Read Antología de novelas de anticipación III Online
Authors: Edmund Cooper & John Wyndham & John Christopher & Harry Harrison & Peter Phillips & Philip E. High & Richard Wilson & Judith Merril & Winston P. Sanders & J.T. McIntosh & Colin Kapp & John Benyon
Tags: #Ciencia Ficción, Relato
—Cerrados —jadeó—. Los accesos superiores han quedado cerrados.
Los
Dardos
que revoloteaban por aquellos alrededores interrumpieron su vuelo y vacilaron, perdido el contacto con los pisos inferiores. Entre ellos y
Vulcan III
había una capa de metal fundido que lo cubría todo.
Barris se adentró en el túnel, acercándose a los técnicos que manejaban la perforadora. La máquina se abría camino a través de la dura piedra. El aire era cálido y húmedo. Los hombres trabajaban febrilmente, dirigiendo la perforadora a un nivel cada vez más profundo. Alrededor de ellos, la arcilla despedía torrentes de vapor.
—...Cuidado —gruñó Barris—. Tenemos que emerger cerca del fondo.
—Vulcan III
está en el fondo, ¿verdad?
Barris asintió, sosteniendo el lápiz de rayos en una mano... y la bomba nuclear en la otra.
De pronto, la perforadora tropezó con una sólida pared de acero. Su rugido se hizo más intenso, y su avance más lento, pulgada a pulgada. Pero siguió avanzando, avanzando...
Finalmente, la pared cedió. Los soldados penetraron a través del boquete. Barris y Fields les siguieron.
—¡Lo hemos conseguido! —exclamó Fields, muy excitado—. ¡Estamos dentro!
Un largo pasillo se extendía delante de ellos, débilmente iluminado. El nivel más bajo de la fortaleza. Unos cuantos soldados de la
Unidad
, estupefactos, avanzaron hacia ellos arrastrando un cañón.
Barris hizo fuego. El cañón disparó una sola vez... Pero el proyectil se estrelló contra el techo del pasillo. Barris avanzó. El cañón había quedado inutilizado. Los soldados de la
Unidad
retrocedían, disparando para cubrirse la retirada.
—¡Cuidado! —advirtió Barris.
Había llegado a una especie de encrucijada. Una serie de pasillos que se extendían en distintas direcciones. Barris vaciló...
—Por aquí —gritó Fields.
Barris parpadeó... y le siguió. Un soldado de la
Unidad
surgió delante de él. Barris le desintegró y corrió detrás de Fields.
—Por aquí —repitió Fields.
Se adentró en un pasillo lateral. De pronto, los dos hombres se detuvieron: delante de ellos había un grupo de soldados, que se disponían a disparar un cañón. Estaban perdidos. No tenían tiempo de retroceder... Súbitamente, Fields actuó. Cogió la bomba nuclear de manos de Barris y arrancó la válvula de seguridad.
—¡Fields! —gritó Barris, agarrándose frenéticamente a él—. ¡Por el amor de Dios! La necesitamos para...
Una espantosa explosión. Barris salió despedido violentamente contra la pared. Permaneció allí completamente inmóvil, jadeando, mientras un viento cálido barría el pasillo. Cuando se disipó la intensa humareda, el cañón y los soldados habían desaparecido... desintegrados. El camino estaba libre delante de ellos...
Barris trató de ponerse en pie, sin conseguirlo. Unos débiles gemidos le indicaron el lugar donde se encontraba Fields. Se arrastró penosamente hasta él. El anciano se apresuró a tranquilizarle.
—Estoy bien, Barris. Un breve descanso, y podremos continuar.
Finalmente, consiguieron ponerse en pie y proseguir su avance. No tuvieron que andar mucho. A cosa de un centenar de metros, el pasillo desembocaba en una inmensa sala. Y en medio de ella, enorme, gigantesco, se erguía un cerebro electrónico. A pesar de la nube que seguía oscureciendo su mente, Barris se sintió invadido por un escalofrío de terror.
¡Vulcan III!
Barris abrió y cerró sus puños, impotentemente. La bomba nuclear había desaparecido. Y detrás de ellos se oían los pasos precipitados de otros soldados de la
Unidad
, arrastrando otros cañones. Soldados... y nubes de furiosos
Dardos
metálicos.
—¡Maldito seas! —gritó Barris al enorme mecanismo que se erguía impasiblemente delante de él—. Tantos esfuerzos, para...
—¡Cállese! —dijo Fields—. Ayúdeme a subir. —Se agarró a un manojo de cables que pendían de una especie de torreta y empezó a trepar.
Un
Dardo
metálico zumbó encima de ellos y una voz dijo:
—¡Traidores! ¡Asesinos!
Aparecieron otros
Dardos
. Barris disparó salvajemente contra ellos.
—¡Por el amor de Dios, Fields! ¡Estamos copados! Sin la bomba no podemos hacer nada.
Los
Dardos
eran cada vez más numerosos. Barris disparaba desesperadamente, pegado a la pared. Dos
Dardos
se disolvieron en cenizas. Entretanto, Fields seguía trepando.
