El hombre del balcón (17 page)

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Authors: Maj Sjöwall,Per Wahlöö

Tags: #Novela negra escandinava

—Pero además es el barrio correcto. Porque lo sitúas en Vasastaden o en la parte superior de Norrmalm, ¿no?

—Primero hay que averiguar quién es.

Eran las seis y media cuando Martin Beck llegó a su casa en Bagarmossen. Al parecer, su mujer acababa de despertarse. De todos modos, estaba despierta pero permanecía en la cama. Lo observó con mirada crítica.

—¡Vaya pinta que tienes! —exclamó.

—¿Por qué no llevas camisón?

—Hace tanto calor… ¿Te molesta?

—No, qué va.

Sentía que tenía la cara sin afeitar y estaba desaliñado, pero se encontraba demasiado cansado como para intentar remediarlo. Se quitó la ropa y se puso el pijama. Se acostó.

Pensó: «¡Maldita idea, lo de la cama de matrimonio! En cuanto cobre, compro un diván y lo pongo en la otra habitación».

—¿Te estoy excitando? —preguntó ella con tono sarcástico. Pero, para entonces, él ya dormía.

A las once de la mañana estaba ya de vuelta en Kungsholmsgatan, con ojeras, pero recién duchado y casi como nuevo. Kollberg seguía todavía al pie del cañón. En cuanto al cadáver de Vástmannagatan, aún no había sido identificado.

—Ni un papel en los bolsillos, ¡ni siquiera un billete de tranvía!

—¿Qué dice el forense?

—Asfixiado por los vómitos. Eso ha quedado perfectamente claro. Cree que se trata de alcohol de motor. Anticongelante. Había un bidón vacío por allí.

—¿Cuánto tiempo lleva muerto?

—Todo lo más, veinticuatro horas.

Permanecieron callados durante un rato.

—No creo que sea él —dijo Kollberg finalmente.

—Yo tampoco.

—Pero nunca se sabe…

—No.

Dos horas más tarde, llevaron al atracador a que viera al muerto.

—Joder, qué asco! —exclamó. Y poco después añadió—: No, éste no es el que yo vi. A éste no lo he visto en mi vida.

Luego empezó a sentirse indispuesto.

«¡Un tipo duro de verdad!», pensó Rönn, que estaba esposado a él y no tuvo más remedio que acompañarle al baño. Pero sin decir nada, se limitó a coger una toallita de papel y secarle la boca y la frente al atracador.

En el centro de operaciones, Kollberg dijo:

—Aun así, no podemos estar seguros del todo.

—No —asintió Martin Beck.

XXI

Eran las ocho menos cuarto de la tarde del sábado cuando llamó la mujer de Kollberg.

—Sí, Kollberg —contestó éste.

—¿Qué coño pasa, Lennart? Llevas sin venir por casa desde ayer por la mañana.

—Ya lo sé.

—No quiero dar la lata, pero la verdad es que lo paso muy mal aquí sola.

—Sí, ya.

—¡Compréndelo! No es que esté enfadada… Tampoco quiero ponerme pesada, pero… me siento tan sola. Además, tengo un poco de miedo.

—Entiendo. Vale, ahora voy.

—No, no quiero que vengas por mí, si tienes cosas que hacer. Sólo quería hablar contigo un rato.

—Que sí. Que ahora voy. Enseguida.

Hubo una breve pausa. Luego ella dijo de manera inesperadamente suave:

—¿Lennart?

—¿Sí?

—Te acabo de ver en la tele. Parecías cansado.

—Estoy cansado. Ahora voy a casa. Hasta pronto.

—Hasta ahora, cariño.

Kollberg dijo unas palabras a Martin Beck y bajó directamente al coche.

Vivía hacia el sur, al igual que Martin Beck y Gunvald Larsson, pero en una zona algo más céntrica. En Palandergatan, cerca de la estación de metro de Skármarbrink. Cruzó la ciudad en línea recta, pero al llegar al Slussen giró a la derecha y enfiló Hornsgatan en vez de seguir derecho hacia el sur. No le resultó especialmente difícil analizar su propia conducta.

Ya no había vida privada, ni tiempo libre, ni lugar para la reflexión sobre otra cosa que no fuera el trabajo y las responsabilidades. Mientras el asesino continuara suelto, mientras hubiera luz, mientras quedara un solo parque con un solo niño jugando en él, no habría espacio para nada ajeno a la investigación.

O mejor dicho, la caza. Porque una investigación policial presupone la existencia de algún material con el que trabajar. Y, a estas alturas, los pocos datos disponibles habían sido ya exprimidos hasta la saciedad por la maquinaria policial.

Pensó en las conclusiones del análisis psicológico, en el asesino como un hombre carente de atributos o rasgos característicos, en el hecho de que el único objetivo era atraparle antes de que volviese a matar. «Para lograrlo hace falta suerte», había dicho uno de los reporteros al final de la rueda de prensa, la noche pasada. Kollberg sabía que aquel razonamiento era erróneo. También sabía que, cuando cogieran al asesino —y tarde o temprano lo harían, no le cabía duda—, parecería como si se tratara de un golpe de suerte, y muchos lo verían como una casualidad. Pero a la suerte había que ayudarla, tejiendo una red de casualidades que, finalmente, acabara por atrapar al criminal en una malla lo más tupida posible. Y ése era un cometido que le correspondía a él. Y a cualquier otro policía. Pero no, desde luego, a nadie de fuera.

