Ardores de agosto (17 page)

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Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Policial, Montalbano

Sudaron la gota gorda y tardaron media hora larga en encontrar el cuestionario. Pero aquello no fue nada: sudaron todavía más para cumplimentarlo.

Cuando terminaron, ya era más de la una. Fazio se despidió y se fue.

—¡Catarella!

—¡Aquí estoy!

—Hazme una fotocopia de estas cuatro páginas. Después, si por casualidad llama alguien de parte del jefe superior preguntando por un cuestionario, envíale la fotocopia que has hecho. ¡Pero que sea la fotocopia, por lo que más quieras!

—Pierda cuidado,
dottori
.

—Ve por la ropa que has puesto a secar y tráemela. Después ve a abrir la puerta de mi coche.

Se desnudó en el cuarto de baño y tuvo la impresión de que su piel apestaba. Sería por culpa de la maldita búsqueda del cuestionario. Se lavó como mejor pudo, se cambió, le entregó la ropa sudada a Catarella para que la tendiera en el patio y se dirigió al despacho de Augello. Sabía que Mimì guardaba en un cajón un frasquito de perfume. Lo encontró. Se llamaba Irresistibile. Quitó el tapón, pensando que disponía de cuentagotas, pero resultó que al final se derramó medio frasco sobre la camisa y los pantalones. Y ahora ¿qué hacer? ¿Volver a ponerse la ropa sucia? No; quizá el perfume se evaporara al aire libre. Después le entró una duda: ¿convendría llevar consigo el ventilador portátil o no? Decidió que no. Haría el ridículo en presencia de Adriana, dándose aire con el pequeño ventilador y perfumado como una puta.

A pesar de haber mandado a Catarella que abriera la puerta, subir al coche fue como entrar en un horno. Pero no se sentía con ánimos para ir a pie hasta Enzo y, además, ya se estaba retrasando.

* * *

Delante de la
trattoria
cerrada, bajo un sol que partía las piedras, estaba Adriana al lado de un Fiat Punto. Montalbano había olvidado que Enzo celebraba el 15 de agosto cerrando la
trattoria
.

—Sígame —le dijo a la chica.

Cerca del bar de Marinella había una
trattoria
en que jamás había entrado, pero las mesitas al aire libre siempre estaban a la sombra, protegidas por un emparrado muy espeso. Llegaron en diez minutos. A pesar de ser día festivo, no había mucha gente y pudieron sentarse a una mesita un poco apartada de las demás.

—¿Se ha cambiado y perfumado por mí? —preguntó Adriana con picardía.

—No; por mí. Y en cuanto al perfume, es que se me ha derramado encima el frasquito —contestó él en tono abatido.

Quizá habría sido mejor dejarse encima el pestazo a sudor.

Permanecieron en silencio hasta que apareció el camarero y empezó a recitar su letanía.

—Tenemos espaguetis con tomate, espaguetis a la tinta de jibia, espaguetis con erizos, espaguetis con almejas, espaguetis…

—Para mí con almejas —lo interrumpió Montalbano—. ¿Y para usted, Adriana?

—Con erizos.

El camarero dio comienzo a una segunda letanía.

—Y de segundo tenemos salmonetes a la sal, dorada al horno, lubina con salsita, rodaballo a la brasa…

—Díganoslo después —lo cortó Montalbano.

El camarero pareció ofenderse. Regresó al poco rato con los cubiertos, las copas, el agua y el vino: blanco y helado.

—¿Quiere? —le preguntó Montalbano a la joven.

—Sí.

Le llenó la copa hasta la mitad e hizo lo mismo con la suya.

—Muy bueno —dijo ella.

—La verdad, ya no recuerdo dónde nos habíamos quedado.

—Me había preguntado si Spitaleri y Rina habían vuelto a verse otras veces y yo le había contestado que sí.

—Ah, sí. ¿Qué le dijo su hermana?

—Que Spitaleri, a partir de lo de Ralf, la agobiaba un poco.

—¿En qué sentido?

—Tenía la impresión de que la espiaba. Se tropezaba con él demasiado a menudo. Por ejemplo, si iba al pueblo en el autocar de línea, a la hora de la vuelta aparecía Spitaleri y se ofrecía para llevarla. Eso hasta una semana antes.

—¿Antes de qué?

—Del doce de octubre.

—¿Y Rina dejaba que la acompañara?

—Algunas veces.

—¿Spitaleri siempre se comportaba bien?

—Sí.

—¿Y qué ocurrió una semana antes de la desaparición de su hermana?

—Una cosa desagradable. Ya había oscurecido y Rina aceptó la invitación. Pero nada más entrar en el caminito de Pizzo, a la altura de la casucha donde vivía aquel campesino que después fue detenido, Spitaleri paró el coche y empezó a manosearla. Así, de repente, según me dijo Rina.

—¿Y qué hizo su hermana?

—Pegó tal grito que el campesino salió alarmado de la casucha; Rina aprovechó para refugiarse en su casa y Spitaleri tuvo que irse.

—¿Cómo regresó Rina a casa?

