Antología de novelas de anticipación III (9 page)

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Authors: Edmund Cooper & John Wyndham & John Christopher & Harry Harrison & Peter Phillips & Philip E. High & Richard Wilson & Judith Merril & Winston P. Sanders & J.T. McIntosh & Colin Kapp & John Benyon

Tags: #Ciencia Ficción, Relato

Se quitó el cuello almidonado. El hombre de la jaula se estremeció. ¿De odio, solamente? ¿O de miedo?

El otro hombre continuó:

—A nuestro buen amigo le dije que era Hillary Manchester, explorador-conferenciante-escritor. Lo hice principalmente para fastidiarle; con su bondad, resultaba empalagoso. Contigo no voy a fingir más. Soy Robert Blane, sí, y pronto seré el único superviviente de los seis. Entonces tomaré de vuestros cerebros lo que necesito...

—¿Dónde está el bueno? —preguntó el asesino, con una nota de pánico en la voz.

—Al parecer, no te has dado cuenta aún de la extensión de mis proyectos. Les necesito a todos..., muertos.

—¿Le ha matado usted?

—¡Oh! Fue un simple accidente. Ahora ya puedo decirte que fui yo quien te golpeó en la cabeza mientras luchabas con Robert el Bueno. Luego repetí el golpe, para más seguridad. Desdichadamente, la cabeza de Robert el Bueno se interpuso y... Verás, aquello estaba muy oscuro.

Robert Blane VI, personalidad múltiple, continuó:

—De modo que sólo quedamos tú y yo, amigo, y pronto quedaré únicamente yo: Robert Ace Hillary Manchester Blane. Creo que utilizaré el veneno. El doctor Antioch tiene una hermosa colección de venenos. Te lo pondré en la comida o en el agua, o en las dos, y morirás envenenado, a no ser que prefieras morir de hambre. Ahora, adiós, Asesino Bob. Te veré a la hora de comer.

—¡Espere! —gritó el asesino. Pero Robert Blane VI se había marchado.

Robert el asesino no murió envenenado, ni de hambre. En la mañana del tercer día, cuando Blane-Hillary llegó con un desayuno consistente en una tazón de leche endulzado con estricnina, y unas tostadas untadas de hidrato de cloro, encontró al preso colgado por el cuello de su cinturón, el cual había atado a uno de los barrotes horizontales más altos.

Hillary, temiendo una trampa, se limitó a dejar la bandeja cerca de la jaula, como había hecho los días precedentes, y se marchó. Veinticuatro horas más tarde, cuando volvió y encontró todo exactamente igual a como lo había dejado, descolgó el cadáver.

Hillary Manchester Blane canturreaba mientras trabajaba, resistiendo al deseo de rascarse el brazo vendado. La media docena de frascos estaban preparados. Lo mismo que las jarras y las tinas.

Hillary Manchester estaba dispuesto a repoblar Lost Oaks.

Sin embargo, tenía que recordar una cosa. No podía permitir que Hillary el Asesino llegara a despertar. También podía prescindir de Hillary el Bueno. Los otros cuatro, y él, serían suficientes. Un buen lote de amorales.

El ratón que rugió

Edmund Cooper

El mariscal Schaag, Presidente de la República de Karania, se sentía como un condenado a muerte obligado a elegir entre la horca y el pelotón de fusilamiento. Aquella misma mañana, tal como esperaba, había recibido una visita oficiosa del oficioso embajador del Oeste. El día anterior, había recibido una visita semejante del embajador oficial del Este.

Los dos hombres habían hablado con claridad, sin sutilezas diplomáticas, y el mariscal Schaag, que durante los últimos diez años se había dedicado a una política de hábiles dilaciones, se dio cuenta que el juego había terminado. No podía continuar deshojando —o haciendo ver que deshojaba— la margarita. En la quincena siguiente, tendría que tomar una determinación.

Pocas personas han oído hablar de la República de Karania..., lo cual, en el fondo, es un tributo directo a la tradición de inmovilidad que ha protegido al país a través de varias guerras generales.

Es, en realidad, uno de los Estados más pequeños de Europa Central, más pequeño incluso que Suiza; pero, al igual que ésta, ha alcanzado una modesta prosperidad a base de las industrias de relojes de cuco, quesos y turistas.

Pero, de repente, el destino se mostró muy desagradable, y descubrió que los karanios estaban asentados sobre uno de los yacimientos de uranio más ricos del mundo.

El predecesor del mariscal Schaag, un hombre inteligente y previsor, envió al primer científico que mencionó aquel hecho a una clínica mental. Fue un gesto digno de alabanza, aunque inútil; el daño ya estaba hecho y nada podría detener sus consecuencias.

Cuando el Mariscal Schaag se hizo cargo del poder, la situación estaba tan equilibrada, que un paso en falso hacia cualquiera de los lados podía hundir a Karania en el caos político..., con sus relojes de cuco, sus quesos y sus turistas.

