Aretes de Esparta (5 page)

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Authors: Lluís Prats

Tags: #Histórica

Padre y el abuelo Laertes se pusieron a la cola. Delante de ellos estaba Policletes con su hijo recién nacido, y vieron a Anaxímenes y a Talos atravesar la gélida
stoa
con sus bebés en los brazos para ir a dar la buena noticia a sus casas.

Llegó el turno de mis hermanos Alexias y Taigeto, y padre los puso en manos de un anciano cubierto y de barba entrecana que resultó ser Atalante, el esposo de Laonte, el hombre más envidioso, reservado y desconfiado de la ciudad. No falto a la verdad si digo que era un hombre taciturno y cruel y que por ello formaba una pareja perfecta con Laonte, presumida, pretenciosa y desalmada. Atalante, pues, cogió a los dos bebés de los pies como si fueran conejos, los desnudó y ellos empezaron a llorar. Es lo que querían ver los ancianos: si tenían o no espíritu de guerrero, si serían capaces de cantar a pleno pulmón la elegía de Tirteo junto a sus hermanos.

Que cada uno siga firme sobre sus piernas abiertas,

Que fije en el suelo sus pies y se muerda el labio con los dientes.

Que cubra sus músculos y sus piernas, su pecho y sus hombros

Bajo el vientre de su vasto escudo.

Que su diestra empuñe su fuerte lanza

Que agite sobre su cabera el temible airón

El anciano se asombró del tamaño de Alexias. En cambio, hizo una mueca de desagrado al tomar a Taigeto y meneó la cabeza. Alguno de los ancianos, bien conocido del abuelo Laertes, dudó. Los otros, en cambio, también negaron con la cabeza.

—Está sano —les dijo el abuelo en un susurro. El hombre negó con la cabeza y pasó el bebé a otro de los ancianos, que también puso cara de desagrado.

—Está sano —repitió el abuelo Laertes con la mirada ardiente. —Este niño no tiene el peso adecuado —le sentenció Atalante, que hablaba poco y lentamente.

—Además —dijo otro de ellos—, habéis faltado a la ley de Licurgo. Los niños han de presentarse a la
Lesjé
de inmediato y, Laertes, la ley es igual para todos los espartanos. El abuelo insistió:

—Si le alimentamos bien su naturaleza se fortalecerá. Sus padres son fuertes.

Atalante miró al abuelo con cara bondadosa y añadió con la suavidad de la serpiente que se desliza entre los arbustos:

—Ten en cuenta, Laertes, que todo es en beneficio de la polis. La ciudad necesita guerreros bien dotados, que sean nuestras murallas. Y este niño es reprobado por el consejo. Sería una boca inútil para alimentar. Déjalo en el suelo junto a los demás, será abandonado en el monte esta noche.

El abuelo debió sentir que un escalofrío le recorría la espalda y padre intervino en ese momento para decir:

—Bien sé, Atalante, que las murallas de Esparta y el bronce de sus lanzas son sus jóvenes. Sin embargo, este hijo mío no es deforme ni está enfermo. Tan sólo es gemelo del otro y uno aprovechó lo que el otro no en el vientre materno.

—Sí ,las decisiones de la
Lesjé
no se discuten, Eurímaco —sentencio Atalante con una mueca.

El abuelo tenía una mano bajo el manto, junto a su espada, pero padre le retuvo con la tuerza de unas tenazas de hierro.

—Tenéis el corazón duro y agrietado como el cuero de una vieja sandalia —siseó el abuelo entre dientes.

—Ten paciencia —sentenció otro de los miembros de la
Lesjé—
, sé prudente y confía en los dioses.

—Pero, este niño… —rebatió el abuelo.

—¡Silencio, Laertes! —ordenó Atalante mientras fijaba en él sus fríos ojos de rana.

Sin embargo, los pensamientos del abuelo se habían tornado negros. Sus ojos destellaron llamas de furor que parecían de fuego, y maldijo a Atalante mientras le señalaba con saña:

—Que muy pronto seas precipitado en el Hades, seas carroña para los perros y las aves de rapiña. Que muy pronto vistas una túnica de piedra.

Luego agarró a Taigeto de las manos de Atalante, se arrebujó en su capa e hizo algo inesperado: tiró con rabia al niño al suelo envuelto en su mantita. El fardo cayó encima de los otros recién nacidos, que empezaron a gemir. Los presentes se quedaron estupefactos y murmuraron llenos de asombro. Sin esperar ninguna respuesta, el abuelo Laertes se dio la vuelta y se alejó de la
stoa
con grandes zancadas. Padre se quedó atónito al ver cómo se marchaba e hizo lo único que estaba autorizado a hacer, recogió a Alexias de las manos del anciano que lo sostenía y regresó a casa con él mientras Taigeto quedaba en el suelo, a los pies de la
Lesjé
, envuelto en su mantita junto a los demás, esperando la hora en que sería llevado al monte.

