Y después, suponiendo que Laurentano tuviera el valor de seguir adelante y suponiendo que un inconsciente compañero suyo lo enviara a juicio, durante el proceso, cualquier abogado habría desmontado la prueba en un abrir y cerrar de ojos. Pero ¿era precisamente porque la prueba carecía de importancia, a pesar de ser indudablemente una prueba, por lo que Spitaleri no sería condenado?
¿O
bien porque en la Italia actual, gracias a la aprobación de leyes cada vez más permisivas en favor del culpable, faltaba por encima de todo la firme voluntad de enviar a la cárcel al autor de un delito?
Pero ¿por qué había tenido, y seguía teniendo, tantas ganas de perjudicar al aparejador?
¿Porque había cometido un delito urbanístico? Anda ya, en tal caso habría tenido que tomarla con la mitad de los sicilianos, pues poco faltaba para que las obras ilegales superaran a las legales en la isla.
¿Porque había habido un muerto en una de sus obras?
Pero ¿cuántos presuntos accidentes laborales había que nada tenían de accidentes sino que eran auténticos crímenes por parte del empresario?
No; el motivo era otro.
Habían sido las palabras de Fazio, cuando le informó que a Spitaleri le gustaban las menores de edad y entonces él pensó que también debía de ser un turista sexual, las que le habían provocado aquella especie de violenta aversión.
No soportaba a esos personajes que se desplazaban en avión de un continente a otro para aprovecharse de la pobreza y la miseria material y moral de la manera más indigna.
Quien es así, aunque en su país viva en un palacio de lujo, aunque viaje en primera clase, se aloje en hoteles de diez estrellas y acuda a restaurantes donde un huevo frito cuesta cien mil euros, sigue siendo en su fuero interno un miserable, más miserable que el que roba las limosnas de una iglesia o la merienda de un chiquillo no por hambre, sino por el simple placer de hacerlo.
Y los hombres de esa calaña son ciertamente capaces de cometer las más repugnantes y abyectas acciones.
Al final, al cabo de unas dos horas, se le empezaron a cerrar los ojos. En el vaso quedaba el último dedo de whisky. Se lo bebió y se atragantó. Mientras tosía, recordó algo que le había dicho Lozupone.
Lo de que la autopsia había confirmado que el árabe había bebido mucho y que por eso se había caído.
Pero se podía formular otra hipótesis: que el árabe no hubiera muerto de inmediato tras la caída. Se encontraba en estado agonizante y, por consiguiente, en condiciones de tragar. Y entonces Spitaleri, Dipasquale y Filiberto aprovecharon la ocasión para obligarlo a beber vino a lo bestia. Y después lo dejaron morir solo.
Fueron capaces de hacerlo y la idea debió de ocurrírsele al más audaz de ellos, Spitaleri. Y si la situación era la que se estaba imaginando, el derrotado no era sólo él, Montalbano, sino la propia justicia, mejor dicho, la idea misma de la justicia.
Pasó toda la noche sin pegar ojo. La rabia que tenía en el cuerpo duplicaba el calor. Sudó tanto que sobre las cuatro de la madrugada se levantó y cambió las sábanas. Pero todo fue inútil: al cabo de media hora estaban tan mojadas como las que acababa de retirar.
A las ocho ya no pudo permanecer tumbado. No aguantaba la impaciencia, los nervios, el calor.
Le acudió a la mente Livia, que en un barco en alta mar debía de estar pasándolo mucho mejor que él. Entonces la llamó al móvil. Una voz femenina le comunicó que el teléfono al que llamaba estaba apagado y que, si quería, podía probar a llamar más tarde.
¡Claro, a esa hora la señorita debía de estar durmiendo o ayudando a su querido primo Massimiliano a gobernar el barco! Experimentó un ataque de picor y empezó a rascarse hasta hacerse sangre.
Para remediarlo, bajó de la galería a la playa. La arena ya quemaba. Se dio un buen chapuzón; mar adentro el agua todavía estaba fresca. Pero el refrigerio fue muy breve: justo el tiempo de volver y ya estaba seco. «¿Por qué tengo que ir a la comisaría?», se preguntó.
No tenía muchas cosas que hacer, mejor dicho, no tenía ninguna. Tommaseo estaba ocupado con la rueda de prensa, Adriana tenía el entierro de su hermana, el jefe superior de policía quizá estaba demasiado ocupado examinando las respuestas a los cuestionarios que había enviado a las distintas comisarías. Y a él sólo le apetecía pasear sin rumbo fijo, pero fuera de casa.
—¿Catarella?
—A sus órdenes,
dottori
.
—Pásame a Fazio.
—Ahora mismo.
—¿Fazio? Esta mañana no voy a la comisaría.
—¿No se encuentra bien?
—Me encuentro perfectamente. Pero estoy convencido de que, si voy, me encontraré mal enseguida.
—Razón que le sobra,
dottore
. Aquí hace un calor que ahoga, nos falta el aire a todos.
