Aretes de Esparta

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Authors: Lluís Prats

Tags: #Histórica

 

Aretes, anciana lacedemonia, se dispone a recordar los acontecimientos que han marcado su vida. Será su voz, serena y apasionada, la que describa la azarosa historia de su familia —que contra su voluntad se verá envuelta en las intrigas de la época— y, a través de ella, la forma de pensar y vivir de los espartanos, sus leyes y sus costumbres, y revele los problemas internos y las traiciones en la ciudad, la creciente enemistad con Atenas y la destrucción del terremoto que asoló Esparta.

Será ella quien detalle los hechos que marcaron el futuro de su pueblo: la mítica batalla de las Termópilas y la posterior y definitiva batalla de Platea, en la que los persas fueron finalmente expulsados de Grecia.

Todo ello en un relato introspectivo, tierno y crítico a la vez, en el que se descubre una historia de amor y valor, de honor y pérdida. Una historia de los hombres más valerosos que hayan pisado la Tierra, inmortalizada por la memoria de una mujer.

Lluís Prats

Aretes de Esparta

ePUB v1.0

AlexAinhoa
09.07.12

Título original:
Aretes de Esparta

@Lluís Prats Martínez, 10/2010.

Editor original: AlexAinhoa (v1.0)

ePub base v2.0

Abandona ahora el amado Taigeto

Musa laconia, y ven con nosotros,

celebra al dios de Amiclas

y a Atenea, la del broncíneo santuario,

y a los valientes Tindáridas

que junto al Eurotas se divierten.

¡Ea!, toma más impulso,

¡oh!, ea, ve más ligera saltando,

para que cantemos a Esparta

a la que gustan los coros de los dioses,

y el movimiento rítmico de los pies,

cuando, como potrillas, las muchachas

junto al Eurotas

brincan repetidamente con sus pies levantando polvo,

y agitan sus cabellos como bacantes,

moviendo el tirso y saltando.

Lisístrata, de Aristófanes (vv.1296—1315)

Capítulo 1

432 a.C.

¡Oh Calíope, Clio, Erato y Euterpe, y musas todas que habitáis las moradas del Olimpo, que por vuestra belleza conseguís todo lo que os proponéis! ¡Y vosotras, Ninfas del Peloponeso! Tú, Hamadríabes, que cuidas de los árboles y tú, Napeas, que lo haces de las montañas y las cascadas. Y vosotras, las Nereidas del mar de anchos pastos, hijas del divino Océano; y tú, Epimélides, la que cuida de las ovejas. ¡Vosotras, hijas de Zeus el soberano, que bailáis en los claros del bosque junto a mi diosa Artemisa y que tejéis prendas púrpuras en sus cuevas mientras vigiláis amablemente el destino de los mortales! Otorgad a esta anciana la gracia de recordar y la fuerza para escribir lo que sus ojos marchitos han vivido. Si la obtengo, os prometo ofrecer un sacrificio memorable en vuestro Nimfeo de Esparta.

Me llamo Aretes y soy hija de Eurímaco y de Briseida, nieta de Laertes, lacedemonia o espartana, como queráis. Si mis cálculos no yerran, mis ojos han visto más de setenta primaveras, una edad más que respetable para los tiempos que me han tocado vivir. Si ahora me vierais no reconoceríais a la muchacha que fui. Ya no puedo ir andando a muchos sitios y preciso de un asno o una carreta para llegarme al mercado de la aldea o a sus templos para ofrendar a los dioses. Mis manos arrugadas no son lo precisas que fueron y la memoria inmediata me flaquea. No así los recuerdos de mi infancia y juventud, que tengo presentes como si hubieran sucedido esta mañana, porque cuando cierro los ojos aparecen en mi mente las imágenes de mi padre y mis hermanos bruñendo y engrasando sus armas, mi madre amasando el pan o nuestros ilotas segando la mies entre las ramas plateadas de los olivos agitadas por el Noto, el viento cálido que en verano remonta el cauce del Eurotas desde el mar.

