—Pies pequeños —constató Kollberg— Me pregunto dónde estará el otro zapato.
Un par de minutos más tarde lo encontraron en el escobero. A su lado había un trapo y un cepillo. El zapato parecía untado de algo, pero la iluminación era mala y prefirieron no tocarlo. Se limitaron a observar el escobero pensativamente.
En la cocina había cosas bastante más interesantes. Encima de los fogones de gas, cajas de cerillas grandes y una cacerola con restos de comida. Daban la impresión de ser gachas de avena, completamente resecas. En el fregadero había una cafetera esmaltada y una taza sin fregar, con una capa fina de posos de café en el fondo. También completamente seco. Descubrieron un plato hondo y un bote de hojalata con café poco molido, de textura gruesa. En la pared opuesta se hallaba la nevera y dos armarios de puertas correderas. Lo abrieron todo. En la nevera había un paquete de medio kilo de margarina, abierto, dos huevos y un trozo de embutido, tan viejo que estaba cubierto por una capa de cultivos bacterianos.
Al parecer, uno de los armarios servía para guardar la vajilla, el otro como despensa. Aparecieron platos, tazas, vasos, una fuente, sal, media barra de pan, un paquete de terrones de azúcar y una bolsa de avena. En los cajones de abajo había un cuchillo de cocina y unos cuantos cubiertos, que no hacían juego.
Kollberg tocó la barra de pan. Dura como una piedra.
—Debe de llevar algún tiempo fuera de casa.
—Sí —repuso Martin Beck.
Bajo la encimera situada al lado del fregadero había una sartén y cacerolas. Y en el espacio vacío bajo la pila hallaron una bolsa de basura. Casi vacía.
Junto a la ventana, en el rincón que hacía las veces de comedor, una mesa de cocina roja, de tableros abatibles, y otras dos sillas plegables. Sobre la mesa, dos botellas de tres cuartos de litro y un vaso usado. Las botellas habían contenido vermú dulce. En una de ellas todavía quedaba un poco.
Tanto el marco de la ventana como la mesa aparecían cubiertos por una capa de suciedad grasienta, aparentemente debida al humo de los coches que, pese a estar la ventana cerrada, se filtraba por las rendijas.
Kollberg entró en el baño a echar un vistazo y regresó al cabo de medio minuto, moviendo la cabeza en señal de negación.
—Allí no hay nada.
En los dos cajones superiores de la cómoda había camisas, una chaqueta de punto, calcetines, ropa interior y dos corbatas. Todo limpio pero desgastado. El cajón inferior contenía ropa sucia y una cartilla de alistamiento.
Lo abrieron y pudieron leer: 2521-7-46 Fransson, Ingemund Rudolf, Växjö, 5/2-26, empleado de jardinería, Västergatan 22, Malmö.
Martin Beck continuó hojeando la cartilla. Gracias a ello pudo averiguar algún dato sobre las ocupaciones de Ingemund Rudolf Fransson hasta el año 1947. Había nacido en Smáland hacía cuarenta y un años. En 1946 trabajaba como empleado de jardinería en Malmö y residía en dicha ciudad, en Västergatan. Ese mismo año fue llamado a filas, se le asignó el Grupo de Intendencia n.° 4, esto es, la categoría más baja, y sirvió durante doce meses en el Regimiento de Artillería Antiaérea de Malmö. En el acta de licenciamiento de 1947, una persona cuya firma resultaba ilegible le había asignado la nota X-5-5, calificación por debajo de la media. La cifra romana se refería a la evaluación militar, y significaba que no había incurrido en ninguna infracción disciplinaria. Y los dos cincos indicaban que como soldado no era nada del otro mundo, ni siquiera dentro de su categoría. En el código de utilidad, el oficial de firma ilegible se había limitado a escribir, lacónicamente: «Asist. cocina», lo que probablemente quería decir que se había pasado la mili pelando patatas.
Por lo demás, el rápido y somero registro realizado dentro de la vivienda no permitía descubrir nada sobre la actual ocupación de Ingemund Fransson, ni sobre sus actividades durante las últimas dos décadas.
—El correo —dijo Kollberg y salió al recibidor.
Martin Beck asintió, se colocó junto a la cama y se puso a observarla. Las sábanas estaban arrugadas y sucias, la almohada, estrujada. Aun así, no daba la impresión de que nadie hubiera dormido allí en los últimos dos o tres días. Kollberg volvió a la habitación.
—Son sólo periódicos y propaganda. ¿De qué fecha es aquel periódico?
Martin Beck ladeó la cabeza, entornó los ojos y dijo:
—Del jueves ocho de junio.
—Eso es. Por lo visto, llega con un día de retraso. No ha tocado su correo desde el sábado diez. O sea, no después del asesinato de Vanadislunden.
—Aun así, parece que estuvo en casa el lunes.
—Sí —asintió Kollberg. Y añadió—: Pero no creo que haya vuelto después.
Martin Beck estiró el brazo derecho, cogió entre los dedos pulgar e índice una esquina de la funda de la almohada y la levantó.
Bajo la almohada había dos pares de bragas infantiles, blancas.
