Ardores de agosto (24 page)

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Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Policial, Montalbano


Dottore
, piénselo bien antes de decir definitivamente que sí.

—Siéntate —le dijo Adriana a Montalbano cuando lo vio regresar.

—Estoy un poco cansado.

Algo había cambiado y ella lo comprendió.

En su lecho solitario, con la sábana empapada de sudor, Montalbano pasó una noche infame, sintiéndose a ratos un cabrón y a ratos exactamente igual que san Luis Gonzaga o san Alfonso María de Ligorio; bueno, uno de ésos.

La primera llamada de Adriana la recibió en la comisaría a las cinco de la tarde del día siguiente.

—Callara me ha dado las llaves. Está entusiasmado con la idea de vender enseguida. Debe de ser muy tacaño porque, al decirle que nosotros correríamos con todos los gastos de la regularización, poco ha faltado para que hiciera una reverencia hasta el suelo.

—¿Te ha hablado de Spitaleri?

—Hasta me ha enseñado el contrato suscrito con Speciale. También me ha dado el número del móvil de Spitaleri.

—¿Lo has llamado?

—Sí. He hablado directamente con él. Nos hemos citado para mañana a las siete de la tarde. ¿Y nosotros cómo quedamos?

—Nos vemos en el
chalet
sobre las cinco, así nos da tiempo a organizarlo todo.

La segunda llamada la recibió, en cambio, en Marinella, cuando ya eran las diez de la noche.

—Acaba de llegar la enfermera. Se quedará toda la noche aquí. ¿Puedo ir a verte a tu casa?

¿Qué significaba aquello? ¿Que quería pasar la noche con él en Marinella? ¿Estaba de guasa? Ya no podría volver a interpretar el papel de san Antonio tentado por el demonio.

—Es que, verás, Adriana, yo no…

—Estoy muy nerviosa y necesito compañía.

—Te comprendo muy bien, pero yo también estoy nervioso.

—Sólo iría para darme un chapuzón nocturno. Venga.

—¿Por qué no te vas a dormir? Mañana será un día muy duro.

Risita de ella.

—Tranquilo, me llevo el traje de baño.

—Pues vale.

¿Por que había accedido? ¿Por cansancio? ¿Por culpa del calor que anulaba la voluntad? ¿O simplemente porque le apetecía, y mucho, volver a verla?

La chica nadaba como un delfín. Y Montalbano experimentó un nuevo placer que lo embriagaba, sintiendo aquel cuerpo joven al lado del suyo, haciendo exactamente los mismos movimientos, como si ambos estuvieran acostumbrados desde hacía mucho tiempo a nadar juntos.

Por si fuera poco, Adriana tenía una resistencia tan grande que habría podido llegar hasta Malta. En determinado momento, Montalbano ya no pudo más y se puso a hacer el muerto. Ella volvió atrás y se quedó flotando a su lado.

—¿Dónde aprendiste a nadar?

—De pequeña recibí muchas lecciones. Cuando estoy aquí en verano me paso todo el día en el agua. En Palermo voy a la piscina dos días a la semana.

—¿Practicas mucho deporte?

—Voy al gimnasio. Y también sé disparar.

—No me digas.

—Sí, tuve un… bueno, digamos un novio que era casi un maniático. Me llevaba a un polígono.

Una ligerísima punzada. No de celos, sino de envidia hacia aquel muchacho ex digamos novio que había podido disfrutar de ella sin problemas a una edad adecuada.

—¿Volvemos? —dijo Adriana.

Regresaron tomándoselo con calma. Ninguno de los dos deseaba acabar con aquella especie de magia de sus cuerpos, que no podían verse en la oscuridad de la noche y que por esa razón se percibían más intensamente a través de la respiración y de algún contacto ocasional.