—¡Fields! —gritó Barris—. ¿Qué está usted haciendo?
Un
Dardo
picó hacia Fields.
—¡Deténgase! ¡Deténgase inmediatamente!
Barris redujo el
Dardo
a cenizas. En aquel momento, Fields desapareció detrás del montón de cables que suministraban la energía a
Vulcan III.
—
¡Deténgale! ¡Deténgale, Barris!
—¡Sáquele de ahí! —
gritaron desesperadamente los
Dardos—
.
¡Deténgale! ¡Sáquele de ahí!
—¡Si permite usted que me destruya, destruiré el mundo!
—¡Loco!
—¡Monstruo!
Los
Dardos
trataron de alcanzar a Barris en un último y desesperado esfuerzo. Barris los mantuvo a raya. Fields había desaparecido en el interior del cerebro electrónico.
—¡Escúcheme! —
aulló un
Dardo—
.
¡Todavía está a tiempo! ¡Esto es una locura! ¡Deténgale! ¡Me está asesinando!
—¡Podemos llegar a un acuerdo! ¡Podemos llegar a un acuerdo!
—¡Por favor, Barris! ¡No permita que me destruya!
—
¡Deténgale! ¡Deténgale!
—
¡Barris!
¡Barris! ¡Por favor, no...!
Del interior de
Vulcan III
surgió un intenso resplandor, seguido de un intenso y acre olor a quemado.
Los
Dardos
metálicos interrumpieron su vuelo y enmudecieron bruscamente. Luego empezaron a caer al suelo. Silenciosamente, uno a uno, cayeron al suelo y permanecieron inmóviles. Montones inertes de metal... y nada más.
Las hileras de luces que ardían en la parte delantera del cerebro electrónico se apagaron bruscamente.
Vulcan III
acababa de morir.
Fields salió del interior de la máquina, frotándose las manos y respirando penosamente.
—Lo hemos conseguido, Barris.
Barris se acercó al anciano, temblando. La enorme sala estaba increíblemente silenciosa; ninguno de los
Dardos
metálicos se movía. Barris golpeó uno de ellos con el pie. El montón de metal continuó inmóvil y silencioso.
—Ha sido muy rápido.
—Desde luego. Una vez en el interior, la cosa era fácil.
Dos de los soldados de Barris aparecieron en el umbral de la sala.
—¿Se encuentran ustedes bien? —preguntó uno de ellos.
—Perfectamente —respondió Barris.
Los soldados entraron en la sala, con paso todavía inseguro.
—¡Dios mío! Todos los
Dardos
han muerto... Eso es...
—Es él. Mejor dicho, era él.
Uno de los soldados apuntó su lápiz de rayos contra
Vulcan III.
—Voy a terminar el trabajo —murmuró torvamente.
Barris le detuvo.
—¡Cuidado! No le toque. Ponga centinelas en la entrada. No quiero que le suceda nada.
—Pero...
—Es una orden. —Barris se acercó a Fields—. ¿Se encuentra usted bien?
El anciano asintió maliciosamente. Su respiración seguía siendo muy agitada.
—Ha sido un gran momento —suspiró, y una amplia sonrisa distendió su rostro.
Entraron más soldados en la sala, arrastrando a un hombre vestido de gris. Reynolds se soltó.
—¡Le han destruido! ¡Malditos imbéciles!
—Tómelo con calma —dijo Barris—. Siéntese y cállese. —Señaló a Fields—. Siéntese allí, a su lado; tengo que aclarar algunas cosas.
—¿Cree que podrá sobrevivir sin
Vulcan III
? —preguntó hoscamente Reynolds. Llevaba el brazo derecho vendado, y de una herida de su frente brotaba aún la sangre—. Ha destruido usted a la
Unidad
. Es usted un traidor, Barris; estaba trabajando para ellos desde el primer momento.
—¿Para ellos? ¿Para los
Curadores
? —Barris sonrió irónicamente—. Fields no estará de acuerdo con esa afirmación.
Rebuscó en sus bolsillos y sacó un aplastado paquete de cigarrillos. Sin dejar de mirar a Reynolds y a Fields, encendió un pitillo—. No creo que ninguno de ustedes esté de acuerdo con esto.
—Me atengo a lo pactado —dijo Fields—, al trato que hicimos.
—¿Qué clase de trato? —preguntó Reynolds.
—Vulcan III
está muerto. A partir de ahora, nos gobernaremos a nosotros mismos.
—No podemos hacerlo —dijo Reynolds.
Barris se encogió de hombros.
—Tal vez no. No tiene usted ninguna fe en sí mismo, Reynolds; no cree que podamos gobernar a la sociedad solos.
—Siempre hemos...
—He ordenado a mis soldados que establezcan una guardia alrededor de los restos de
Vulcan III —
dijo Barris—. La fuente de energía ha desaparecido. V
ulcan III
está muerto, pero los elementos calculadores están intactos. Nos aseguramos de que sólo quedara destruida la fuente de energía.