Tal vez alguien se pregunte por qué razón el decimotercer Presidente de la República, al igual que los doce que le habían precedido, era un mariscal del ejército karanio. La verdad es que el ejército en cuestión se componía de media docena de escuadrones de
gendarmes
, cuya principal obligación era la de mantener bien engrasadas sus bicicletas. Los ciudadanos de Karania consideraban que el comandante en jefe de su ejército se ganaba sin demasiado esfuerzo su sueldo de veinte mil francos karanios; y puesto que Karania sólo podía permitirse el lujo de un mariscal o un presidente, se había convertido en tradición que el mismo hombre ocupara ambos cargos.

En aquel momento, el hombre en cuestión estaba sentado en una de sus habitaciones particulares de la Casa de la República, lamentando que el curso de los acontecimientos le obligara a convertirse en un presidente clave.

Con amargura, recordaba la conversación, casi un monólogo, sostenida con el embajador del Este:

—Mire —le había dicho el embajador—, es evidente que sus obreros están descontentos. Puedo asegurarle que, si es pronunciada la consigna, se sublevarán inmediatamente. Será usted destituido, y ascenderá al poder un hombre más inclinado a...

—Ya me pareció que este año entraban en el país demasiados turistas del Este —le interrumpió el mariscal—. ¡Nuestros ingresos fueron anormalmente elevados!

—Lo que espero que comprenda —replicó el embajador con frialdad—, es que le conviene entrar en nuestra esfera de influencia y conservar la estabilidad. En tal caso, recibiría usted los beneficios de nuestro programa de seguridad colectiva. Su ejército sería modernizado, sus oficiales recibirían la adecuada preparación, y podría usted enfrentarse confiadamente al poderío del Oeste.

—¿Y nuestro uranio?

—El Este colaboraría en su extracción.

—Lo cual significa que controlarían ustedes nuestro uranio.

—No he dicho eso. Debo poner de relieve que siempre trabajamos sobre una base de cooperación amistosa. Naturalmente, las obligaciones son recíprocas.

—Comprendo... ¿Y la alternativa?

El embajador del Este obsequió al mariscal Schaag con una sonrisa infantil.

—¿Quién sabe? El curso de una revolución no puede ser previsto. Sin embargo no parece descabellado suponer que el nuevo régimen se mostraría dispuesto más favorablemente a cooperar con el Este... No es necesario que se decida inmediatamente. Piénselo bien. Tómese una semana.

—Necesitaría por lo menos un mes para estudiar sus propuestas en detalle —objetó el mariscal señalando el gran montón de documentos que le entregara el embajador.

El embajador sonrió.

—Vamos a hacer un trato. Confío en que no habrá revolución durante quince días. A menos...

—¿A menos?

—A menos que usted traicione nuestro compromiso, entablando negociaciones con el Oeste.

—Gracias por su valiosa advertencia —dijo el mariscal Schaag—. No tenía la menor idea del hecho que los karanios fueran tan...

—¿Políticamente conscientes? —sugirió el embajador.

El mariscal sonrió.

—Una frase muy útil. Tiene unos matices tan interesantes... Bueno, estudiaré sus propuestas con el mayor detenimiento. Entretanto, buenos días, Excelencia.

Cuando el embajador se hubo marchado, la diplomática sonrisa desapareció del rostro del mariscal. Y dio un momentáneo alivio a sus agitados sentimientos utilizando las expresiones más floridas del léxico karanio.

Durante el resto del día, se había estrujado el cerebro tratando de idear una nueva jugada que retrasara los acontecimientos. Pero no lograba ninguna. Todas habían sido utilizadas con monótona regularidad durante los últimos años; y el embajador había indicado claramente que la época de las dilaciones ya había pasado.

Una noche de insomnio no arrojó ninguna nueva luz sobre el problema. Y, a la mañana siguiente, el Presidente Schaag recibió la visita del embajador oficioso del Oeste.

En contraposición con su colega oriental, el señor William W. Williams no tenía ningún «placet» diplomático. Sin embargo, era un portavoz de su país..., un portavoz escuchado atentamente por los gobiernos de Europa, grandes y pequeños.

Tras unos leves escarceos sobre temas generales, el señor Williams había entrado en materia:

—Señor Presidente, el Oeste tiene motivos para creer que
ellos
están aumentando la presión... Ahora, voy a hablarle con absoluta franqueza. No podemos permitir que Karania sea tragada por el bloque oriental. Produciría efectos perniciosos para la moral europea. Además de perder su independencia nacional, y no necesito recordarle los conocidos procedimientos del Este, existe el problema del uranio.

—¡El uranio! —exclamó amargamente Schaag—. Exceptuando a Suiza, sólo conozco una nación de Eurasia que no esté interesada en el maldito mineral.

El señor William Williams enarcó las cejas.

—¿Qué nación es ésa, señor Presidente?

—Karania, señor Williams. Gracias a Dios, los karanios no tienen la suficiente ilustración como para desear hacerse pedazos.

El señor William dejó oír una risita.