Esa era la razón por la que Kollberg no se fue directamente a casa, como había sido su intención durante todo el tiempo. En lugar de ello, condujo despacio a lo largo de Hornsgatan, en dirección oeste.

Kollberg era un individuo sistemático y consideraba que asumir riesgos no convenía al trabajo policial. Pensaba, por ejemplo, que Gunvald Larsson había cometido un grave error al forzar a golpes la entrada en la vivienda del atracador, por más que la puerta estuviera vieja y destartalada. ¿Y si no hubiese cedido al primer intento? Derribar una puerta significa asumir un riesgo y, por tanto, algo que él desaprobaba por principio. En este punto, podía suceder incluso que él y Martin Beck llegaran a tener opiniones divergentes.

Dio una vuelta por Mariatorget estudiando con detenimiento los grupos de jóvenes concentrados entre los arriates y el quiosco. Sabía que éste era el lugar en que los colegiales y otros jóvenes se encontraban con los pequeños traficantes del negocio de la droga. Por aquí pasaban a diario cantidades considerables de hachís, marihuana, preludina y LSD, todo a escondidas, de la mano del proveedor a la del comprador. Y los clientes eran cada vez más jóvenes. Pronto se convertirían en consumidores habituales. El día anterior, sin ir más lejos, había oído que ofrecían jeringuillas a colegialas de diez u once años. Y la policía no podía hacer mucho para remediarlo. Simplemente, carecían de recursos suficientes. Por si esto fuera poco, los medios de comunicación del país proclamaban una y otra vez esta circunstancia, alimentando la prepotencia y la sensación de impunidad de los que intervenían en el trapicheo. Por lo demás, él se permitía dudar de que este problema fuera competencia de la policía. El consumo de drogas entre los jóvenes tenía su origen en una filosofía devastadora, provocada por el estado de cosas imperante. Por ello, correspondía también a la sociedad ofrecer algún tipo de respuesta adecuada, que no podía basarse en la autocomplacencia ni en el incremento de los efectivos policiales.

De la misma manera, dudaba que fuese correcto machacar con sables y porras a los manifestantes congregados en Hötorget o ante el US Trade Center, aunque entendía perfectamente a los colegas que se veían más o menos obligados a hacerlo.

En todas estas cosas iba pensando el subinspector primero de la policía criminal Lennart Kollberg, mientras descendía Rosenlundsgatan y Sköldgatan, pasando junto al minigolf de Tantogarden. Aparcó el coche y se fue andando por una de las sendas que conducían hasta las plantaciones.

Empezaba a oscurecer y en el parque apenas había gente. Pero naturalmente todavía quedaban algunos niños. A fin de cuentas, no se podía contar con que la gente fuera a encerrar en casa a todos los niños en una ciudad de más de un millón de habitantes porque anduviera suelto un asesino. Kollberg se plantó junto a uno de los escasos matorrales y apoyó el pie derecho sobre un tocón. Desde aquel lugar podía divisar toda la zona, incluido el sitio donde apareció la niña muerta, cinco días atrás.

No era consciente de que una razón especial le hubiera traído hasta este lugar. Quizá se debía a que se trataba del mayor parque de la ciudad, y que le pillaba camino de casa. En la distancia observó a unos niños, ya bastante crecidos, tal vez en los primeros años de la adolescencia. Permaneció quieto, esperando. Esperando no sabía muy bien qué, a lo mejor a que los niños se marchasen a casa. Estaba muy cansado. De vez en cuando se le nublaba la vista.

Kollberg no iba armado. Pese al incremento de la mentalidad criminal y a la creciente brutalidad de los crímenes, seguía siendo partidario de desarmar a la policía. En los últimos tiempos, sólo llevaba pistola en casos de extrema urgencia, e incluso entonces, únicamente si recibía una orden expresa.

Un convoy de recogida de basuras pasó por encima del alto terraplén, despacio y con gran estrépito, y sólo cuando el traqueteo de las vías se debilitó y el ruido comenzó a desvanecerse, Kollberg pudo advertir que no estaba solo en aquel matorral. Acto seguido se halló tumbado boca abajo en la hierba empapada de rocío. Sentía sabor a sangre en la boca y sabía que alguien le había golpeado en la nuca, muy fuerte, probablemente con algún tipo de arma.

La persona que golpeó a Kollberg había cometido un gran error. No era la primera vez que se cometían errores semejantes. Y unas cuantas personas habían pagado por ellos. Esta vez, por lo demás, el individuo en cuestión volcó todo su cuerpo en el golpe, perdiendo el equilibrio. Kollberg tardó menos de dos segundos en volverse y abatir a su agresor. Era un hombre corpulento, que se vino al suelo pesadamente. Pero Kollberg no tuvo tiempo de fijarse en él mucho más, pues descubrió a otro que, con cara de asombro, se llevaba la mano al bolsillo. Aún conservaba su gesto de sorpresa cuando Kollberg, todavía con la rodilla hincada en el suelo, le tomó del brazo y se lo retorció.