—Iré por la tarde, sobre las seis.
—De acuerdo. Ah,
dottore
, ¿me presta su ventilador?
—Cuidado no me lo rompas.
Media hora después, en el camino de Pizzo, paró delante de la casucha del campesino. La puerta estaba abierta. Llamó.
—¡Ah de la casa!
A la ventana alta que había encima de la puerta se asomó el hombre a quien Gallo había roto una tinaja con el coche. Por la manera en que lo miró, Montalbano comprendió que no lo reconocía.
—¿Qué quiere? —preguntó el campesino.
Como le dijese que era policía, igual no lo dejaba entrar.
Acudieron en su ayuda las desangeladas voces de unas cuantas gallinas, procedentes del fondo de la casa. Probó a adivinar.
—¿Tiene huevos frescos?
—¿Cuántos quiere?
No debía de ser un gallinero muy grande.
—Con media docena me arreglo.
—Entre.
Montalbano lo hizo.
Un cuarto vacío que debía de servir para todo. Una mesa, dos sillas, un aparador. Junto a una pared, un hornillo de gas con la bombona, y a su lado una repisa de mármol con unos cubiertos, vasos y platos, una sartén, una olla… utensilios baratos desgastados por el uso y el tiempo. En una pared colgaba un fusil de caza.
El campesino apareció por una escalera de madera que debía de llevar a la habitación de arriba, que sería el dormitorio.
—Voy a buscárselos.
Salió. El comisario se sentó en una silla.
El hombre regresó con tres huevos en cada mano. Avanzó dos pasos en dirección a la mesita y se detuvo en seco, mirando fijamente a Montalbano. Se le demudó la cara.
—¿Qué le pasa? —preguntó el comisario levantándose.
—¡Aaaaah! —rugió el campesino.
Y le arrojó a la cabeza los tres huevos que tenía en la mano derecha. Pese a haber sido pillado por sorpresa, Montalbano consiguió esquivar dos mientras que el tercero le dio en el hombro izquierdo y le chorreó por la camisa.
—¡Ahora te conozco, policía asqueroso!
—Pero oiga…
—¿Todavía con la misma historia? ¡¿Todavía?!
—Pero yo sólo he venido para…
Los otros huevos le dieron uno en la frente y dos en el pecho.
Montalbano se quedó ciego. Se llevó el pañuelo a los ojos para limpiárselos, y cuando estuvo en condiciones de ver de nuevo entre los pegajosos párpados, descubrió que el campesino lo estaba apuntando directamente con el fusil de caza.
—¡Fuera de mi casa, policía de mierda!
Montalbano salió corriendo.
¡Sus compañeros se las habrían hecho pasar moradas a aquel desgraciado! Las manchas de la camisa eran tan grandes que por delante la prenda parecía de un color y por detrás de otro. Tuvo que regresar a Marinella para cambiarse. Y allí encontró a Adelina, fregando el suelo.
—
Dutturi
, ¿con huevos le han dado?
—Sí, un pobre hombre. Voy a cambiarme.
Se lavó con el agua caliente que salía de la cañería y se puso una camisa limpia.
—Me marcho, Adelì.
—Dottori
, li quería decir que mañana no podré vinir.
—¿Por qué?
—Voy a ver a mi hijo mayor, que istá en la cárcel de Montelusa.
—¿Y el pequeño?
—Ése también istá en la cárcel, pero en Palermu.
Adelina tenía dos hijos, ambos delincuentes que se pasaban la vida entrando y saliendo de la cárcel.
Montalbano también los había puesto a la sombra algunas veces. Pero los chicos siempre le habían mostrado aprecio. Incluso era padrino del hijo de uno de ellos.
—Dale recuerdos.
—De su parte. Li quería decir que, como no vengo, li prepararé más cosas para comer.
—Hazme cosas frías, que así duran más.
Regresó a Pizzo, esta vez con el bañador.
* * *
Pasó a gran velocidad por delante de la casucha del campesino, temiendo que éste le pegara un tiro, pasó por delante de la casa de Adriana, que tenía la puerta y las ventanas cerradas, y llegó al
chalet
.
Como tenía la llave, entró, se quitó la ropa, se puso el traje de baño, salió, bajó por la escalera de piedra y llegó a la playa. A esa hora había muy pocos bañistas, en su mayoría extranjeros. Los sicilianos, pasado el 15 de agosto, consideran terminada la temporada estival aunque haga más calor que antes.
De la primera vez que se bañó en aquellas aguas cuando estuvo allí con Callara, le había quedado el recuerdo de una sensación de placer y limpieza. Se adentró en el mar y comenzó a nadar. Permaneció en el agua hasta que se le arrugaron los dedos, señal de que era hora de salir.
Tenía intención de ducharse con agua fría y regresar a Marinella para comerse la exquisitez preparada por Adelina.
Pero la subida por la escalera bajo un sol de justicia lo debilitó y le hizo perder las fuerzas. Nada más entrar en el
chalet
, fue a tumbarse en la cama de matrimonio.