Siempre me he preguntado qué clase de hombres son aquellos que pueden subir de noche cerrada hacia el Taigeto cargando con esos pequeños fardos llenos de vida y abandonarlos a su suerte. Qué clase de seres son aquellos que condenan a ser carroña de las fieras a quienes podrían ser sus nietos. Esa noche, si tenían suerte, los niños serían despeñados. Si no, quedarían abandonados en la cima de alguna roca hasta que alguna bestia hambrienta les oliera.

Madre esperó a que regresaran con la puerta abierta. La luz de nuestro hogar iluminaba el camino por el que volvía padre con uno de los dos mellizos. Se miraron en silencio, él le alargó al niño, pero ella lo rechazó y regresó altiva a su habitación. Polinices y yo nos acercamos a padre para preguntar qué sucedía, pero él salió de inmediato a buscar al abuelo. Enseguida acuné a Alexias en su camita sin comprender qué había ocurrido.

Regresaron juntos cuando la aurora de rosados dedos tiñó el cielo. Llegaron a casa en silencio pero serenos, como si no hubiera ocurrido nada y la vida de la milicia y de las labores agrarias hubiera de seguir su curso. No supimos hasta mucho tiempo después dónde habían estado.

Las madres marcamos las estaciones y los años por los nacimientos de los hijos, el primer paso de uno, la primera palabra o el diente de otro. La vida de unos padres amorosos está marcada por estos momentos hogareños entre la lumbre y los cuencos, las idas y venidas al pozo o al río. Así se contienen los hechos en el libro de los recuerdos. Para los guerreros, las estaciones se miden por las batallas. Los recuerdos en mi casa quedaron marcados por el día que nos arrebataron a Taigeto, porque esa noche se envenenó el corazón de mi madre. A partir de entonces, sus compañeras fueron la soledad v el silencio. Se convirtió en una persona amargada, nada de este mundo parecía importarle, y mucho menos su propia persona.

. Desde ese día, padre cargó con un peso mayor que el de Sisifo, pues se unió el dolor por la injusta pérdida de un hijo varón al de la melancolía y tristeza en que se sumió madre. Sisifo, por engañar a los dioses, fue obligado a empujar una piedra enorme cuesta arriba por una ladera empinada pero, antes de que alcanzase la cima de la colina, la piedra siempre rodaba hacia abajo, y Sisifo tenía que empezar de nuevo desde el principio. Aunque padre no fue como Sisifo, avaro y mentiroso, ni recurrió a medios ilícitos, entre los que se contaba el asesinato de viajeros y caminantes para incrementar su riqueza, como Sisifo cargaba cada día con esta pena.

El invierno que nacieron los gemelos fue muy frío. La ciudad me había arrebatado a mi hermano pequeño y a mi madre, y los mismos dedos helados que lo habían hecho marchitaron los jacintos que habían brotado en mi corazón.

Capítulo 6

501 a.C.

La pérdida de Taigeto me entristeció igual o más que a mi madre. Algunas noches soñaba con él y le veía abandonado, acurrucado en su cuna encima de una roca gélida. El tendía sus manitas hacia mí mientras un lobo de largos colmillos se le acercaba. Me agitaba mucho en los sueños y me levantaba empapada en sudor. Por la mañana se lo contaba al abuelo, quien me cogía los hombros con sus dedos nudosos y me decía que siempre había que confiar en los dioses y obedecer la ley. Luego, apuntaba con un dedo a mi corazón o a mi pecho y me pedía que me sentara con él para preparar el desayuno a base de pan de cebada, leche de oveja, queso y miel.

Después del invierno se deshace la nieve del Taigeto que llena de agua fresca la corriente del Eurotas. Entonces llegan la cosecha y la prensa de la aceituna, las cabras pacen, las ovejas cuidan de sus corderos y es el momento de manufacturar los quesos. Con la llegada del buen tiempo se alargan los días, regresan las golondrinas desde libia y las abejas llenan con su zumbido tanto las flores como los árboles frutales. Entonces se reactiva el comercio marítimo" de venta de exvotos y de ropas bordadas, al estilo de Cnossos, con delicados delfines o vistosas flores de loto.

Con la llegada del calor, madre empezó a hacer largas caminatas por el campo. Algunas veces visitaba el monumento dedicado a Menelao y a Helena, el
Menelaion
, una antigua construcción de grandes bloques en la cima de una colina, en el margen izquierdo del Eurotas; otras, se acercaba hasta el templo de Artemisa Ortia, y muchas otras veces no sabíamos dónde estaba. Sin embargo, los días que más tardaba en regresar, lo hacía con mejor color en el rostro y la mirada más serena. Esos días se mostraba más locuaz y cariñosa. Eran estos últimos cuando yo me sentía con fuerzas para abrazarme a su cintura. Sin embargo, sabía que su corazón estaba medio vacío porque hablaba muy poco. Me apenaba que, si de sus labios salía una palabra amable o me acariciaba la mejilla al pasar por su lado, lo hacía como si fuera una diosa de piedra, fría y distante.