El agarrón hubiera podido dislocarle el brazo, quizás incluso rompérselo, pero Kollberg se detuvo en mitad del movimiento, contentándose con arrojar al hombre de espaldas contra el matorral.

El que le había golpeado yacía en el suelo, frunciendo el ceño en una mueca de dolor, mientras se masajeaba el hombro derecho con la mano izquierda. La porra de goma se le había caído de la mano. Como queda dicho, se trataba de un hombre corpulento, sin duda varios años más joven que el propio Kollberg. Llevaba un chándal azul. El otro salió gateando del matorral. Era mayor, de menor estatura y vestía una americana de pana y pantalones de sport. Los dos calzaban zapatillas blancas con suelas de goma. Parecían dos navegantes domingueros.

—¡Qué coño es esto! —exclamó Kollberg.

—¿Quién es usted? —preguntó el hombre del chándal.

—Policía —replicó Kollberg.

—¡Ah! —dijo el bajito.

De nuevo en pie, limpiaba atribulado sus pantalones claros.

—Entonces, supongo que le debemos una disculpa —dijo el primero—. Buena llave esa, ¿dónde la ha aprendido?

Kollberg no contestó. Acababa de descubrir un objeto plano en el suelo y lo cogió. Vio enseguida de qué se trataba. Una pequeña pistola negra, marca Astra, de fabricación española. Kollberg la sopesó con la mano mientras observaba, desconfiado, a los dos hombres.

—¿De qué coño va esto? —dijo.

El alto se levantó y se sacudió.

—Le pedimos disculpas —reiteró—. Como usted se hallaba aquí escondido observando a los niños… ya sabe, el asesino…

—¿Y…? Siga.

—Vivimos por aquí—, dijo el más pequeño, señalando los bloques de apartamentos al otro lado del ferrocarril.

—¿Y?

—Tenemos hijos y conocemos a los padres de la niña asesinada el otro día.

—Y queríamos ayudar…

—¿Ah, sí?

—Hemos formado un cuerpo de protección voluntario para vigilar el parque.

—¿Han hecho qué?

—Hemos formado una patrulla de voluntarios… Kollberg fue presa de un furor repentino.

—¡Pero qué coño está diciendo! —rugió.

—No nos grite —dijo el hombre de más edad, acalorado—. No somos unos borrachos, ¡eh!, para que usted nos pisotee y maltrate en un arresto. Somos gente honrada que sentimos que tenemos una responsabilidad. Debemos protegernos, y proteger a nuestros hijos…

Kollberg volvió la cabeza y se le quedó mirando fijamente. Luego abrió la boca para gritar, pero se controló con mucho esfuerzo y preguntó de manera bastante sosegada:

—¿Esta pistola es suya?

—Sí.

—¿Tiene licencia?

—No. La compré en Barcelona hace muchos años. Normalmente, la tengo encerrada bajo llave.

—¿Normalmente?

El furgón blanquinegro de la policía del distrito de María entró en el parque con los faros encendidos. Ya casi había anochecido. Bajaron dos agentes uniformados.

—¿Qué pasa aquí? —preguntó uno de ellos. Pero acto seguido reconoció a Kollberg y repitió, variando levemente el tono de voz—: ¿Qué pasa aquí?

—Llévate a estos dos —ordenó Kollberg en un tono inexpresivo.

—¡No he pisado una comisaría en mi vida! —protestó el de más edad.

—¡Yo tampoco! —dijo el del chándal.

—Pues ya va siendo hora —replicó Kollberg. Miró a los dos agentes y añadió—: Ahora voy.

Luego se dio la vuelta y se marchó.

En la comisaría de María, en Rosenlundsgatan, los borrachos formaban cola.

—¿Qué hago con estos dos ingenieros? —preguntó el policía de guardia.

—Regístrelos bien y métalos en una celda —dijo Kollberg—. Dentro de un rato me los llevaré a la policía criminal.

—¡Se va a arrepentir de esto! —exclamó el hombre del chándal— ¿Sabe quién soy?

—No —dijo Kollberg.

Entró en la sala de guardia para hacer una llamada. Mientras marcaba el número de su casa, contempló melancólicamente la anticuada decoración. Durante un tiempo había trabajado allí, como agente de patrulla. Le pareció algo muy lejano, pero ya entonces se trataba de uno de los distritos más castigados por el alcoholismo. Ahora, en la zona vivía más gente de clase alta —en los denominados «bunkeres para capitalistas», edificios muy malos, con alquileres de escándalo—, pero el distrito ocupaba todavía un firme tercer puesto en la estadística de detenciones por embriaguez, tras los barrios de Klara y Katarina.

—Kollberg —contestó su mujer.

—Voy a llegar un poco tarde —dijo él.

—Pareces raro. ¿Pasa algo?

—Sí —replicó— Pasa de todo.

Colgó y se quedó sentado un rato, sin moverse. Luego llamó a Martin Beck.

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