Y fue a pocos metros de la orilla, donde el agua llegaba a la cintura, cuando Adriana, que caminaba cogida de la mano de Montalbano, tropezó con una especie de tenaza de hierro que algún hijo de puta había arrojado al mar y cayó hacia delante. Montalbano la sujetó instintivamente, pero, quizá porque había perdido el equilibrio, acabó cayendo encima de ella.

Emergieron entrelazados casi como en una lucha, respirando afanosamente como si se hubieran pasado largo rato conteniendo la respiración. Adriana volvió a resbalar y ambos cayeron de nuevo abrazados bajo el agua. Salieron a la superficie más fuertemente enlazados que antes y después se ahogaron definitivamente en otro mar.

Cuando, mucho más tarde, Adriana se fue, empezó para Montalbano otra noche asquerosa, dando vueltas y más vueltas de un lado para otro en medio del ardor que lo dominaba.

El calor, naturalmente. La sensación de culpa, con toda seguridad. Un poquito de vergüenza también. Cierto desprecio por sí mismo. Y pongámosle también una pizca de remordimiento. Pero, sobre todo, una tristeza muy grande por culpa de una pregunta que lo había pillado a traición: si no tuviera cincuenta y cinco años, ¿habría sabido decir que no? ¿No a Adriana, sino a él mismo? Y la respuesta sólo podía ser una: sí, habría sabido decir que no. Por otra parte, ya había ocurrido antes.

Pues entonces, ¿por qué has cedido a esa parte de ti mismo que siempre habías conseguido mantener en su sitio?

Porque ya no soy tan fuerte como antes. Y lo sabía.

Por tanto, ¿ha sido precisamente la conciencia de tu inminente vejez la que te ha hecho débil en presencia de la juventud y la belleza de Adriana?

Y también esa vez la amarga respuesta fue sí.


Dottori
, ¿quí li ha pasado?

—¿Por qué?

—¡Tiene una cara! ¿Si incuentra mal?

—No he dormido, Catarè. Envíame a Fazio.

Fazio tampoco tenía muy buena cara.

—Dottore
, esta noche no he pegado ojo. ¿Está seguro de lo que vamos a hacer?

—No estoy seguro de nada. Pero es lo único que nos queda.

Fazio extendió los brazos con impotencia.

—Pon ya desde ahora a alguien que monte guardia en el
chalet
. No querría que algún imbécil entrara en el apartamento ilegal y se fuera todo al carajo. Que se vaya a las cinco porque, a esa hora, nosotros ya estaremos allí. Que te hagan un alargador eléctrico de unos veinte metros con una base de tres enchufes. Compra tres lámparas de garaje, de esas que llevan la bombilla protegida por una rejilla.

—Sí, señor. Pero ¿para qué quiere todo ese material?

—Tomaremos la electricidad del enchufe que hay al lado de la puerta del
chalet
y la llevaremos hasta el apartamento ilegal, tal como hizo Callara cuando fue allí con el aparejador. Conectaremos a la base las tres lámparas de garaje, dos de las cuales irán al salón. Por lo menos, habrá un poco de luz.

—Pero con todo ese jaleo, ¿Spitaleri no se pondrá sobre aviso?

—Adriana puede decirle que se lo ha aconsejado Callara. ¿A quién te llevas?

—A Galluzzo.

No estuvo en condiciones de hacer nada, no aceptó ninguna llamada, no firmó ni un solo papel. Se quedó todo el rato con la cabeza casi pegada al ventilador portátil. A ratos acudían a su mente imágenes del chapuzón que se había dado la víspera con Adriana e inmediatamente las borraba. Quería concentrarse en lo que podría ocurrirle a Spitaleri, pero no lo lograba. Por si fuera poco, aquel día el calor del sol habría podido asar una lagartija. Era como fuegos artificiales en los que, al final, se disparan al cielo los cohetes más vistosos y estallan las tracas más fuertes: de esa misma manera, agosto en sus últimos días disparaba sus jornadas más ardientes y abrasadoras. Al cabo de no sabía cuánto rato, entró Fazio y le dijo que ya tenía todo el material.


