Ardores de agosto (15 page)

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Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Policial, Montalbano

Cuando abrió el horno, se decepcionó porque no había nada, pero en la nevera encontró una especie de ensalada de calamares, apio, tomate y zanahoria que sólo había que aliñar con aceite y limón. Adelina le había preparado precisamente un plato para comer frío.

En la galería soplaba un airecillo recién nacido que carecía de fuerza para desplazar la masa compacta del bochorno, que al principio de la noche todavía perduraba, pero mejor aquello que nada.

Se quitó la ropa, se puso el bañador y corrió a lanzarse al mar. Se dio un buen chapuzón con amplias y lentas brazadas. Después regresó a la orilla, entró en casa, dispuso la mesa en la galería, comió, y como todavía le quedaba apetito, se preparó un platito con diversas clases de aceitunas, y un queso
caciocavallo
que pedía, mejor dicho, exigía vino del bueno.

En la galería el aire había pasado de la infancia a la adolescencia, y se notaba.

Decidió aprovechar el momento favorable en que los pensamientos no se le atascaban por culpa del calor para reflexionar acerca de la investigación que tenía entre manos. Retiró platos, cubiertos y vasos y cogió unas hojas.

Como no le gustaba tomar apuntes, decidió escribirse una carta a sí mismo, tal como hacía algunas veces.

Querido Montalbano:

Me veo obligado a constatar que, ya sea por un principio de chochera senil, ya sea por el tremendo bochorno de estos días, tus pensamientos han perdido brillo, se han vuelto bastante opacos y se mueven a cámara lenta. Tú mismo has podido advertirlo en el transcurso de tu diálogo con el doctor Pasquano, que él ha ganado ampliamente por puntos.

Pasquano ha planteado dos hipótesis a propósito del hecho de que el asesino se llevara la ropa de la chica. Uno, fue un gesto irracional; dos, el asesino se la llevó porque es un fetichista. Son hipótesis posibles.

Pero puede haber una tercera. Se te ha ocurrido hoy mientras hablabas con Fazio, y es la de que el asesino se llevó la ropa porque estaba manchada de sangre. Manchada con la sangre que brotó de la garganta de la chica mientras la mataba.

Pero las cosas pueden haber seguido un curso distinto. Hay que dar un paso atrás.

Tanto cuando tú descubriste el cadáver como cuando se lo hiciste descubrir oficialmente a Callara, no viste la enorme mancha de sangre cerca de la puerta cristalera, y no la viste por la simple razón de que no resultaba visible a simple vista. Los de la Científica, en cambio, se dieron cuenta porque utilizaron luminol.

Si el asesino hubiera dejado la enorme mancha tal como se había formado en el suelo, algún resto de sangre seca habría quedado en las baldosas, incluso después de seis años. Pero, en cambio, no se veía nada.

¿Eso qué significa?

Significa que el hombre, tras matar a la chica, tras empaquetarla e introducirla en el baúl, utilizó su ropa para limpiar, aunque fuese de manera superficial, la mancha de sangre. Utilizó la ropa humedeciéndola con agua porque los grifos funcionaban. Y después la colocó en una bolsa de plástico que encontró en el lugar o que él ya llevaba.

Ahora la pregunta es la siguiente: ¿por qué no se deshizo de la ropa arrojando la bolsa sobre el cadáver?

Respuesta: porque para hacerlo habría tenido que volver a abrir el baúl.

Y ese gesto le resultaba imposible porque habría significado echarse de nuevo a la cara un hecho, una realidad que ya había empezado a apartar de su mente. Tiene razón Pasquano: ocultó el cadáver para no verlo él, no para que no lo viéramos nosotros.

Hay otra pregunta importante. Ya se ha formulado, pero es bueno repetirla: ¿era necesario matar a la chica? ¿Y por qué?

En cuanto al porqué, Pasquano ha apuntado la posibilidad de un chantaje o un arrebato provocado por un violento estallido de rabia debido a la impotencia.

Mi respuesta es que sí era necesario, pero por una sola razón y completamente distinta. Y es ésta: la muchacha conocía muy bien a su agresor.

El asesino debió de obligarla a seguirlo al apartamento subterráneo, pero una vez allí, su destino ya estaba marcado. Porque si el hombre hubiera respetado su vida, ella seguramente lo habría denunciado por violación o intento de violación. Por consiguiente, cuando el asesino la llevó al apartamento ilegal, ya sabía que, aparte de violarla, también tendría que matarla. A este respecto ya no cabe ninguna duda a estas alturas. Homicidio premeditado.

A continuación viene la madre de todas las preguntas: ¿quién es el asesino? Hay que actuar por eliminación.

Spitaleri seguro que no puede ser. Aunque te resulte antipático, aunque trates de joderlo por otro asunto, hay un dato incontrovertible: la tarde del 12 de octubre no estaba en Pizzo, sino en el aire, rumbo a Bangkok. Además, para los gustos de Spitaleri una chica de la edad de Rina ya era demasiado mayor.

Miccichè tiene una coartada: pasó la tarde en el hospital de Montelusa. Puedes comprobarlo si quieres, pero es perder el tiempo.

