El hombre del balcón (20 page)

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Authors: Maj Sjöwall,Per Wahlöö

Tags: #Novela negra escandinava

—Tenemos una especie de descripción.

—Una especie, tú lo has dicho. Y tampoco podemos estar seguros de que el asesino fuera el tipo al que vio Lundgren, si es que vio a alguien.

—Sabemos que es un hombre.

—Vale. ¿Qué más?

—Sabemos que no está fichado en el registro de la brigada antivicio.

—Sí. Siempre y cuando nadie haya omitido algún detalle o se haya olvidado de algo. No sería la primera vez.

—Conocemos la hora aproximada de los asesinatos, a las siete y pico de la tarde en Vanadislunden, y entre las dos y tres de la tarde en Tantolunden. Por lo tanto, el asesino no trabajaba a esas horas.

—¿Y esto qué significa? —Martin Beck no dijo nada. Kollberg se respondió a sí mismo—: Que está en el paro, o tiene vacaciones, está de baja, reside aquí temporalmente, tiene un horario irregular, está jubilado, es un vagabundo, o… En resumidas cuentas, no significa absolutamente nada.

—Correcto —dijo Martin Beck—. Pero tenemos una idea acerca de su comportamiento.

—¿Te refieres a las necedades de los psicólogos?

—Sí.

—Pura conjetura también, pero… —Kollberg permaneció callado un momento, antes de continuar—: Pero tengo que admitir que Melander hizo un resumen muy convincente de aquel indigesto informe.

—Sí.

—Bueno, por lo que se refiere a esa mujer del teléfono, busquémosla. Tú mismo has dicho, muy atinadamente, que por algún sitio hay que empezar. Por lo demás, como todo son especulaciones, supongamos que tienes razón. Total… ¿Qué quieres que hagamos?

—Empecemos por los distritos cinco y nueve —dijo Martin Beck—. Podemos dedicar un par de hombres a llamar a todos los que se apelliden Andersson. Y mandar a otros dos casa por casa. Hay que pedir a todo el personal de estos distritos que preste atención a este punto. En especial, en calles anchas con balcones: Odengatan, Karlbergsvägen, Tegnërgatan, Sveavägen, etcétera.

—De acuerdo —asintió Kollberg.

Y se pusieron manos a la obra.

Fue un lunes terrible. Ese gran detective llamado «opinión pública», tras haber disminuido su actividad durante el domingo, en parte porque mucha gente había salido de la ciudad, en parte por los llamamientos a la calma realizados desde la prensa y la televisión, volvió a emplearse a fondo. La centralita telefónica quedó colapsada con llamadas de personas que pretendían saber algo, de locos dispuestos a confesar los crímenes y de gamberros cuyo único objetivo era incordiar. Los parques y zonas verdes fueron invadidos por policías vestidos de paisano —si cabe calificar de invasión a la presencia de un centenar de individuos— y a esto vino a añadirse, finalmente, la búsqueda de una mujer apellidada Andersson.

El terror acechaba en todo momento. Muchos padres llamaban a la policía cuando sus hijos se ausentaban de casa más de quince o veinte minutos. Todo debía quedar registrado y comprobado. El material crecía y crecía. Y en todos los casos se revelaba igual de inútil.

En éstas estaban cuando llamó Hansson, del quinto distrito.

—¿Has encontrado algún otro cadáver? —le preguntó Martin Beck.

—No, pero me preocupa el tal Eriksson, ese que querías que vigilásemos. El exhibicionista al que detuvisteis.

—¿Por qué?

—No ha salido desde el miércoles. Se llevó a casa un montón de alcohol, sobre todo
glögg
y vino dulce. Anduvo por varias tiendas distintas.

—¿Y luego qué?

—En alguna ocasión se ha asomado a la ventana. Los chicos dicen que parecía un fantasma. Pero desde ayer por la mañana no se le ve el pelo.

—¿Habéis llamado a la puerta?