Dottori
, fuera se muere uno de calor.

Acordaron reunirse a las cinco en el
chalet
. A Montalbano no le apetecía salir del despacho para ir a comer. Por otra parte, ni siquiera tenía apetito.

—Catarella, no me pases llamadas y no dejes que entre nadie en mi despacho.

Como la otra vez, cerró la puerta con llave, se quitó la ropa, orientó el pequeño ventilador portátil hacia el sillón que había acercado al escritorio y se sentó. Al poco rato se quedó dormido.

Despertó a las cuatro. Se dirigió al cuarto de baño, se desnudó, se lavó con un agua tan caliente que parecía orina, volvió a vestirse, salió, subió al coche y se fue a Pizzo.

* * *

Delante del
chalet
estaban aparcados los automóviles de Fazio y Adriana. Antes de bajar, abrió la guantera, sacó la pistola y se la introdujo en el bolsillo trasero de los pantalones.

Estaban todos en el salón. Adriana le sonrió y le dio la mano, esa vez helada, un alivio.

Formal, ¿quizá por la presencia de Galluzzo?

—Fazio, ¿has traído todo el material?

—Sí, señor
dottore
.

—Haced enseguida la conexión de la corriente.

Fazio y Galluzzo se retiraron. Antes de que llegaran a la puerta Adriana ya estaba abrazando a Montalbano.

—Te quiero todavía más.

Y lo besó. Él consiguió resistir y la apartó un poco.

—Adriana, trata de comprenderlo, he de tener la mente muy despejada.

Un poco decepcionada, la joven se fue a la terraza. Él corrió a la cocina; por suerte en el frigorífico había una botella de agua fría. Para evitar complicaciones, no se movió de allí. Al poco rato oyó que lo llamaba Galluzzo.


Dottore
, ¿quiere venir a ver?

Montalbano salió a la terraza.

—Ven conmigo —le dijo a Adriana.

Fazio había instalado una lámpara justo en la parte exterior del cuarto de baño más pequeño y las otras dos en el salón. Pero la luz sólo servía para ver dónde ponía uno los pies; los rostros semejaban máscaras espantosas, los ojos desaparecían, las bocas eran agujeros oscuros, las sombras en la parte superior de las paredes eran gigantescas. La típica escenografía de una película de terror. Allí abajo se asfixiaba uno de calor, faltaba el aire, era como estar en el interior de un submarino hundido hacía años.

—Muy bien —dijo Montalbano—. Salgamos.

Y una vez fuera indicó:

—Hay que quitar estos coches de aquí delante. Sólo tiene que estar el de la señorita. Adriana, dame las llaves de tu casa.

Las tomó y se las entregó a Fazio. Después sacó las de su automóvil y se las dio a Galluzzo.

—Tú lleva el mío. Aparcadlos en la parte de atrás de la casa de la señorita para que no se vean desde la carretera. Después entrad en la casa y colocaos en dos ventanas distintas para ver cuándo llega Spitaleri. En cuanto aparezca, tú, Fazio, me avisas llamándome al móvil. ¿Está claro? Cuando Spitaleri baje al apartamento ilegal, vosotros ya tenéis que haber llegado aquí corriendo, y os situaréis de tal manera que, pase lo que pase, él no pueda escapar. ¿Está claro?

—Clarísimo —respondió Fazio.

Montalbano y Adriana pasaron media hora abrazados en el sofá sin decir palabra. No porque no tuvieran nada que decirse, sino porque pensaban que era mejor así. En determinado momento, el comisario consultó el reloj.

—Faltan diez minutos. Quizá sea mejor que bajemos.

Adriana cogió el bolso en que llevaba los documentos del
chalet
y se lo colgó del hombro.