Parecían muy pequeñas.
Salpicadas con manchas de diferentes matices.
Se quedaron completamente paralizados en la habitación desnuda y enrarecida, oyendo el tráfico y su propia respiración. Transcurrieron así unos veinte segundos. Luego, Martin Beck dijo deprisa y maquinalmente:
—Bueno. Pues ya está. Hay que sellar el piso y acordonar la zona. Llama a los técnicos forenses.
—Lástima que no haya ninguna fotografía —dijo Kollberg.
Martin Beck pensó en el muerto aparecido en el edificio en ruinas de Vástmannagatan, que aún seguía sin identificar. Podía encajar, pero no estaba seguro. Ni mucho menos. Ni siquiera resultaba probable.
Aún sabían muy poco acerca de aquel individuo llamado Ingemund Fransson.
Tres horas después, a las dos de la tarde del martes 20 de junio, ya sabían más. Entre otras cosas, que el muerto de Vástmannagatan no era Ingemund Fransson. Varios testigos, entre náuseas, habían confirmado este punto.
La investigación tenía por fin un hilo del que empezar a tirar, y la maquinaria policial, engrasada a la perfección, iba desenredando con inexorable eficacia la trama relativamente sencilla del pasado de Ingemund Fransson.
Se habían puesto ya en contacto con un centenar de personas: vecinos, tenderos, funcionarios de los servicios sociales, médicos, militares, pastores, grupos de ayuda a alcohólicos y muchos otros. La imagen se iba haciendo cada vez más nítida.
Ingemund Fransson había ido a vivir a Malmö en 1943, donde enseguida consiguió un empleo en la Administración Municipal de Parques. La muerte de sus padres fue, probablemente, la razón de este traslado. Su padre, obrero de Växjö, había muerto durante la primavera. Su madre, cinco años antes. No tenía más familiares. Inmediatamente después de cumplir su servicio militar se trasladó a Estocolmo. Llevaba residiendo en el piso de Sveavägen desde 1948, y había estado empleado en los parques y jardines municipales hasta 1956, momento en que dejó de trabajar. Primero, un médico privado le concedió la baja, luego lo examinaron varios psiquiatras de la seguridad social, y dos años más tarde fue prejubilado definitivamente, clasificado como inútil para el trabajo. El informe oficial contenía una expresión un tanto misteriosa: «Incapacidad psíquica para el trabajo físico».
Los médicos que habían estado en contacto con él afirmaron que su inteligencia era superior a la media, pero que padecía una especie de miedo crónico al trabajo, que le hacía lisa y llanamente incapaz de acudir a su lugar de trabajo. Los intentos de reciclarlo profesionalmente habían fracasado. Lo enviaron a trabajar a un taller mecánico y durante cuatro semanas se presentó todas las mañanas ante la verja de la fábrica, pero no tuvo fuerzas para entrar. Decían que este tipo de fobia era rara, pero en modo alguno singular. Fransson no padecía enfermedad mental alguna, ni requería atención médica. Su inteligencia no suponía un problema, y tampoco tenía defectos físicos de mayor importancia (si el médico militar le asignó una categoría inferior fue sólo por tener pies planos). Se trataba, en todo caso, de un individuo profundamente solitario, que no sentía necesidad de contactos y que carecía de amigos y aficiones, más allá de lo que un médico denominaba «un vago interés por su tierra, en la provincia de Smaland». Tenía un carácter tranquilo y apacible, no consumía alcohol, era extremadamente parco y podía considerarse como una persona ordenada, si bien «mostraba poco interés por su aspecto». Fumaba. No se le había detectado ninguna perversión sexual. Es cierto que cuando el médico le preguntó si solía masturbarse, Fransson contestó de forma evasiva. El médico, en cualquier caso, supuso que sí lo hacía, pero que sus pulsiones sexuales eran excepcionalmente bajas. Padecía agorafobia.
Casi todos estos datos provenían de informes médicos realizados en los años 1957 y 1958. Desde entonces, ninguna autoridad había tenido motivos para interesarse por Fransson, más allá de cuestiones puramente rutinarias. Cobraba una pensión y llevaba una vida discreta. Estaba suscrito al
Smalands-Posten
desde principios de los cincuenta.
—¿Qué es agorafobia? —preguntó Gunvald Larsson.
—Pánico a los espacios abiertos —dijo Melander.
En el centro de operaciones la actividad era febril. El despliegue policial avanzaba a toda máquina. Casi todos se habían olvidado de su cansancio. Había brotado la esperanza de una solución rápida.
En la calle, el frío arreciaba. Y había empezado a lloviznar.
Las informaciones entraban en cascada, como en un teletipo. Aunque seguían sin fotografías, tenían una descripción perfecta, completada en todos sus detalles por médicos, vecinos, antiguos compañeros de trabajo y personal de las tiendas en las que solía comprar.
Fransson medía un metro setenta y cuatro centímetros, pesaba aproximadamente setenta y cinco kilos y, efectivamente, calzaba un cuarenta.