—A pie. El campesino la acompañó.

—¿Dice que lo detuvieron?

—Sí, pobre hombre. Cuando se iniciaron las investigaciones, la policía también estuvo en la casucha. Y, por desgracia, encontraron debajo de un mueble un pendiente de mi hermana. Rina pensaba que se le había caído en el coche de Spitaleri y, en cambio, lo había perdido allí. Entonces yo decidí contar lo ocurrido con Spitaleri. Pero no hubo manera, ya sabe usted cómo es la policía.

—Sí, lo sé.

—Al pobre hombre lo acosaron varios meses.

—¿Sabe si interrogaron a Spitaleri?

—Pues claro. Pero él explicó que la mañana del doce estaba de viaje con destino a Bangkok. No podía haber sido él.

Llegó el camarero con los espaguetis.

Adriana se llevó a la boca el primer bocado, lo saboreó y dijo:

—Están buenos. ¿Quiere probar?

—¿Por qué no?

Montalbano alargó la mano con el tenedor y enrolló unos espaguetis. No podían compararse con los de Enzo, pero eran aceptables.

—Pruebe los míos.

Adriana hizo como Montalbano y los probó.

No volvieron a hablar hasta que terminaron. De vez en cuando se miraban y sonreían.

Había sucedido una cosa muy rara. Puede que el gesto de introducir el propio tenedor en el plato del otro hubiera establecido entre ellos una especie de confianza, de intimidad que antes no había.

Catorce

Ya hacía un ratito que habían terminado de comer, pero no hablaban; estaban bebiendo un
limoncello
digestivo y ahora Montalbano se sentía observado por Adriana, tal como había hecho él con ella en la comisaría.

Para conservar una actitud de cierta seriedad, porque era muy difícil comportarse como si nada teniendo encima aquellos ojos del mismo color del mar, se encendió un cigarrillo.

—¿Me da uno, comisario?

Montalbano le ofreció la cajetilla, ella tomó un cigarrillo, se lo colocó entre los labios y se levantó a medias, inclinándose hacia delante para encenderlo con el mechero que él sujetaba.

«¡Sigue pensando que puede ser tu hija!», se ordenó el comisario.

Lo que estaba viendo debido a la posición de la muchacha hizo que empezara a darle vueltas la cabeza. Y debajo del bigote, la piel se le empapó de sudor.

Adriana no podía ignorar que, colocándose de esa manera, él se vería obligado a fisgar en su escote. Así pues, ¿por qué lo había hecho? ¿Para provocarlo? No parecía la clase de chica capaz de montar semejantes números.

¿O quizá lo había hecho pensando que, a aquellas alturas, él había llegado a una edad en que uno ya no miraba tanto a las mujeres? Sí, debía de ser eso.

No había tenido tiempo de hundirse en la melancolía cuando la joven, tras dar un par de caladas, apoyó repentinamente una mano en la suya.

Puesto que Adriana no daba para nada la impresión de tener calor y más bien se la veía tan fresca como la clásica rosa, el comisario se sorprendió al experimentar un contacto tan ardiente. ¿Era la suma de los dos calores, el suyo y el de ella, lo que aumentaba la temperatura? Y si no era eso, ¿a cuántos grados circulaba la sangre de aquella chica?

—La violaron, ¿verdad?

Era la pregunta que Montalbano esperaba de un momento a otro, temiéndola. Se había preparado una buena respuesta, pero ahora se le había ido por completo de la cabeza.

—No.

¿Por qué le dio aquella respuesta? ¿Para no ver apagarse de golpe la luz de la belleza?

—No me dice la verdad.

—Créame, Adriana, la autopsia estableció que…

—¿… era virgen?

—Sí.

—Peor.

—¿Por qué?

—Porque entonces la violencia fue todavía más terrible.

La presión de su mano, que ahora quemaba, se intensificó.

—¿Podemos tutearnos? —preguntó Adriana.

—Si quiere… si quieres…

—Querría confesarte una cosa.

Le soltó la mano, que de pronto se quedó fría, movió la silla para colocarla al lado de la de Montalbano y se sentó. Ahora podía hablar en voz baja, en susurros.

—Violada lo fue; estoy segura. Cuando estábamos en la comisaría, no he querido decirlo delante del otro oficial. Pero contigo es distinto.

—Has comentado que unos minutos antes de aquel dolor en la garganta habías sentido otra cosa.

—Sí. Una sensación de pánico absoluto y total. Una especie de angustia prácticamente existencial. Jamás me había ocurrido.

—Explícamelo mejor.

—De repente, de pie junto al armario, vi reflejada la imagen de mi hermana. Estaba trastornada, aterrorizada. Un instante después me sentí catapultada a una espantosa oscuridad total. Percibía a mi alrededor un ambiente sombrío, viscoso, sin aire, malévolo. Un lugar, mejor dicho, un no lugar en que cualquier horror, cualquier infamia era posible. Quería gritar, pero mi voz carecía de sonido, igual que en las pesadillas. Durante unos segundos me quedé ciega, me tambaleé en el vacío con los brazos extendidos hacia delante, me fallaban las piernas, apoyé las manos en la pared para no caer. Y fue entonces cuando…

Se detuvo; Montalbano no abrió la boca, no se movió. Sólo que ahora el sudor empezó a resbalarle por la frente.

