Antología de novelas de anticipación III (36 page)

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Authors: Edmund Cooper & John Wyndham & John Christopher & Harry Harrison & Peter Phillips & Philip E. High & Richard Wilson & Judith Merril & Winston P. Sanders & J.T. McIntosh & Colin Kapp & John Benyon

Tags: #Ciencia Ficción, Relato

El informe continuó.

—Hemos consultado a los Asesores del Tiempo, especialmente a Bob Greenberg. Dice que existe una leve posibilidad de que puedan encontrar el medio de provocar una nevada en el sur de California en esta época del año, aunque no puede garantizar nada. Uno de sus hombres está experimentando una nueva teoría que podría dar resultado, y nuestra petición podría servir para someterla a prueba. Pero no desea ser citado en relación con este asunto. Se le plantearía un problema con el genio que haría el trabajo si nuestra petición fuera oficial.

Wilburn preguntó:

—¿Qué pasa con la Oficina?

—Hemos hablado con Hechmer, tal como sugirió usted. Dice que la Oficina sólo dispone de un navegante solar con los suficientes redaños e imaginación, y que en estos momentos tiene planteado un problema hogareño. Pero Hechmer asegura que si nos presentamos con algo especial, encontrará el modo de hacer trabajar a ese hombre.

Wilburn escuchó los otros detalles relativos a la situación de Andrews. Su secretario había añadido por su cuenta una encuesta a la investigación, demostrando con ello por qué era el mejor pagado de todos los miembros del personal de Wilburn. La encuesta, efectuada rápidamente, tenía por objeto averiguar cuál sería la reacción de los electores de Wilburn ante un decidido apoyo a la petición de Andrews. El resultado era el previsto: si la petición no tropezaba con obstáculos, y si la nieve caía, Wilburn sería un hombre inteligente, humano y generoso. Si el debate degeneraba en discusión, y si la nieve no caía, Wilburn sería un hombre que habría cometido un gravísimo error.

El informe terminó. Wilburn liquidó rápidamente todos los asuntos pendientes en su pupitre y echó una mirada a la Sala.

El debate estaba llegando a su final. Los Consejeros estaban deseosos de que se iniciara la votación, y era evidente que su resultado sería abiertamente favorable a la sequía. Wilburn se retrepó en su asiento para pensar.

Sin embargo, conocía ya la respuesta a sus pensamientos; no tenía que tomar ninguna decisión: iba a hacerlo. El único problema era: ¿cómo? Y mientras daba vueltas en su cerebro a la cuestión, comprendió que tenía que plantearla inmediatamente. ¿Qué mejor momento que éste, cuando el Consejo acababa de enfrentarse con un asunto desagradable? La resolución en apoyo de la petición de Andrews ayudaría a quitar el mal sabor de las bocas de los Consejeros. Estaba decidido. Al cabo de diez minutos empezó la votación.

Y veinte minutos después había terminado. La resolución en favor de la sequía fue aprobada por 12 votos contra 8. El Presidente levantó su mazo para dar por terminada la sesión. Wilburn se puso en pie.

—Señor Presidente —dijo—, antes de que termine esta sesión, deseo llamar respetuosamente la atención de los honorables miembros de este Consejo acerca de la Petición Número 18, con fecha de hoy.

Hizo una pausa mientras los Consejeros, con aspecto algo intrigado, hacían marcha atrás en sus pantallas para revisar la petición de Andrews. Wilburn esperó hasta que la mayoría de los rostros se hubieron vuelto hacia él con una expresión de incredulidad. Entonces dijo:

—Señores Consejeros, nos encontramos ante un caso de estricta justicia...

Y planteó el caso de Andrews, recordando a grandes rasgos la carrera de aquel hombre y la deuda que con él tenía contraída la raza humana, una deuda que nunca había sido pagada. Mientras hablaba, Wilburn sonreía interiormente pensando en las llamadas que en aquel momento corrían de pupitre en pupitre por toda la Sala. "¿Qué le pasa a Jonathan?" "¿Acaso Wilburn se ha vuelto loco?" Y así por el estilo.

Wilburn expresó la dificultad de saber a ciencia cierta si la petición podría ser satisfecha con las actuales posibilidades técnicas. Sólo los Asesores del Tiempo podrían decirlo. Y, aun suponiendo que fuera factible, la Oficina podría encontrarse ante dificultades insuperables. Pero tales consideraciones no debían impedir que el Consejo lo intentara. Y concluyó con la afirmación de que aquel acto demostraría al mundo que el Consejo estaba formado por hombres que nunca perdían de vista al individuo.

Se sentó en medio de un impresionante silencio. Luego, Tongareva se puso en pie, y con amables palabras y modales suaves apoyó la petición, subrayando su aspecto humano en unos momentos en que muchos se inclinarían a pensar que el Consejo se mostraba demasiado duro. Cuando Tongareva se sentó, se levantó Maitland. Ante el asombro de Wilburn, Maitland apoyó también la petición. Pero, a medida que escuchaba sus palabras, Wilburn comprendió que Maitland apoyaba la petición sólo porque veía en ella un fracaso para Wilburn. Era un acto muy arriesgado. Maitland no podía saber lo que se proponía Wilburn, pero estaba dispuesto a confiar en su intuición, la cual le advertía que su adversario había cometido un error, y estaba dispuesto a sacar partido de él.