No puedo ya valerme del todo por mí sola y mis manos tiemblan como una vieja rueca cansada de rodar, aunque lo hacen de modo casi imperceptible. Mi ojo derecho se ha cubierto de una tela fina y peligrosa como la de una araña. A veces, la niebla que lo mantiene en la penumbra se disipa, como la bruma desaparece de la cima de un monte alto, y entonces puedo escribir con pulso más o menos firme.

Sin embargo, aún conservo algo que me hizo una de las muchachas más esbeltas de mi tiempo. Mis ojos verdes todavía pueden chispear con malicia, pues conservo el don de ver más allá de las palabras y de leer los corazones. En mi juventud fui una mujer bella, o al menos eso decían. Lo digo sin pizca de engreimiento porque tuve admiradores, hermosos muchachos que me cortejaron y presentes dignos de una reina, como collares de cuentas, perfumes egipcios o vasijas de barro fenicio. La vida al aire libre y las continuas prácticas atléticas a las que la educación espartana obliga también a las mujeres, esculpieron en mí un cuerpo bello.

Dicen que las mujeres espartanas superamos en belleza a las demás de la Hélade. Nuestra diosa no es Afrodita como para el resto de las griegas, sino Artemisa cazadora, pues, desde pequeñas, moldeamos nuestras piernas, nuestra cintura o nuestros hombros en la palestra y en las carreras alrededor de los campos. Nuestro cabello claro luce a la luz de la lámpara no por las cremas o los cosméticos, sino por el lustre de nuestra salud. Nuestros ojos no se bajan ante la mirada de un hombre como hacen los ojos maquillados de las prostitutas de Corinto y nuestras piernas no se cuidan en el tocador con ceras o jugo de arándano, sino bajo el sol, en las carreras o en la pista atlética. Desde niñas nos inculcan que nuestra principal responsabilidad es criar niños fuertes que sean guerreros y héroes, defensores de la polis. Las espartanas somos mujeres bravas como yeguas, corredoras olímpicas. El entrenamiento produce en nosotras algo poderoso y lo sabemos. Otras ciudades producen monumentos o poesía entre otras artes. Esparta, en cambio, produce guerreros, y nosotras los parimos.

He de reconocer que siempre he sido algo tímida o reservada, aunque no pusilánime ni retraída, y mucho menos cobarde, que esta palabra no existe en el vocabulario de Esparta. Por eso, cuando el grupo de muchachas de mi edad nos cruzábamos con mi padre y su
homoi
o grupo de guerreros ejercitándose en la llanura, o nos veían correr con las piernas desnudas, entonces mi padre gritaba a sus compañeros «¡mirad mi gacela de ojos de ternera!», yo me sentía morir, enrojecía hasta la raíz del cabello al oír los comentarios procaces de los hombres. Por eso corría aún más deprisa, seguida de mis compañeras por el campo, cubierta de sudor y del polvo del camino. De esa forma no podían apreciar mi ondulado cabello del color del roble joven, ni los hoyuelos de mis mejillas, ni mi boca ancha y sonriente. Sólo se fijaban en las piernas o en los muslos de una muchacha, más parecida a una potrilla que a una mujer. Sin embargo, mi padre lo decía lleno de orgullo y, cuando por la tarde regresaba a casa serena, me pellizcaba como sólo él sabía hacer repitiéndomelo en la oreja: «¡Mi gacelilla de ojos de ternera!». Entonces yo ya no enrojecía. Allí me lanzaba a sus brazos y me lo comía a besos, porque ser la única hija de un padre otorga esos derechos. Mis hermanos pasaban gran parte del día en los campos, o en la palestra junto a los otros muchachos, y mi madre, como contaré, vivía ensimismada en su dolor. Demasiado a menudo estaba sumergida en su mundo de melancolía.