Dipasquale dice que tiene una coartada. Se fue de Pizzo sobre las 17 horas y acudió al despacho de Spitaleri para atender una llamada telefónica de éste. A las 21 habló con Miccichè, pero no nos ha dicho lo que hizo a la salida del despacho de Spitaleri. Dice que se había puesto de acuerdo con Spitaleri y que éste tenía que llamarlo entre las 18 y las 20 horas. Podrías adelantar una hipótesis. Es decir, la de que la llamada se produce a las 18.30. Dipasquale sale del despacho y se tropieza casualmente con Rina. La conoce, le pregunta si quiere que la acompañe a Pizzo. La chica acepta y… A las 21, Dipasquale puede llamar tranquilamente a Miccichè.

Ralf. Se quedó en Pizzo con su padrastro después de que Dipasquale se fuera. Conoce a Rina y ya ha tratado de atacarla. ¿Y si las cosas se hubieran desarrollado tal como se lo has contado a Fazio? Queda el misterio de la muerte, que puede estar ligada de alguna manera a su remordimiento. Pero acusar a Ralf es más que nada un acto de fe. Él ha muerto y su padrastro también. Ya ninguno de los dos podrá decirnos cómo se desarrollaron los acontecimientos.

En resumen: Dipasquale tendría que ser el sospechoso número uno. Pero no te convence.

Un abrazo y cuídate mucho. Salvo

Se estaba quitando el bañador para acostarse cuando, de repente, experimentó el deseo de oír la voz de Livia. La llamó al móvil. El teléfono sonó largo rato sin que nadie contestara.

Pero ¿cómo era posible? ¿Qué tamaño tenía el barco de Massimiliano para que Livia no lo oyera? ¿O acaso estaba demasiado ocupada, demasiado atareada en otros menesteres como para contestar el teléfono?

Estaba a punto de cortar la comunicación, enfurecido, cuando oyó la voz de Livia.

—¿Diga? ¿Quién es?

¿Cómo que quién es? ¿No podía leer en la pantalla o como se llamara el número del comunicante?

—Soy Salvo.

—¡Ah, eres tú!

No decepcionada. Indiferente.

—¿Qué estabas haciendo?

—Durmiendo.

—¿Dónde?

—En el puente. Me he quedado dormida sin darme cuenta. Está todo tan tranquilo y es tan bonito…

—¿Dónde estáis?

—Navegando rumbo a Cerdeña.

—¿Y Massimiliano dónde está?

—Estaba a mi lado cuando me quedé dormida. Ahora creo que está…

Montalbano cortó la comunicación y desconectó el aparato. «Estaba a mi lado cuando me quedé dormida.» ¿Y aquel grandísimo cabrón de Massimiliano qué hacía? ¿Le cantaba una nana?

Fue a acostarse con el vello erizado.

Y para conciliar el sueño necesitó Dios y ayuda.

Fue inútil que nada más levantarse se diera un chapuzón, fue inútil que se situara bajo la ducha que habría tenido que ser fría y que, sin embargo, era caliente porque el agua de los depósitos del tejado estaba hirviendo y se habría podido cocer en ella la pasta, fue inútil que se vistiera lo más ligero posible.

Nada más poner los pies fuera de casa se convenció de que todo sería inútil: el bochorno era una llamarada de fuego.

Volvió a entrar, metió en una bolsa del supermercado una camisa, un par de calzoncillos y unos pantalones tan finos como piel de cebolla, y se fue.

Llegó a la comisaría con la camisa empapada de sudor y los calzoncillos formando una sola cosa con la piel del trasero, tan pegados estaban a ella.

Catarella trató de levantarse y cuadrarse, pero no lo consiguió y cayó sin fuerzas sobre la silla.

—¡Ah,
dottori, dottori
! ¡Me estoy muriendo! ¡Esto es un fuego del demonio!

—¡Ánimo!

Fue a encerrarse en el cuarto de baño. Se quedó en pelotas y se lavó. Luego sacó la camisa, los calzoncillos y los pantalones de la bolsa, se los puso, dejó colgada en el lavabo la ropa sudada, entró en su despacho y encendió el pequeño ventilador.

—¡Catarella!

—¡Voy,
dottori
!

Estaba cerrando la persiana cuando entró Catarella.

—A sus ór… —Se interrumpió, apoyó la mano izquierda en el escritorio y se llevó la derecha a la frente cerrando los ojos. Parecía la ilustración de un manual de interpretación teatral del siglo XIX con la leyenda: estupor y angustia—. Virgen santa, Virgen santa, Virgen santa… —dijo como si recitara una letanía.

—Catarè, ¿te encuentras mal?

—¡Virgen santa,
dottori
, qué susto! ¡Si me ha subido el calor a la cabeza!

—Pero ¿qué tienes?

—Nada,
dottori
; hable, qui lo oigo muy bien. Las orejas me funcionan, ¡son los ojos los qui me engañan!

Y no cambió de posición, con los ojos cerrados y la mano en la frente.

—Oye, en el servicio hay una ropa mía que me he cambiado.

—¡¿Si la ha cambiado?!