Reynolds estaba intrigado.
—¿Por qué?
—Vamos a conservar lo que queda de él. Continuaremos utilizando a
Vulcan III...
como utilizábamos los cerebros electrónicos en el pasado: en un terreno puramente consultivo. No para que nos diga lo que tenemos que hacer; no para que tome decisiones por nosotros.
Vulcan III
seguirá funcionando..., pero como una máquina calculadora, no como un ente vivo. Y no dará ninguna otra orden.
—De modo que las decisiones definitivas serán adoptadas por los humanos, ¿no es eso? —preguntó Reynolds.
—Exactamente.
—Pero, los humanos... —Reynolds estalló—: ¡Los humanos no son capaces de pensar objetivamente! Como..., como
Vulcan III.
Barris se echó a reír.
—Como
Vulcan III —
repitió. Bruscamente, dejó caer su cigarrillo al suelo y lo aplastó con el pie—. Sigamos con lo que interesa. La
Unidad
continuará. El
Sistema de Control Internacional
. Directores y técnicos científicamente preparados. Conservaremos a
Vulcan III...,
al menos la parte calculadora. Fields cree que podremos disminuir su tamaño, de modo que resulte más fácil su manejo y su control
.
No queremos que se repitan ciertas cosas.
Fields carraspeó.
—Dijo usted también...
—La estructura de la
Unidad
será distinta. Ensancharemos nuestra base. Tenemos que hacerlo
.
El control racional de la sociedad resulta beneficioso.., hasta que se convierte en un culto a la razón, un culto que deja a la mayoría de la población al margen, por considerarla demasiado impura para participar en él. Ha llegado el momento de que deje de adorar al sistema, Reynolds. Su religión es demasiado exclusivista; queda demasiada gente fuera del templo.
—¿De qué está usted hablando?
—Del culto a la razón y a la ciencia. Únicamente para los expertos, y para los tecnócratas. Para la minoría que tiene facilidad de palabra y conocimientos teóricos. Una aristocracia intelectual..., como si el trabajo manual, el poner ladrillos, el pintar, el coser, el cocinar, no tuvieran ningún valor. Como si todas las personas que trabajan con sus manos, con la habilidad de sus dedos, con sus brazos, con sus músculos, fueran parias, despojos inútiles.
»
Se habrá preguntado usted por qué los granjeros, y los albañiles, y los tejedores, y los conductores de autobús, odian a la
Unidad
. Por qué le odian a usted, y a
Vulcan III,
y a todo lo que el sistema ha puesto en pie. Voy a decírselo: porque han sido excluidos, porque están fuera del templo. Están gobernados por una nueva aristocracia: la aristocracia de los técnicos. Una nueva jerarquía, una nueva elite que ha ocupado el lugar de la antigua. Primero fueron los sacerdotes y los reyes guerreros. Luego los grandes terratenientes. Luego los poderosos industriales. Ahora es la
Unidad
, el sistema de los jóvenes brillantes, con sus reglas graduadas, sus trajes grises y sus corbatas azules. Los dirigentes "
cultos
" vestidos de gris.
—¡Tonterías! —gruñó Reynolds.
—¿Por qué tienen que servirle a usted? A usted, que los mira desde su aristocrática altura, como si pertenecieran a una raza distinta. Monos... viviendo en un mundo gobernado por técnicos de sangre azul. Expertos racionales rodeados por animales emotivos.
»
Usted y Fields son fanáticos. Cultistas. El culto a la ciencia por una parte, el culto a la emoción por otra. Sacerdotes grises, sacerdotes pardos. Cada uno de ustedes tiene sus propios templos, sus propios ídolos.
—¿Ídolos?
Barris señaló la enorme masa silenciosa que había sido
Vulcan III.
—Hemos aplastado ése, Reynolds..., su ídolo; está fuera de servicio. Su ídolo moderno ha sido destruido como los primitivos. Ha convertido usted la ciencia y la razón, de simples instrumentos del hombre en tiranos gobernantes de la raza humana. Pero eso ha terminado.
Vulcan III
ha muerto... y volvemos a ser dueños de nosotros mismos.
—Tendremos que reconstruir todo lo que ha sido destruido —murmuró Reynolds.
—¡Pero no las máquinas! —gruñó el Padre Fields.
—¡Al contrario! —exclamó Barris—. ¡Todas las máquinas que hagan falta! No vamos a renunciar a nuestras herramientas. No vamos a abandonar el control de la naturaleza. No vamos a retroceder a la época de los oráculos. Los especialistas no pueden desaparecer. Ni puede desaparecer la
clase T,
ni la
Unidad
, ni el sistema, en una palabra. Ni siquiera
Vulcan III...
aunque desprovisto de autoridad y de poder. Le conservaremos como una herramienta
,
un instrumento: no como un jefe al cual están subordinadas todas las otras cosas. A partir de ahora, tomaremos todas las decisiones por nosotros mismos. Su ídolo ha desaparecido, Reynolds. Decidiremos lo que tengamos que hacer por nosotros mismos.