—Tiene usted sentido del humor, señor Presidente. Pero, hablando en serio, tiene usted que darse cuenta que las ventajas de unirse al Grupo Occidental Europeo no pueden ser rechazadas a la ligera.

El presidente Schaag agitó su mano en un gesto de impaciencia.

—Me doy perfecta cuenta, señor Williams, del hecho que Karania se encuentra en un atolladero.

—Si está usted dispuesto a concedernos algunas bases —continuó el señor Williams—, recibirá los beneficios de nuestro programa de seguridad colectiva. Modernizaremos su ejército, prepararemos adecuadamente a sus oficiales, dotaremos a su aviación de la fuerza necesaria, y...

—Nuestra aviación —interrumpió Schaag— es como la marina suiza.

—No importa —dijo el señor Williams suavemente—. Nosotros nos encargaremos de ella. En cuanto a los suizos bastará que pronuncien la palabra para que dispongan de una flota de submarinos.

El mariscal Schaag cerró los ojos con expresión de cansancio, mientras la voz del embajador oficioso del Oeste seguía resonando.

—Según nuestros informes —concluyó el señor Williams, cuando hubo agotado la lista de los beneficios que el Oeste podía proporcionar—, dispone usted de un par de semanas antes que el bloque oriental emprenda acción. Si se une usted a nosotros, podemos garantizarle que nadie se inmiscuirá en sus asuntos internos.

—¿Y el uranio? —inquirió Schaag, abriendo los ojos.

—Es una lástima que no puedan extraerlo y negociarlo libremente —se lamentó el señor Williams—. Pero el problema dejará de existir si cooperamos sobre una base amistosa...

Aquella noche, mientras cenaba, el presidente de Karania dejó traslucir la preocupación que le embargaba. Se quejó de la sopa. Era la primera vez en veinte años. Frau Schaag contempló a su marido con expresión de asombro, en tanto que Herr Barranz, ministro para el Progreso Cultural y amigo íntimo del Presidente, le preguntó si estaba enfermo.

Después de la cena, el mariscal Schaag y Herr Barranz se trasladaron a la biblioteca, como tenían por costumbre, para charlar de sus cosas mientras jugaban al ajedrez.

Jugaban su tercera partida cuando Schaag le habló a Herr Barranz del férreo ultimátum que había recibido del Este, y del ultimátum aterciopelado que había recibido del Oeste.

—Y así están las cosas —concluyó—. De todos modos. Karania perderá su tradicional neutralidad. En lo que a mí se refiere...

Herr Barranz suspiró.

—Si hubiera algún medio de destruir los depósitos de uranio...

El Presidente sacudió la cabeza.

—Ya he pensado en eso, pero la capa de pecblenda es demasiado ancha. Para destruirla, haría falta una bomba atómica. Y para obtener la bomba atómica necesitaríamos uranio.

Con aire de disculpa, Herr Barranz retiró del tablero uno de los caballos de su adversario.

—Las Grandes Potencias —observó—, no tienen ningún motivo de preocupación. Pero si se vieran mutuamente amenazadas por algún desastre total...

—¿En qué nos beneficiaría eso a nosotros?

—Psicología elemental, mi querido Karl —dijo Herr Barranz—. Los enemigos sólo olvidan el temor que se inspiran mutuamente cuando se enfrentan con un temor mayor... Si los estímulos fueran muy intensos, estoy convencido que se llegaría a un acuerdo internacional en el plazo de pocas horas.

Schaag permaneció en silencio unos instantes, concentrado en el juego. De pronto, dijo:

—Entonces debemos provocar los adecuados estímulos.

Herr Barranz se encogió de hombros.

—El ratón no asusta al elefante. Estamos indefensos.

—No, estamos desesperados... Pero, suponga que el chillido de un ratón asustado fuera ampliado un millar de veces. ¿Qué sucedería?

—Entonces —dijo Herr Barranz—, nuestro hipotético elefante se encontraría en un hipotético apuro.

—En tal caso —dijo Schaag—, el ratón karanio tendrá que aprender a cultivar la voz y, tal vez, ventriloquia... Tú mueves, Josef.

El ministro para el Progreso Cultural contempló el tablero de ajedrez. Era demasiado temprano, pensó, para que el
schnapps
le hubiera hecho efecto al Presidente: sin embargo, su conversación estaba resultando desconcertante. Las preocupaciones, quizás...

—No seas absurdo, Karl —dijo amablemente—. No perdamos de vista la realidad. La solución es obvia. Tenemos que ponernos de acuerdo, en las mejores condiciones posibles, con el Oeste.

Alzó la mirada, y vio que el mariscal Schaag estaba contemplando con gran atención un punto indeterminado del espacio. En su rostro había una extraña sonrisa.

Por último, dijo:

—Observación, más credulidad, más miedo, igual a verdad... ¿Quién sospecharía que un ratón intentaba rugir?

Herr Barranz contempló ansiosamente a su anfitrión. Luego alargó la mano hacia la botella de
schnapps
.

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