—Sí. No contesta.

Martin Beck ya casi se había olvidado de aquel hombre. Recordó ahora su mirada, infeliz y extraviada, sus manos temblorosas, escuálidas. Sintió cómo se le helaba la sangre.

—Entra en la casa.

—¿Cómo?

—Como sea.

Colgó y se quedó sentado, con la cabeza apoyada entre las manos. «Lo que faltaba —pensó—, con todo lo que tenemos encima.»

Al cabo de media hora, Hansson volvió a llamar.

—Había abierto el gas.

—¿Y?

—Está de camino al hospital. Vivo.

Martin Beck suspiró. Esto se llama alivio.

—¡Por los pelos! —prosiguió Hansson—. Lo organizó todo de forma meticulosa: tapó las rendijas de las puertas y el ojo de la cerradura, tanto en la puerta que da a la escalera como en la de la cocina.

—¿Pero sobrevivirá?

—Sí, gracias a lo de siempre: se le acabaron las fichas. Pero si se llega a quedar allí tirado un poco más…

Hansson dejó inacabada la frase.

—¿Dejó algo escrito?

—Sí. «No lo soporto.» Estaba escrito con letras de imprenta en el margen de una vieja revista porno. He advertido a los servicios sociales.

—Alguien debería haberlo hecho antes.

—Bueno, el tío cumplía en su curro —dijo Hansson. Al cabo de unos segundos, añadió—: Hasta que lo cogisteis vosotros.

Aún quedaban horas de aquel repugnante lunes. Sobre las once de la noche, Martin Beck y Kollberg se marcharon a casa. Gunvald Larsson también. Melander se quedó. Todo el mundo sabía que odiaba la vigilia nocturna, y que la mera idea de renunciar a sus diez horas de sueño le resultaba una pesadilla, pero no protestó y su expresión era tan estoica como siempre.

No había ocurrido nada. Hablaron con muchas mujeres apellidadas Andersson, pero ninguna de ellas había hecho la célebre llamada.

Tampoco apareció ningún cadáver. Los niños cuya desaparición se denunció durante el día fueron reapareciendo.

Martin Beck se dio un paseo hasta Fridhemsplan y cogió el metro hasta su casa.

También hoy se habían librado. Hacía ya más de una semana desde la última vez. Mejor dicho, desde la última… hasta el momento.

Se sentía como alguien a punto de ahogarse que de repente puede hacer pie, pero que sabe que sólo se trata de una tregua. Que la marea llega dentro de unas horas.

XXV

El martes 20 de junio, a primeras horas de la mañana, en el puesto de guardia del noveno distrito seguía reinando la calma.

El agente Kvist estaba sentado junto a una mesa, fumando y leyendo una revista. Era un hombre joven, de barba rubia.

Desde el tabique del rincón llegaban voces, interrumpidas de vez en cuando por el repiqueteo de una máquina de escribir. Sonó el teléfono. Kvist dejó la lectura y vio como Granlund alzaba el auricular en su cubículo acristalado.

Se abrió la puerta tras de él y entró Rodin, que se quedó un momento junto a la entrada mientras se colocaba la correa. Era considerablemente mayor que Kvist, tanto en edad como en años de antigüedad en el cuerpo. Kvist se había graduado en la Academia un año antes, y acababa de ser trasladado al noveno distrito.

Rodin se acercó a la mesa y cogió su gorra. Dio una palmada a Kvist en el hombro.

—Venga, chaval, vamonos. Una ronda más y luego tomamos café.

Kvist apagó el cigarrillo y dobló la revista.

—¿Qué estás leyendo? —preguntó Rodin.


Tidsignal
. Está muy bien. Deberías leerla.

—¡No me jodas! ¿Una revista política de ésas? Y cultural también, ¿no? Prefiero la prensa deportiva. Anda, vamos.

Salieron y tomaron Surbrunnsgatan en dirección oeste. Caminaban despacio y hombro con hombro, a zancadas de idéntica longitud, con las manos a la espalda.

