró que llevaba tres días desaparecida y se negó a dejarla entrar. Sólo cuando la chica acabó por desplomarse sobre la escalera se les ocurrió llamar a una ambulancia. Hubo más casos por el estilo.
A las cuatro y media de la madrugada, Martin Beck y Kollberg estaban sentados en un coche en Skeppsbron.
—Hay algo en Gunvald… —dijo Martin Beck.
—Sí, que es idiota —replicó Kollberg.
—No, es algo distinto. Pero no logro descubrir qué.
—¿No? —dijo Kollberg bostezando.
En ese instante llegó una alarma por radio.
—Soy Hansson, del quinto. Estarnos en Vástmannagatan. Hemos encontrado un cadáver aquí. Y…
—¿Sí?
—Se ajusta a la descripción.
Fueron hasta allí. Había un par de coches-patrulla aparcados junto a un edificio pendiente de derribo. El muerto yacía de espaldas, en una habitación de la tercera planta. Parecía raro que hubiese sido capaz de subir hasta allí por su propio pie, pues el edificio estaba a medio derribar y faltaba la mayor parte de la escalera. Subieron por una escalerilla de metal ligero colocada por la policía. El hombre, de unos treinta y cinco años, tenía un perfil muy pronunciado. Llevaba una camisa azul celeste, pantalones de color marrón oscuro y zapatos negros, gastados. Iba sin calcetines. Tenía el pelo ralo, peinado hacia atrás. Lo observaron. Alguien reprimió un bostezo.
—Lo único que podemos hacer es acordonar y esperar a que vengan los técnicos forenses —dijo Kollberg.
—Bueno, no creo que merezca la pena esperar —comentó Hansson, un agente muy curtido en estas lides—. Asfixiado por los vómitos. Está más claro que el agua.
—Sí —dijo Martin Beck—. Eso parece. ¿Cuánto tiempo creéis que lleva muerto?
—No mucho —dijo Kollberg.
—No —asintió Hansson—. Con este calor…
Una hora más tarde, Martin Beck se marchó a casa y Kollberg a Kungsholmsgatan.
Intercambiaron unas palabras antes de despedirse.
—La verdad es que la descripción coincide.
—Coincide con demasiada gente —le comentó Martin Beck.