Eran las dos y media cuando se tumbó y eran casi las cinco cuando despertó. El colchón conservaba incluso el perfil de su cuerpo desnudo, un perfil húmedo.
Permaneció tanto rato bajo la ducha que gastó toda el agua del depósito, pero aquélla no era su casa, estaba deshabitada y podía permitírselo sin sentir remordimientos.
Cuando salió para irse a la comisaría, descubrió que delante del
chalet
había otro automóvil que ya le parecía haber visto en otro sitio, aunque no recordaba dónde. No había gente por los alrededores. A lo mejor habían bajado a la playa.
Después observó que en la toma de corriente situada junto a la puerta, alguien había enchufado un cable que doblaba la esquina de la casa. Seguramente para proporcionar luz al piso ilegal.
¿Quiénes podían ser? Los de la Científica seguro que no. Entonces tuvo la sospecha de que algún periodista había ido a escondidas a fotografiar el «lugar del atroz delito», y se sintió dominado por un arrebato de rabia.
Pero ¿cómo se atrevía aquella hiena?
Corrió al coche, sacó la pistola de la guantera y se la remetió en la cintura de los pantalones. El cable eléctrico, tras doblar la esquina de la casa, seguía a lo largo de la pared, pasaba por encima de los tablones y se perdía en el interior de la ventana del apartamento ilegal que servía de entrada.
Montalbano saltó en silencio por el alféizar y se encontró en el cuarto de baño pequeño. Asomando cautelosamente la cabeza, vio el salón iluminado.
¡Aquel cabrón seguro que estaba fotografiando el baúl donde se ocultaba el cadáver para conseguir una exclusiva!
«¡La exclusiva te la voy a dar yo!», pensó el comisario. E hizo dos cosas simultáneamente.
La primera fue echar a correr hacia el salón, gritando:
—¡Manos arriba!
Y la segunda, sacar el revólver y efectuar un disparo al aire.
Pero ya fuera porque las habitaciones carecían de muebles y los ruidos retumbaban o porque todo el apartamento estaba revestido de
nylon
y éste no permitía la dispersión de los sonidos, el caso fue que el disparo sonó con un estruendo impresionante, casi tan fuerte como la explosión de una bomba.
El primero que se pegó un susto fue el propio Montalbano, quien tuvo la sensación de que el revólver le había estallado en la mano. Totalmente aturdido por el retumbo, irrumpió en el salón.
El aterrorizado fotógrafo había soltado la cámara y, temblando de pies a cabeza, se había arrodillado con las manos extendidas y la frente contra el suelo. Parecía un musulmán rezando.
—¡Queda detenido! ¡Soy el comisario Montalbano!
—Po… po… —pió el hombre alzando ligeramente la cabeza.
—¿Por qué? ¿Quiere saber por qué? ¡Porque ha roto los precintos para entrar aquí!
—Pero… es que no… pero… es que no…
—¡Pero es que no había ningún precinto! —dijo una trémula voz que no se sabía de dónde salía.
Montalbano miró alrededor y no vio a nadie.
—¿Quién ha hablado?
—Yo.
Y desde detrás de los marcos envueltos asomó la cabeza del señor Callara.
—Señor comisario, debe creernos: ¡no había ningún precinto! —repitió.
Y entonces Montalbano recordó que, en su prisa por seguir a Adriana, no había tenido tiempo de volver a colocarlos.
—Los habrá quitado algún gamberro —dijo.
En el salón, el calor de la bombilla de gran potencia se añadía al del aire, por lo cual allí no se podía ni hablar, la garganta enseguida se abrasaba.
—Salgamos de aquí.
Todos fueron al piso de arriba, bebieron unos grandes vasos de agua mineral y se sentaron en el salón con la puerta cristalera abierta de par en par.
—Por poco me da un ataque del susto que me he pegado —afirmó el hombre a quien Montalbano había confundido con un fotógrafo.
—A mí también —coincidió Callara—. ¡Cada vez que vengo a este maldito
chalet
me ocurre algo!
—Soy el aparejador Palladino —se presentó el hombre de la cámara.
—Pero ¿qué han venido a hacer aquí?
Tomó la palabra Callara.
—Comisario, como falta poco para que venza la moratoria para la regularización y puesto que precisamente esta mañana he recibido por medio de un servicio de mensajería los papeles de la señora Gudrun, le he pedido al aparejador Palladino que empezara a hacer todo lo necesario…
—… y lo primero es sin duda la documentación gráfica de la construcción ilegal —intervino Palladino—. Unas fotografías que habrá que adjuntar a las planimetrías.
—¿Ha terminado de hacerlas?
—Me faltan todavía tres o cuatro del salón.
—Pues vamos.
Montalbano salió con ellos y los acompañó hasta la ventana, pero no entró. En su lugar, se detuvo a recoger las cintas y los precintos, que habían ido a parar debajo de los dos tablones, y los dejó a un lado.