Los vecinos decían que se trataba de un hombre de pocas palabras, pero amable y simpático, que hablaba con acento de Smáland y saludaba siempre. Inspiraba confianza. Nadie le había visto en los últimos ocho días.
A estas alturas, los técnicos que trabajaban en el piso de Sveavägen ya habían conseguido poner a buen recaudo todas las pruebas detectadas. La vinculación de Fransson con los dos asesinatos podía considerarse demostrada. En el zapato negro del escobero se había encontrado sangre.
—Así que la cosa llevaba rondándole más de diez años —dijo Kollberg.
—Sí. Y de repente va, le da una ventolera y se lía a matar niñas —dijo Gunvald Larsson.
Sonó un teléfono. Rönn lo cogió.
Martin Beck iba por el despacho de un lado para otro, mordiéndose los nudillos.
—Sabemos de él todo lo que hace falta. Lo tenemos todo menos su fotografía. Y tarde o temprano saldrá una, seguro. Lo único que no conocemos es su paradero.
—Pues yo sé dónde estaba hace un cuarto de hora —dijo Rönn—. Hay una niña muerta en el parque de Sankt Erik.
El parque de Sankt Erik es una de las zonas verdes más pequeñas de la ciudad. Tan insignificante, en realidad, que la mayoría de los habitantes de Estocolmo ni siquiera conocen su existencia. Son pocas las personas que se dejan caer por allí. Y menos todavía quienes piensan en vigilarlo.
Está situado hacia el norte y viene a ser una especie de cierre artificial de la larga avenida de Vástmannagatan. Se trata de una pequeña colina arbolada, con senderos de grava y escaleras, que se precipita de manera bastante abrupta sobre las calles aledañas. Por lo demás, la mayor parte de la zona está ocupada por un colegio, naturalmente cerrado en verano.
El cadáver yacía en la parte noroeste del parque y resultaba plenamente visible en uno de los extremos del peñasco. Constituía una macabra confirmación de la tesis según la cual los asesinatos serían cada vez más espantosos. Esta vez, el hombre llamado Ingemund Fransson había tenido bastante prisa. Golpeó la cabeza de la niña contra una piedra y la estranguló. Luego le arrancó el abrigo de plástico rojo y el vestido, rompiéndolos por la mitad, le quitó las bragas a fuerza de estirones y le clavó en el bajo vientre lo que parecía ser el mango de un viejo martillo.
Para empeorar todavía más las cosas, fue la madre de la niña quien encontró el cuerpo. La cría se llamaba Solveig y era mayor que las otras dos víctimas, pues había cumplido ya los once años. Vivía en Dannemoragatan, a menos de cinco minutos a pie desde el lugar del crimen y, que se supiera, carecía de motivos para ir al parque. Había salido de su casa con la intención de comprar una tableta de chocolate en el quiosco situado cerca de la confluencia entre Dannemoragatan y Norra Stationsgatan, fuera del parque propiamente dicho, en su extremo noreste. El encargo no requería más de diez minutos. Por lo demás, su madre le tenía prohibido ya desde antes jugar en el parque, y ella nunca iba allí. Pasado un cuarto de hora, la madre salió a buscarla. No la había acompañado porque tenía que cuidar de otra hija, de año y medio. No tardó mucho en encontrar el cadáver. Sufrió un colapso y permanecía ingresada en el hospital.
Allí estaban, bajo la llovizna, mirando a la niña muerta y sintiéndose mucho más culpables que el propio asesino de esta muerte, tan horrible y tan absurda. No lograron encontrar las bragas, ni tampoco la tableta de chocolate. Tal vez Ingemund Fransson tenía hambre, y se la llevó para comérsela.
No cabía la menor duda de que el asesinato era obra suya. Y si alguien se atrevía a cuestionarlo, había incluso un testigo que le había visto hablar con la niña. Pero conversaban con tanta confianza que el testigo pensó que se trataba de un padre y su hija. Ciertamente, Ingemund Fransson era un hombre simpático y amable, inspiraba confianza. Llevaba una americana de pana beis, pantalones de color marrón, camisa blanca con cuello abierto, y zapatos negros, elegantes.
Las bragas desaparecidas eran de color azul claro.
—Está por aquí cerca —dijo Kollberg.
Por debajo estaba tronando el pesado tráfico que atravesaba Sankt Eriksgatan y Norra Stationsgatan. Martin Beck contemplaba la amplia terminal de carga ferroviaria.
—Busca en todos los vagones, almacenes, sótanos y áticos de la zona —dijo pausadamente—. ¡Y hazlo ya!
Luego se dio media vuelta y se marchó. Eran las tres del martes, 20 de junio. Estaba lloviendo.
La redada empezó a eso de las cinco de la tarde del martes; continuaba todavía a medianoche y se intensificó aún más durante la madrugada.
En ella intervinieron todos los efectivos que fue humanamente posible dedicar a la investigación. Todos los perros se echaron a la calle. Todos los coches se movilizaron. En un primer momento, la persecución se centró en los barrios del norte, pero luego fue extendiéndose de forma progresiva a todo el casco urbano, para finalmente ramificarse por las zonas del extrarradio.