—Oye, ¿qué dijo Granlund que hiciéramos con la tal Andersson, en caso de encontrarla? —preguntó Kvist.

—Nada. Preguntarle si fue ella quién llamó a la policía criminal el 2 de junio, largando no sé qué cosas sobre un tío en un balcón —dijo Rodin—. Luego, llamar a Granlund.

Pasaron Tulegatan y Kvist levantó la vista hacia Vanadislunden.

—¿Estuviste allí arriba después del asesinato? —le preguntó.

—Sí, —contestó Rodin—, ¿Tú no?

—No, ese día libré —respondió Kvist.

Siguieron caminando un trecho en completo silencio. Luego Kvist dijo:

—Yo nunca he descubierto un cadáver. Debía de tener un aspecto terrible.

—Sí, joder. Pero no te preocupes, chaval, en este oficio vas a ver muchos.

—¿Tú por qué te hiciste policía? —preguntó Kvist.

Rodin tardó en contestar. Parecía que estaba meditando. Luego comentó:

—Mi viejo era policía. Así que resultaba natural que yo también me metiera en esto. Pero a mi vieja no le hizo demasiada gracia, desde luego. ¿Y tú? ¿Por qué te has hecho madero?

—Para poder hacer algo por la sociedad —le comentó Kvist. Se rió y continuó—: Al principio no sabía qué quería ser. Saqué notas muy malas. Pero en la mili conocí a un chico que iba a ser policía, y me dijo que mis notas bastaban para entrar en la academia. Además, falta gente en el cuerpo y… Bueno, él fue quien me convenció.

—Pues no está muy bien pagado, que digamos —dijo Rodin.

—Tampoco me parece tan mal —replicó Kvist—. Mientras estudiaba en la Academia, cobraba mil cuatrocientas coronas, y ahora he ascendido al noveno grado de la escala salarial.

—Ya lo sé —dijo Rodin—. Ahora está un poco mejor que cuando yo entré.

—¿Sabes? —dijo Kvist—, aproximadamente el ochenta por ciento de los que terminan el instituto siguen luego estudiando, en la universidad o en cursos de formación profesional. Así que los policías se reclutan del veinte por ciento restante. Y de ese veinte por ciento muchos son como tú: eligen el mismo oficio que su viejo. Daba la casualidad de que, en tu caso, tu viejo era policía.

—Sí, pero si hubiera sido basurero, no habría elegido el mismo trabajo —comentó Rodin.

—Tengo entendido que falta gente para cubrir al menos mil quinientos puestos en todo el país —dijo Kvist—. No me extraña que haya que hacer muchas horas extra.

Rodin dio una patada a una lata de cerveza vacía que estaba sobre la acera.

—¡Hay que joderse! ¡Cómo controlas las estadísticas! ¿Es que piensas hacerte jefe?

Kvist se rió, un poco cortado.

—No. Es que acabo de leer un artículo sobre todo eso. Pero no estaría mal ser jefe de policía. ¿Cuánto crees que pueden ganar?

—¡Vaya! ¿Y no lo sabes tú, que lo sabes todo?

Llegaron a Sveavägen y la conversación se interrumpió.

Junto al quiosco de la esquina, delante de la tienda de licores, había un par de hombres visiblemente ebrios dándose empujones. Uno tenía el puño alzado e intentaba una y otra vez golpear al otro, pero por lo visto, estaba demasiado borracho para conseguirlo. El otro, que parecía un poco más sobrio, mantenía a distancia a su adversario, apoyando la palma de la mano contra su pecho. Al final, el más sobrio perdió la paciencia y tumbó de un empujón al pendenciero, que farfullaba y hacía aspavientos.

Rodin suspiró.

—A ése vamos a tener que llevárnoslo —dijo, y dio un paso a la calzada para cruzar—. Lo conozco de otras veces. Siempre la lía.