—… fue entonces cuando me sentí robada.

—¿Cómo? —no pudo por menos que preguntar él.

—Robada a mí misma. Es difícil expresarlo con palabras. Con violencia, con brutalidad, alguien estaba poseyendo mi cuerpo separado de mí para ofenderlo, para humillarlo, para anularlo, para convertirlo en objeto, en una cosa… —La voz se le quebró.

—Ya basta —dijo Montalbano. Y le tomó las manos entre las suyas.

—¿Fue así?

—Creemos que sí.

Pero ¿cómo era posible que no llorara? Los ojos se le volvieron de un azul oscuro, la arruga junto a la boca se marcó más, pero no lloraba.

¿Qué era lo que le daba aquella fuerza, aquella dureza interior? Tal vez el haber tenido conocimiento de la muerte de Rina en el preciso instante en que ésta moría, mientras sus padres seguían esperando que estuviera viva.

Y a lo largo de todos aquellos años de dolor, el llanto, las lágrimas se habían transformado en una especie de masa sólida, en un grumo rocoso que ya no podía disolverse en un gesto de compasión hacia Rina y hacia sí misma.

—Has dicho que viste la imagen de tu hermana reflejada en el espejo. ¿Eso qué significa?

Adriana esbozó una leve sonrisa.

—Empezó como un juego cuando teníamos cinco años. Estábamos delante de un espejo y nos pusimos a hablar. Pero no directamente: cada una se dirigía a la imagen reflejada de la otra. Después seguimos haciéndolo también de mayores. Cuando teníamos algo serio o secreto que contarnos, nos situábamos delante de un espejo.

Y entonces apoyó un instante la cabeza en el hombro de Montalbano. Y él comprendió que no era para buscar consuelo, sino para aliviar el profundo cansancio que debía de experimentar tras haber hablado con un extraño acerca de algo tan íntimo y secreto.

A continuación la joven se levantó con gesto decidido y consultó el reloj.

—Ya son las tres y media. ¿Nos vamos?

—Como quieras.

Pero ¿no había dicho que podía estar fuera hasta las cinco?

Montalbano se levantó un poco decepcionado y el camarero se acercó con la cuenta.

—Pago yo —dijo Adriana, y sacó el dinero que guardaba en el bolsillo de los vaqueros.

Pero al llegar a la explanada donde habían aparcado, ella no hizo ademán de abrir la puerta de su coche. Montalbano la miró perplejo.

—Vamos con el tuyo.

—¿Adónde?

—Si me has comprendido, has comprendido también adónde quiero ir, no hace falta que te lo diga.

Pues claro que lo había comprendido. Lo había comprendido muy bien. Pero se estaba comportando como el soldado que no desea ir a la guerra.

—¿Te parece oportuno?

Ella no contestó y se quedó mirándolo.

Y entonces Montalbano llegó a la conclusión de que, al final, no sabría decirle que no. El soldado iría a la guerra, no había más remedio. Además, el sol le estaba machacando la cabeza, era imposible permanecer allí un solo minuto más, discutiendo al aire libre.

—Muy bien. Sube.

Subir al coche fue como tumbarse encima de una parrilla.

Montalbano echó de menos el pequeño ventilador y Adriana abrió todas las ventanillas.

Durante todo el trayecto ella permaneció con la cabeza recostada contra el respaldo y los ojos cerrados.

El comisario, en cambio, se sentía traspasado por una pregunta: ¿no estaría haciendo una bobada monumental? ¿Por qué había accedido? ¿Sólo porque en la explanada el calor no permitía discutir? Pero ésa era una excusa circunstancial. La verdad es que le encantaba ayudar a aquella chica que…

«… ¡puede ser tu hija!», lo interrumpió su conciencia.

«¡Tú no te entrometas! —replicó enfurecido—. Estaba pensando en una cosa muy distinta: esta pobre chica lleva encima, desde hace seis años, un peso enorme, la percepción exacta de lo que le ocurrió a su hermana, y ahora está encontrando la fuerza de hablar, de librarse de ello. Es justo ayudarla.»

«Eres un hipócrita peor que Tommaseo», dijo la voz de su conciencia.

En cuanto giró para enfilar el caminito de Pizzo, Adriana abrió los ojos. Cuando estaban a punto de pasar por delante de su casa, la joven dijo:

—Para.

No bajó; se quedó mirando desde la ventanilla.

—Desde entonces no hemos vuelto. Sé que papá envía de vez en cuando a una mujer para mantenerla limpia y ordenada, pero no hemos tenido el valor de venir en verano, tal como hacíamos antes. Ya podemos irnos.

Cuando Montalbano se detuvo delante del
chalet
, la muchacha ya estaba abriendo la puerta del vehículo.

—¿De veras tienes que hacerlo, Adriana?

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