Aretes de Esparta (25 page)

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Authors: Lluís Prats

Tags: #Histórica

»Nunca quise que me relataran la escena, pues lo que hizo el tío Alexias se debió sin duda más a la locura que a la razón. Por eso, cuando se deshizo de los cuerpos de los dos espartanos y regresó a su lado, Taigeto se amedrentó. Sin embargo, Alexias le cogió del suelo con sumo cuidado, le libró de las ataduras y le lavó las heridas en el río.

—¿Y el tío Taigeto? —me preguntó Ctimene asombrada.

—No estaba malherido —le conté—, sólo tenía algunos golpes y heridas superficiales que su hermano examinó con ternura. Luego los dos se miraron a los ojos, se abrazaron y Taigeto escapó a los montes. Alexias se lavó la sangre ajena en el río y regresó a su
Systia
. Tu tío Taigeto jamás se había aventurado a ir más allá de los pastos donde pacía el ganado. No tenía a quien acudir ni a dónde ir, así que no se le ocurrió nada mejor que viajar al norte para buscar al padre a quien no había visto en su vida. Era más curioso que el propio abuelo Laertes.

Ctímene dejó de agujerear la tierra, vino a sentarse de nuevo en el banco junto a mí y me cogió de la mano. Estaba segura de que sabía perfectamente lo dolorosos que me resultaban esos recuerdos. Le acaricié esos delicados rizos, que deben traer locos a la mitad de los chicos de la palestra, y proseguí:

—Yo supe por Alexias que Taigeto había huido al norte y esperé confiando en los dioses. Regresó un mes y medio después de que finalizara la
Kripteia
, una tarde que yo estaba sola en casa, porque Pelea y Neante estaban con sus familias. Había despachado con Menante los asuntos de la finca y me había sentado a bordar un mantel cerca del fuego cuando llamó a la puerta. Venía agotado y hambriento, pero muy sereno y con los ojos llenos de vida. Nos abrazamos, pero le hice entrar en casa de inmediato. Me dijo que tenía que hablar conmigo de un asunto muy delicado, pero no quise que dijera nada hasta que hubiera comido. Le senté a la mesa poniendo frente a él una jarra de vino, quesos, nueces y le calenté un guiso de legumbres que había sobrado porque no tenía tiempo de cocinarle nada más. Sin embargo, él me hizo sentar cerca del fuego para cogerme las dos manos con fuerza. Su mirada era ardorosa y su corazón debía palpitar como el de un caballo al galope cuando me dijo:

—Le he encontrado.

Mi corazón dio un vuelco y me puse en pie de un salto. Al principio no quise creerle porque me parecía imposible. Sin embargo, sus ojos, claros y diáfanos, no mentían. Le acaricié los cabellos mientras le decía que me lo contara todo. Hacía ocho años que no sabíamos nada de padre, desde aquel desgraciado día que había marchado de Esparta con la panoplia completa: su escudo, su capa escarlata, su casco de bronce con la cresta de cerdas rojas que llevan los capitanes, su espada y un zurrón con lo elemental para el viaje que emprendía a ninguna parte.

Capítulo 25

484 a.C.

Taigeto me contó que, tras cruzar Tegea, Corinto y Eleusis —donde se celebran los sagrados misterios en honor a Deméter— llegó a Platea. Esta es una pequeña ciudad beocia aliada de Atenas, cercana a Tebas y bañada por el río Asopo, el de los altos juncos. Por lo que averiguó, los platenses habían enviado a cien hoplitas a Maratón al mando del extranjero que les había adiestrado.

Después de mucho preguntar, los habitantes de la ciudad le indicaron una taberna pegada a la puerta del amanecer donde solían reunirse los soldados tras los ejercicios en el campo. El lugar estaba pegado a las murallas de la ciudad y era oscuro, olía a vino rancio y a guiso quemado, estaba lleno de humo, de gritos y de risotadas. Entre la multitud de hombres que bebían en las toscas mesas, encontró a un hombre de mirada profunda que bebía solo en un rincón. Su espesa cabellera era del color del monte nevado, sus ojos estaban circundados por docenas de arruguitas y su mirada estaba ausente. Taigeto preguntó a los soldados y, tras obtener la respuesta que esperaba, fue directo a esa mesa. Se sentó frente al hombre solitario y esperó en silencio. El capitán le dijo malhumorado que se buscara otro lugar. Pero el tío Taigeto no se movió, sino que le siguió mirando con interés hasta que el hoplita se impacientó.

—¿Quién eres?

—Un ilota de Esparta.

El soldado le miró extrañado.

—Muy lejos de tu tierra estás —le dijo.

—Como tú —le respondió Taigeto con osadía.

El capitán platense le dirigió una mirada torva y chasqueó los dientes antes de responderle con amargura:

—Apártate y déjame beber.

Pero lo que hizo Taigeto fue abrirse el himatión para mostrar el amuleto de ónice que llevaba colgado del cuello. Al principio el hombre ni se inmutó y siguió bebiendo de su vaso en pequeños sorbos. Luego Taigeto cogió la piedra y le mostró al capitán platense la lambda que llevaba grabada en una de sus caras.