Wilburn respondió a las llamadas de varios Consejeros, los cuales deseaban saber si quería que se levantaran a apoyar la petición. Algunos de ellos eran amigos suyos, otros le debían algún favor. Wilburn les contestó que apoyaran la petición con un breve discurso. Durante cuarenta minutos, los Consejeros fueron levantándose y pronunciando un corto parlamento. Cuando llegó el momento de la votación, se llegó a uno de los pocos votos unánimes en la historia del Consejo. La sequía australiana quedó olvidada, lo mismo en la Sala que en las pantallas de televisión de todo el mundo. Todos los pensamientos se volvieron hacia la pequeña ciudad de Holtvllle, California.

Wilburn oyó el mazazo que daba por terminada la sesión. y supo que estaba definitivamente comprometido. Su destino estaba ahora en manos de otros; su tarea había terminado posiblemente para siempre.

Pero, después de todo, si se desea alcanzar la cumbre en política, hay que aventurarse.

Anna Brackney subió la amplia escalinata del edificio de los Asesores del Tiempo con media hora de anticipación, como de costumbre. Al llegar a lo alto se detuvo y echó una mirada a la perspectiva de la ciudad de Estocolmo que se divisaba desde allí. Era una hermosa ciudad, amodorrada bajo sus tejados, centelleando al sol matutino, plácida y tranquila. Estocolmo era un lugar excelente para los Asesores. En realidad, era un lugar tan adecuado para la clase de trabajo que los Asesores realizaban, que Anna volvió a preguntarse cómo era posible que los hombres la hubieran escogido. Dio media vuelta y siguió avanzando.

El Jefe de los Servicios de Limpieza, Hjalmar Froding, manejaba la Máquina Pulidora alrededor del vestíbulo. Al ver a Anna Brackney se apresuró a dirigir la máquina de modo que borrara las pisadas que la recién llegada había dejado en el encerado suelo, y luego se inclinó ante Anna. Esta le devolvió el saludo y continuó su camino. A Anna Brackney le gustaba Froding; casi nunca hablaba ni sonreía, y la trataba como si fuera la reina de Suecia. Era una verdadera lástima que los otros hombres que la rodeaban no se decidieran a tratarla del mismo modo.

Para llegar a su oficina, tenía que pasar a través de la principal Sala del Tiempo. Un enorme globo terráqueo ocupaba el centro de la estancia. El globo era similar al mapa que había en el Consejo del Tiempo, pero tenía unas cuantas características adicionales. En el globo aparecían todas las corrientes, variaciones de densidad, inversiones, frentes, isobaras, isotermias, zonas de precipitaciones, zonas nubosas y masas de aire. El globo era una masa de brillantes colores, indescifrables para un ojo inexperto, que sólo tenían sentido para los matemeteorólogos que constituían la plantilla técnica de los Asesores. Las curvadas paredes de la estancia estaban cubiertas con los instrumentos que constituían la Red del Tiempo, los sentidos de los Asesores. La estancia tenía un aspecto de pesadilla con su enorme globo central y sus cambiantes juegos de luces. Anna la cruzó de un modo maquinal, sin fijarse en lo que la rodeaba. Se encaminó directamente al telégrafo privado del Consejo del Tiempo, para comprobar si había llegado ya aquella extraña petición.

El centinela que montaba guardia ante la puerta del Consejo de Comunicaciones la saludó y se hizo a un lado para permitirle el paso. Anna entró, se sentó y empezó a revisar los mensajes nocturnos procedentes del Consejo. Cogió el relativo a la sequía impuesta a la Australia septentrional y lo leyó. Cuando hubo terminado la lectura, hizo un gesto desdeñoso y se dijo a sí misma en voz alta: "Nada, no hay problema. Un chiquillo sabría cómo hacerlo." Y continuó revisando los mensajes.

Finalmente, encontró el que buscaba y lo leyó un par de veces. Era exactamente lo que la radio había anunciado: nieve en julio en una zona de una milla cuadrada del sur de California. En el mensaje se citaban la latitud y la longitud de aquella zona. Pero Anna Brackney se sintió muy excitada. Era el problema más peliagudo con que se enfrentaban los Asesores desde hacía décadas, un problema que probablemente no podría ser resuelto por los técnicos "del montón". Anna se mordió pensativamente el labio inferior. Aquí estaba lo que había esperado durante tanto tiempo. La posibilidad de demostrar que su teoría era cierta. Lo único que tenía que hacer era convencer a Greenberg para que pusiera el problema en sus manos. Anna volvió a apilar cuidadosamente los mensajes y se dirigió a su despacho.