Pareció lanzar un suspiro de alivio. Abrió los ojos, apartó la mano de la frente y miró a Montalbano como si lo viera por primera vez.

—¡O sia que si la ha cambiado!

—Catarè, me la he cambiado, ¿a qué viene tanta sorpresa?

—No, señor
dottori
, ¡ha sido una iquivocación! Es que yo lo vi intrar vistido di una manera y dispués lo vi vistido di otra y entonces pensé que tinía visiones por culpa del calor. ¡Menos mal qui fue porque si cambió!

—Oye, ve a buscarla y ponla a secar en el patio.

—Voy ahora mismísimo.

Al salir, cuando ya estaba cerrando la puerta, el comisario se lo impidió.

—Déjala abierta, a ver si circula un poco de aire.

Sonó el fijo. Era Mimì Augello.

—¿Cómo estás, Salvo? Te he buscado en casa, no contestabas, después he pensado que a ti las vacaciones del quince de agosto te importan un carajo, y entonces…

—Has hecho muy bien, Mimì. ¿Cómo está Beba? ¿Y el pequeño?

—Calla, Salvo, no me hables. ¿Sabes que desde que llegamos aquí el niño ha tenido fiebre constante? Conclusión: no hemos conseguido disfrutar ni de un solo día de vacaciones. Sólo ayer se le pasó por fin. Yo tendría que reanudar el servicio mañana…

—Comprendo, Mimì. Por mí, si quieres quedarte ahí una semana más, puedes hacerlo.

—¿De verdad?

—De verdad. Dales recuerdos de mi parte a Beba y un besito a tu hijo.

Cinco minutos después sonó el otro teléfono.

—¡Ah,
dottori, dottori
! Está il siñor jefe supirior que dice que quiere hablar urgentísimamente…

—Dile que no estoy.

—¿Y adónde le digo que fue?

—Al dentista.

—¿Le duele la muela?

—No, Catarella; es la excusa que tienes que darle.

Pero ¿es que il siñor jefe supirior también tocaba los cojones el 15 de agosto?

Mientras estaba firmando unos papeles que según Fazio llevaban varios meses de retraso, se le ocurrió levantar la vista. Vio en el pasillo a Catarella acercándose a su despacho. Pero ¿qué había de raro en su manera de caminar? Se lo explicó en cuanto se hizo la pregunta.

Catarella bailaba al caminar. Bailaba, ni más ni menos.

Iba de puntillas con los brazos separados y de vez en cuando hacía ademán de medio girar sobre sí mismo. ¿Sería verdad que el calor se le había subido a la cabeza? Cuando entró en el despacho, el comisario se percató de que mantenía los ojos cerrados. Oh, Virgen santísima, ¿se habría vuelto sonámbulo?

—¡Catarella!

Éste, que ya se encontraba a la altura del escritorio, abrió los ojos con semblante aturdido. Tenía la mirada extraviada.

—¿Eh?

—¿Qué te pasa?

—¡Ah,
dottori, dottori
! ¡Vino una chica que hacen falta ojos para mirarla! ¡Es la viva imagen de la pobre chica asisinada! ¡Madri mía, pero qué guapa es! ¡En mi vida he visto cosa igual!

—Hazla pasar y avisa a Fazio.

La vio acercarse desde el fondo del pasillo.

Catarella la precedía literalmente doblado por la mitad, mientras con la mano hacía un gesto muy raro, como si limpiara el suelo que ella tenía que pisar. ¿O acaso estaba extendiendo a sus pies una alfombra invisible?

A medida que la chica se acercaba y se distinguían mejor sus rasgos, sus ojos, el color de su cabello, el comisario se fue levantando poquito a poco, como si se estuviera ahogando en una especie de dulcísima nada.

Cabeza de oro pálido

con ojos azul cielo,

¿quién te hizo el sortilegio

de que yo ya no sea yo?

Era una cuarteta de Pessoa cantando en su interior.

Se armó de valor y emergió de la nada para regresar a su despacho.

Pero sólo lo consiguió propinándose a sí mismo un golpe bajo tan doloroso como necesario: «Podría ser tu hija.»

—Soy Adriana Morreale.

—Salvo Montalbano.

—Disculpe el retraso, pero… —Llevaba una media hora de retraso.

Se estrecharon la mano. La del comisario estaba un poco sudada: la de Adriana, seca. Su aspecto era fresco, olía a jabón, como si no llegara de la calle, sino que acabara de salir de la ducha.

—Siéntese. Catarella, ¿has ido a llamar a Fazio?

—¿Eh?

—Que si has ido a avisar a Fazio.

—Voy ahora mismito,
dottori
.

Se retiró mirando hacia atrás para poder ver a la joven hasta el último momento.

Montalbano aprovechó para observarla y ella se dejó observar.

Debía de estar acostumbrada.

Vaqueros superajustados a unas piernas muy largas, camiseta azul escotada, sandalias. Un punto a su favor: no llevaba el ombligo al aire. Y era evidente que no usaba sujetador. Tampoco se había puesto ni sombra de maquillaje; no hacía nada por mostrarse guapa. ¿Qué más habría podido hacer, por otra parte?

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