—Me lo dio mi hermana Aretes —le dijo—, de parte de mi padre.

Los ojos del hombre reaccionaron con estas palabras y pareció despertar de un sueño muy pesado. Su mirada acuosa saltó del vaso al amuleto, luego clavó los ojos en los de Taigeto y su barbilla mal rasurada empezó a temblar. Entonces, el guerrero platense se derrumbó, ocultó el rostro entre las manos, se agitó convulsamente y el vaso cayó al suelo. Taigeto supo que había encontrado al padre que nunca había visto y le rodeó sus hombros en un abrazo. El hombre no opuso resistencia mientras era abrazado como un niño que se despierta de una pesadilla. Se miraron el uno al otro mucho tiempo, mientras los soldados platenses vieron estupefactos sollozar a su capitán y abrazar al joven esclavo que había entrado en la taberna.

Durante los días que pasó con él, Taigeto devolvió a padre algo de la felicidad que todos esos años le habían arrebatado. Durante los largos paseos que realizaron una vez padre terminaba los ejercicios en la palestra, Taigeto le puso al corriente de lo que había sido de nuestras vidas desde que él hubiera sido víctima del ostracismo. De su boca supo del fallecimiento del abuelo y de los funerales que tuvo. De madre, Taigeto le dijo que se había repuesto poco y mal de las desgracias que habían sobrevenido a la familia. Su exilio y la muerte del abuelo la habían dejado postrada en cama, que había sido atendida con todo cuidado por Pelea, Neante y yo misma; que él mismo había acudido casi cada semana con la excusa de llevar quesos a la familia para reconfortarla hasta el día de su muerte.

De Polinices le contó que ya formaba parte del regimiento del
olivo silvestre
, una vez que se había graduado de la
Agogé
y que, además, formaba parte de la guardia personal de los trescientos de Leónidas desde hacía dos años. De Alexias, le dijo que era fuerte como un buey, intrépido y rápido como un corcel; que le quedaban aún dos años para graduarse, pero que prometía ser uno de los grandes guerreros de Esparta. Y de mí, que cuidaba de la casa y delos campos con el mismo amor que había puesto el abuelo en ellos.

Mis ojos se habían humedecido al recordar ese día en el que supe de mi padre tras tantos años sin tener noticias de él.

—Por lo que me contó mi hermano menor, deduje que pasaron juntos un par de semanas, compartieron ejercicios en la palestra, comieron juntos y padre estuvo acompañado al menos ese tiempo. A todos con los que se cruzaban por la calle, padre lo presentaba orgulloso como su hijo Taigeto de Esparta. Con él aprendió a combatir y, en unos pocos días, padre le convirtió en un buen guerrero. Por él supe que padre había empezado a beber demasiado para gozar del sopor inconsciente que provoca el vino. Se mecía en sus brazos como quien busca el amparo de un amigo. Sus hombres le respetaban a él y a sus silencios. Nadie le preguntaba ya. Para ellos era «el espartano», un hombre que se dedicaba a adiestrarles en el arte del combate desde hacía muchos años. Vivía sólo en un barrio marginal de la ciudad, tenía lo justo para comer y pasaba muchos ratos al sol o vagando por las calles cuando no estaba en la palestra dirigiendo los ejercicios. Pensaba mucho antes de hablar, como si le costara expresarse sobre otros asuntos que no fuera dar órdenes. Parecía un maldito, un hombre a quien la vida había desposeído de sentimientos. Pero era un buen oficial y a los platenses les bastaba eso. Cuando se despidieron, Taigeto se dio cuenta que padre no había probado la bebida y había rejuvenecido unos años.

Mi padre había perdido a su propio padre, a su mujer, a sus hijos, su ciudad y su honor. Supe lo que debió sentir años más tarde, puesto que cuando algo así te ocurre no terminas de creer que te lo han arrebatado todo, tu mente no quieren pensar en ello y huyes de la verdad porque no quieres enloquecer. Deseas volver atrás en el tiempo, crees que todo ha sido un sueño horroroso e intentas convencerte de que la vida seguirá su curso, que verás elevarse el sol cada mañana desde tu ventana. Pero no hay ventana, ni abrazos tiernos, ni guisos preparados por mano amiga, ni miradas de complicidad. Padre debió quedarse tullido de sentimientos y sin esperanza alguna hasta que la llegada del hijo a quien nunca había visto le hizo retornar a la vida. Aunque era un hombre fuerte, no hay ser humano capaz de resistir que le arrebaten su vida sin caer en un pozo de desesperación, en el que no hay asidero alguno.

La noche que Taigeto marcho a su aldea después de relatarme su estancia en Platea, pensé cómo debe sentirse un hombre solo en un país extranjero. La vida me ha enseñado que la tristeza es la única emoción que nos enseña lo que realmente nos importa. Esa noche pedí a Atenea, la diosa de ojos de lechuza, y al abuelo Laertes, donde estuviera, que me concedieran el don de volver a verle, que me estrechara de nuevo entre sus brazos aunque sólo fuera una vez más, que me dejaran oír de sus labios sonrientes que yo era su gacelilla de ojos de ternera.