Cuando estuvieron en el salón, Montalbano fue a probar cómo se ocultaría detrás de los marcos. Había poco espacio, pues estaban demasiado pegados a la pared. Sudando y soltando maldiciones, los desplazó inclinándolos un poco más. Probó otra vez y ya entraba mejor, podía moverse sin dificultad.

—¿Se me ve? —le preguntó a Adriana.

No hubo respuesta. Montalbano asomó la cabeza y vio a la chica en el centro del salón, tambaleándose adelante y atrás. Comprendió que en el último momento le había dado un ataque de pánico. Se le acercó a toda prisa y ella lo abrazó temblando.

—Tengo miedo, mucho miedo.

Estaba trastornada. Montalbano se dijo a sí mismo que era un imbécil, no se le había ocurrido hasta qué extremo influiría en los nervios de la joven el hecho de estar allí dentro.

—Dejémoslo correr y vámonos.

—No —contestó ella—. Espera. —Estaba haciendo un enorme esfuerzo por dominarse, y se veía—. Dame… dame tu pistola.

—¿Para qué?

—La guardo yo. Me sentiré más segura. La pongo aquí en el bolso.

Montalbano sacó el arma pero no se la dio, indeciso.

—Adriana, comprende que…

Y en ese momento oyeron muy cerca la voz de Spitaleri:

—Señorita Morreale, ¿está aquí?

Debía de estar llamando desde la ventana del cuarto de baño más pequeño. ¿Cómo era posible que el móvil no hubiera sonado? ¿Allí abajo no había cobertura? Con un rápido gesto, Adriana le arrebató la pistola a Montalbano y se la guardó en el bolso.

—Estoy aquí, señor Spitaleri —dijo repentinamente calmada, con una voz que parecía casi jovial.

Montalbano apenas tuvo tiempo de esconderse. Oyó las pisadas del aparejador entrando en el salón. Y una vez más la voz de Adriana, pero distinta, cantarina, como la de la adolescente que había sido:

—Ven, Michele.

¿Cómo se las había arreglado para averiguar el nombre de pila de Spitaleri? ¿Lo habría leído en los documentos que le había entregado Callara? ¿Y por qué le hablaba de tú?

Y después, silencio. ¿Qué estaba ocurriendo? De pronto oyó una risita, pero quebrada, como formada por una serie de fragmentos de cristal que cayeran al suelo. ¿Era Adriana quien reía de aquella manera? Y a continuación, finalmente, la voz de Spitaleri:

—Tú… tú no eres…

—Quieres volver a probar conmigo, ¿eh? Prueba, Michele. Mira. ¿Cómo me ves?

Oyó un ruido como de ropa desgarrada. Virgen Santa, pero ¿qué estaba haciendo Adriana? Y entonces se oyó el grito de Spitaleri.

—¡Es que yo te mato a ti también! ¡Puta! ¡Eres una guarra peor que tu hermana!

Montalbano pegó un brinco y salió de su escondrijo. Adriana se había desgarrado la camiseta y tenía los pechos al aire. Spitaleri sujetaba un cuchillo y se estaba acercando a ella. Caminaba con rigidez, como una marioneta mecánica.

—¡Quieto! —ordenó el comisario.

Pero Spitaleri ni siquiera lo oyó y dio otro paso. Entonces Adriana efectuó un disparo. Sólo uno. Al corazón, tal como había aprendido a hacer en el polígono de tiro. Mientras Spitaleri se desplomaba sobre el baúl, Montalbano corrió hasta Adriana y le arrebató el arma. Ambos se miraron, muy cerca el uno del otro. Y entonces el comisario, sintiendo que la tierra se hundía bajo sus pies, lo comprendió.

Fazio y Galluzzo entraron corriendo con las armas en la mano y se detuvieron en seco.

—Lo ha intentado también con ella —dijo Montalbano mientras Adriana trataba de cubrirse el pecho con la camiseta rasgada—. Y he tenido que disparar. Mirad, aún tiene el cuchillo en la mano.

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