Soy vieja, he dicho. Por eso, mi nieta Ctímene escribe a ratos por mí. Hace semanas le propuse que se trasladara a vivir una temporada conmigo al campo y, al oírlo, le brillaron los ojos como dos monedas de plata ateniense. Abandonar la austera vida de su aldea de Limnai para venir unas semanas a nuestra granja en la falda del escarpado y hosco Taigeto la ha sacado de la rutina, de las pesadas labores domésticas y de algo peor, porque su madre, mi nuera Clitemnestra, se ha empeñado en que la corteje un guerrero mal parecido que ha perdido un ojo en una refriega contra la ciudad de Argos. Ella podrá elegir al guerrero que quiera, pero ya se sabe que a las muchachas no les gusta que los mayores les importunen demasiado con estos asuntos del corazón. Anteayer, mi hijo Eurímaco la acompañó en carro a la finca de la familia. Creo que a la muchacha le está sentando muy bien el cambio de aires.

Nuestra hacienda es, como todas, propiedad de la Polis, aunque hace ya más de cinco generaciones que la explotamos junto a nuestros ilotas. He escrito bien, sí. He dicho junto a nuestros ilotas. No nos aprovechamos de su trabajo, como hace la inmensa mayoría del pueblo espartano. Para nuestra familia, los ilotas no son esclavos. Esto es algo que mi abuelo Laertes nos inculcó desde que tuvimos uso de razón. Los ilotas son trabajadores. Por eso, desde niños, hemos procurado tratarlos como se merecen. No hemos trabajado junto a ellos recolectando la fruta o agitando las ramas de los olivos cuando llega la época de recoger la aceituna porque eso lo tenemos prohibido, pero sí que hemos procurado que en nuestra finca no faltara lo imprescindible para hacer su trabajo más llevadero.

Recuerdo que, cuando se convocaba la
Kripteia
y los crueles y rudos guerreros vagaban de noche por los campos para exterminar a los ilotas más fuertes, mi abuelo autorizaba a nuestro capataz, Menante, para que saliera corriendo a prevenirles. Así los hombres escapaban unos días a las montañas hasta que pasaba el peligro.

Desconozco si todos los pueblos de la Hélade son tan belicosos como el nuestro. No sé si en Micenas, Beocia o en las islas del Egeo, los hombres son tan rudos y avezados en la guerra como en Esparta. Desconozco si pasan el día recitando poesías o tañendo la lira bajo sus pórticos. Pero, en nuestra tierra, el escudo y la espada son reverenciados como dioses y la fuerza es el bien más preciado. Por ello, nuestros hombres son atletas y soldados, jamás han trabajado la tierra ni han sido artesanos. Estos trabajos menores están reservados a los ilotas o a los periecos, sometidos hace generaciones, y que conviven con nosotros.

La tradición dice que Amidas fue la última aldea que se agregó a Esparta y que fue cedida por los aqueos a Filonomos, quien la repobló con colonos de dos islitas del Egeo de las que no recuerdo el nombre, aunque los habitantes originales permanecieron en la ciudad. Antes de la primera guerra contra Mesenia, en tiempos de mi bisabuelo, nuestra aldea fue ocupada por el rey Teleclos de Esparta. Con el tiempo perdió su importancia, y sólo es recordada porque en ella tiene lugar el festival de las jacintias, que celebramos cada año en la aldea, o por la colosal estatua que se venera en el templo de Apolo.

Nuestra casa se encuentra unos cuarenta estadios al sur de las otras aldeas, junto al río Eurotas, a dos calles del camino del atardecer, junto a los pies de viejos robles y olivos que crecen en uno de los lindes del barranco. Antes de llegar a nuestro hogar, el viajero pasa frente a las casas de otros iguales, con sus chimeneas encendidas de las que sale un humo azulado que asciende al cielo igual que las columnitas del templo. Nuestro patío y nuestros terrenos están resguardados por una empalizada de troncos junto a la que crecen los jacintos y los arándanos. Junto a la puerta de piedra hay un álamo y, cerca de la casa, crece una higuera pequeña que da sombra a la mesa y a las sillas del patio.

Nuestra vivienda, fresca y sombreada, tiene dos pisos. En el bajo se abre un pequeño patio para banquetes, cuyas paredes encalamos cada año en primavera, y allí se distribuyen las habitaciones. Al fondo se encuentran la cocina y un pequeño almacén por el que se baja a la diminuta bodega, donde prensamos la uva y las aceitunas. También allí se curan los quesos de cabra que los ilotas manufacturan cada año en primavera, cuando nacen los cabritos.

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