Capítulo 26

482 a.C.

Cuando terminé el relato del encuentro entre Taigeto y mi padre, le pedí a Ctímene que fuera a sacar un poco de agua fresca del pozo pero que no se olvidara de rezar la plegaria a la ninfa que habita en ella. Una vez al año, cuando se acerca el verano, como me inculcó el abuelo, hay que hacer sacrificios a la Néyade. Por eso vierto leche y aceite por el brocal, pero nunca vino. Mi nieta trajo el agua, la bebimos calmadamente y seguimos un rato plantando los bulbos hasta que ella terminó y me miró atentamente.

—Cuéntame más cosas de ti, abuela —me dijo.

Dudé unos instantes, pero pensé que mi nieta podía aprovechar mi experiencia con el mundo de los hombres y conocer algo más acerca del nacimiento de su padre, Eurímaco. Así le expliqué que, desde que había cumplido quince años, mis pretendientes se habían volcado en recibir mis favores. Al interés que siempre había mostrado Prixias pronto se unieron el de Talos, Euxímenes, el hijo de Nearco, el mismo que había ordenado el apaleamiento de mi hermano Polinices en el roble, que se ensañó con Taigeto y a quien Alexias mató durante la Kripteia. Este Euxímenes era un joven arrogante y muy engreído que había repudiado a su joven esposa porque no se quedaba embarazada. A muchos les recibí y de algunos obtuve preciosos regalos. Pero a Euxímenes ni me digné a abrirle la puerta cuando vino a verme, o le ignoraba cuando intentaba hablarme en la plaza o durante las fiestas. Siempre pensé que tenía un corazón ruin y una lengua venenosa. No diré que me alegré cuando conocí su final, pero sí que no sentí pena por él.

En cuanto a los demás pretendientes, me sentía halagada por muchos de ellos y coqueteaba con algunos, a veces con una mirada, otras con un gesto de la mano o alguna palabra amable. Supongo que coquetear con los efebos es algo natural en nosotras, las mujeres. Pero poco me importaba que los muchachos dijeran de mí mil lindezas. Es bien sabido que a las mujeres siempre nos gustan, si nos las dicen de corazón y no sólo para que les abramos la puerta de nuestro jardín. Me hacían reír cuando me decían que mi cintura estaba hecha para bailar a la luz de la luna; o que mis manos habían nacido para acariciar y no para moverse rápidamente por el telar; o que mi piel era tan suave que una gota de aceite se deslizaría por ella como el agua por la hoja de un olmo joven; o que mi cabello caía como una cascada de agua cristalina y que era envidia de las ninfas y de la misma Afrodita. Con el paso de los años, he pensado que yo tenía ese comportamiento para irritar a Prixias y que mostrara así, si cabe, aún más interés por mí, porque la verdad es que mi corazón le era favorable.

He de reconocer aquí que, de todos los requiebros que recibí de joven, el que más me gustó fue el de Prixias cuando me dijo que olía a mujer enamorada y que quería ver y amar lo que yo veía y amaba a diario. No sabía mucho de poesía ni le gustaba la música, pero me parecía un muchacho sano y era honesto. Yo confiaba en poder enseñarle los rudimentos de la agricultura y convertirle en alguien que se pareciera en algo al abuelo Laertes. Una mujer necesita admirar al hombre que ama y yo admiraba en Prixias su rectitud, su profunda voz, sus ganas de aprender… Sé que me gustaba más que cualquier otro porque, cuando me hablaba, seguían temblándome las piernas y las mariposas revoloteaban en mi estómago.

Una tarde salí al patio y vi en el cielo dos águilas que se cortejaban mientras danzaban en círculos. Supe que eso era un buen augurio y que ese día ocurriría algo, porque Afrodita comunica de antemano a las mujeres cuándo un hombre se nos declarará. Por eso, cuando esa misma tarde Prixias vino a verme a casa al terminar los ejercicios en la palestra y me propuso dar un paseo por el campo, ya me había vestido con el peplos que me habían regalado cuando me convertí en mujer y había perfumado mi cabello con agua de mirtilo. Estaba preparada para lo que iba a suceder, aunque él no lo sabía.

—No soy especialmente maliciosa, Ctímene —le dije a mi nieta—. Pero he de confesarte que me divertí al ver cómo, al iniciar nuestro paseo por los campos, las manos de tu abuelo se retorcían nerviosas, su lengua se volvía torpe y mil gotas de sudor perlaban su frente.

Ctímene se rió y le conté que su abuelo y yo tomamos el senden > hacia la loma del alcornoque, a mitad de camino del Taigeto, la misma donde reposan mis seres queridos.

—¿Cómo se espera la cosecha este año, Aretes? —me dijo él de repente.

Lo miré sorprendida de que empezara a hablarme de esa forma y le repliqué:

—Muy buena, Prixias, se espera una buena cosecha de mijo y de trigo. Los dioses y las lluvias han sido generosos esta primavera.

P21 asintió en silencio muy ceremonioso y serio.

—Tenéis una buena tierra —prosiguió.

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