—¿Cuál de los dos? —preguntó Kvist.

—El que está tumbado. El otro se las arregla solo.

Se acercaron a los dos individuos con pasos largos y apresurados.

Un tercer vagabundo, que había contemplado toda la controversia desde el arriate situado delante del restaurante Metropol, comenzó a alejarse hacia Odengatan, con esforzada dignidad y sin dejar de echar miradas de preocupación por encima del hombro.

Los dos policías levantaron al hombre de la acera. Era un individuo de unos sesenta años, muy demacrado, que no pesaría más de cincuenta kilos. Unos cuantos viandantes, del tipo «ciudadano respetable», se detuvieron a distancia y se quedaron observando la escena.

—Bueno, Johansson, ¿cómo estamos hoy? —dijo Rodin.

Johansson, cuya cabeza se bamboleaba, hizo un débil intento de quitarse el polvo de la americana.

—Ezztoy biennn —farfulló—. Zólo charlaba un poco con bi abigo. Bacilábabozz un poco, zabezz.

El compañero hizo un intento no del todo malo de animarse y dijo:

—A Oskar no le pasa nada. El se las arregla solo.

—Venga, lárgate de aquí —comentó Rodin utilizando el buen humor.

Apartó por señas al compañero. Este, aliviado, no tardó en ponerse fuera del alcance de los policías.

Rodin y Kvist agarraron con fuerza al hombre por debajo de los brazos y empezaron a caminar con él hacia la parada de taxis, situada a unos veinte metros.

El taxista los vio llegar, descendió y abrió la puerta del asiento de atrás. Era de los que colaboran.

—Ahora Johansson va a dar una vuelta en coche —dijo Rodin— Y luego Johansson podrá dormir.

Johansson entró con dificultad en el taxi, sin rechistar. Se desplomó en el asiento de atrás y se quedó dormido. Rodin lo acomodó en el rincón y le dijo a Kvist por encima del hombro:

—Me lo llevo. Nos vemos en comisaría. Cuando vuelvas, tráete unos pasteles mazarin.

Kvist asintió con la cabeza. Cuando el taxi abandonó la acera, se encaminó lentamente hacia el quiosco de la esquina. Buscó con la mirada al compañero de Johansson, al que había descubierto en Surbrunnsgatan, a pocos metros de la tienda de licores.

Cuando Kvist dio unos pasos en esa dirección, el hombre movió ambas manos en señal de rechazo v continuó andando hacia Hagagatan.

Kvist siguió al hombre con la mirada, hasta que desapareció tras la esquina. Luego dio media vuelta y regresó a Sveavägen.

La vendedora asomó la cabeza por la ventanilla del quiosco y dijo:

—¡Muchas gracias! Esos gamberros me arruinan el negocio. ¡Siempre tienen que estar precisamente aquí!

—Es la tienda de licores, que tira —dijo Kvist.

Para sus adentros, Johansson y sus semejantes le daban pena. Sabía que gran parte del problema consistía en que no tenían adonde ir.

Se llevó la mano a la visera a modo de despedida y siguió andando.

Más adelante, en Sveavägen, vio un letrero con el texto: «Panadería». Echó un vistazo al reloj y pensó que igual podía comprar los mazarin allí y luego volver a la comisaría para tomar café.

Al abrir la puerta de la panadería, repicó una pequeña campanilla. Una señora mayor, enfundada en una bata de limpieza a cuadros, estaba delante del mostrador hablando con la dependienta.

Kvist puso las manos en la espalda y aguardó. Aspiró el aroma del pan recién horneado y pensó que las pequeñas panaderías de este tipo empezaban ya a ser una cosa rara.

«Pronto habrán desaparecido por completo, y uno sólo podrá comprar pan de fabricación industrial, envuelto en un plástico. Al final, toda la población de Suecia comerá exactamente las mismas barras, los mismos panecillos y los mismos pasteles mazarin», pensó el agente Kvist.

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