Era un despacho pequeño, de apenas diez metros cuadrados de superficie, pero Anna Brackney lo encontraba aún demasiado grande. El escritorio estaba colocado en un rincón, de cara a la pared, para infundirle la sensación de que se encontraba más aislada. Cuando trabajaba, Anna no podía soportar la sensación de los espacios abierto. El despacho no tenía ventanas, ni cuadros en las paredes, ni nada que pudiera distraer la atención. Otros Asesores tenían ideas muy distintas acerca del ambiente adecuado para un lugar de trabajo. Algunos utilizaban brillantes manchas de color, otros preferían las escenas campestres o marítimas, Greenberg tenía las paredes de su oficina cubiertas con un laberinto en blanco y negro. Anna se estremeció al pensar en ello.

En vez de sentarse en su escritorio, permaneció de pie en el centro de la pequeña habitación, pensando en cómo podría convencer a Greenberg para que le asignara el problema Andrews. Sabía que Greenberg no simpatizaba con ella, y sabía también que se debía únicamente al hecho de que el era un hombre y ella una mujer. Ninguno de los hombres simpatizaba con ella, con el resultado de que su trabajo no recibía nunca la consideración que merecía. En un mundo de hombres, una mujer no es juzgada nunca sobre la base de su trabajo. Pero, si conseguía hacerse cargo del problema Andrews, les daría una lección. Les daría una lección a todos.

El tiempo apremiaba. El problema Andrews tenía que ser resuelto inmediatamente. A veces, los programas de los Asesores tardaban semanas en ser puestos en marcha, pero en el presente caso no podían permitirse esa demora. El problema tenía que ser analizado sin dilación, para comprobar si disponían del tiempo necesario. Anna salió corriendo de su oficina. Abordaría a Greenberg en cuanto llegara.

Tuvo que esperar diez minutos. Ni siquiera le dio tiempo a entrar en el ascensor.

—Doctor Greenberg —le dijo—, estoy dispuesta a empezar a trabajar inmediatamente en el problema Andrews. Creo...

—¿Estaba usted esperándome? —inquirió Greenberg.

—Creo que estoy en condiciones de resolver el problema Andrews, ya que exigirá procedimientos nuevos, y...

—¿Qué diablos es el problema Andrews?

—El que ha llegado durante la noche —respondió Anna—. Y me gustaría encargarme...

—Bueno, me ha asaltado usted antes de que pudiera enterarme de nada. ¿Cómo sabe qué problemas han llegado durante la noche? No he estado aún arriba.

—Pero, habrá oído hablar del asunto... Lo ha anunciado la radio.

—La radio habla a veces más de la cuenta, y no todo lo que dice es verdad. Será mejor que espere a que pueda enterarme del asunto de un modo oficial.

Entraron juntos en el ascensor, en silencio, Greenberg molesto por verse acosado de aquel modo, y Anna molesta por la actitud reticente de su jefe.

Greenberg se disponía a entrar en su oficina, pero Anna le dijo:

—El mensaje está en el Consejo de Comunicaciones, no en su oficina.

Greenberg empezó a decir algo, pero, pensándolo mejor, entró en el Consejo de Comunicaciones y leyó el mensaje.

—¿Puedo hacerme cargo del asunto? —preguntó Anna.

—Mire, esa petición va a ser tratada como todas las demás, hasta que comprendamos sus posibles derivaciones. Voy a entregársela a Upton, como hago con las otras, para que haga un informe preliminar y recomiende a quién debe asignarse. Cuando tenga el informe, decidiré. Ahora, haga el favor de no importunarme hasta que Upton se haya ocupado del caso.

Vio que los labios de Anna temblaban, y que sus ojos se humedecían. Se había enfrentado más de una vez con aquellas sesiones de llanto, y no le gustaban.

—La veré a usted más tarde —concluyó y corrió a encerrarse en su oficina.

En el edificio de los Asesores había una norma inflexible: una puerta cerrada era inviolable. Significaba que la persona que se encontraba en el interior no deseaba ser molestada, y la naturaleza del trabajo era tal, que el deseo había de ser siempre respetado.

Anna Brackney regresó a su oficina, enfurecida. Otra vez lo mismo. Una mujer no tenía allí la menor oportunidad; se negaban a trataba como a un hombre. Luego se dirigió a la oficina de Upton, para explicarle lo que sucedía.

Upton era un hombre de aspecto grave y una mente tan afilada como una navaja de afeitar. Inmediatamente se dio cuenta de que el único modo de quitarse a Anna de encima era revisar la petición de Andrews. Pidió que se la presentaran, la leyó, dejó escapar un silbido y se sentó delante de un enorme cerebro electrónico. Durante media hora lo aumentó de datos que el cerebro masticaba para escupir después los resultados. El trabajo creció, de modo que Upton pidió ayuda y otros tres hombres empezaron a manejar otros tantos cerebros. Al cabo de tres horas, Upton se acercó a Anna, que no se había movido de la oficina.

—¿Tiene usted alguna idea acerca de esto? —le preguntó.

Anna asintió.

—¿Le importaría hablarme de ella?

Anna vaciló, y luego dijo:

—Bueno, no la he desarrollado aún del todo. Pero creo que podría hacerse por medio de... —Hizo una pausa y miró a Upton, como si quisiera comprobar por adelantado si se estaba riendo de ella—. Por medio de un frente vertical.

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