Yo me dedicaba por entero a Alexias, que crecía y se robustecía con el paso de los meses. Cuidaba de él con ayuda de Neante, hija de Menante. Le daba de comer papillas de cebada y leche o le sacaba a pasear en su canasto para que el sol fortaleciera sus huesos; le limpiaba y jugábamos con figurillas que padre o el abuelo Laertes habían tallado en maderas con un cuchillo: un soldado, un caballo o un caracol. Al llegar la primavera, cuando cumplió los seis meses, nos sentábamos en la puerta de casa para ver pasar a los ilotas camino del campo y ya intentaba aguantarse de pie, sujetándose en mis manos, mientras sus ojos claros me buscaban con una sonrisa por su atrevimiento.

Los mejores días de mi sexta primavera fueron los que pasé con el abuelo. Como padre estaba con los hombres en la palestra o en los ejercicios de los hoplitas con su Compañía, madre en casa o visitando a los ilotas y Polinices con los muchachos en los entrenamientos, el abuelo solía poner a Alexias en un cesto de mimbre, se lo cargaba a la espalda y salíamos hacia el Taigeto con los primeros rayos del sol.

Con frecuencia íbamos acompañados por Menante, quien solía ayudar al abuelo en las labores con las abejas. Las colmenas que tenía el abuelo eran sencillas, de paja trenzada o de corcho. Tenían tres partes: la piquera, que es una abertura por donde salen y entran las abejas; la cámara de cría, un cajón en el que se sitúan los cuadros y en el que colocan a la reina, los huevos y las larvas; y las alzas, unos cajones rellenos con cuadros o panales donde se va a situar la miel elaborada por las abejas. El abuelo y Menante se enfundaban en un saco para repasar los agujeros con barro de modo que no les entrara el agua de la lluvia. A mí me dejaban como a un tiro de piedra junto a Alexias para que recogiera flores o trenzara coronas.

Lo que más me gustaba era cantarle alguna canción a mi hermano si estaba despierto.

Menante era la compañía perfecta para el abuelo. Era un hombre bondadoso, paciente y fiel como un lebrel; tenía una mirada aguda y franca. Sus manos eran diestras en el manejo de las más variadas herramientas, junto al abuelo trabajaba muy compenetrado: mientras uno sacaba las tejas de los panales, el otro licuaba la miel y la introducía en vasijas de barro. El abuelo siempre repartió el producto de modo equitativo entre las dos familias, porque los ilotas están obligados por ley a entregar la mitad de la cosecha a su señor espartano.

Así aprendí que las abejas tienen una forma de vida muy similar a la de mi pueblo. En el panal destaca la figura de la abeja reina, cuya principal tarea es la de poner huevos, y son las obreras las encargadas de alimentarla. El abuelo o Menante me explicaban todo esto cuando me sentaba un tanto alejada para que no me picaran los insectos que manipulaban.

—Has de saber, Aretes —me decía uno de los dos—, que las reinas nacen en unas celdillas llamadas realeras, mayores que las normales y en forma de bellota. Las obreras alimentan esta larva, lo que hace que sea fértil y se diferencie de las demás. Sólo subsiste una reina por cada colmena.

Con el tiempo he aprendido que, días después de su nacimiento, en tiempo cálido, la reina sale al exterior para ser fecundada por los zánganos que son de mayores dimensiones que la obreras y tienen los ojos grandes y contiguos. Después, la reina se dedicará el resto de su vida a poner huevos para que nazcan nuevas obreras.

Nuestra sociedad funciona igual que una colmena de abejas. Las leyes establecen una función para cada elemento de la polis. Las obreras son como nuestros ilotas y son las verdaderas trabajadoras de la colmena. Desde que nacen se dedican a fabricar la cera, a limpiar, a alimentar a las demás y, por último, a recoger el néctar y el polen de las flores. Las cereras hacen y retocan las celdillas, son como nuestros artesanos periecos que fabrican nuestras casas, nuestros muebles y nuestros arados; las guardianas son como nuestros guerreros, los encargados de la protección de la comunidad. Cuando una abeja encuentra un buen lugar para pecorear, vuelve a la colmena y, mediante una danza, avisa a las demás de la posición y distancia a la que se encuentra. Esas son las danzas que se bailan en nuestras fiestas de las Carneas en agradecimiento por las cosechas.

Tras la desgracia que asoló nuestro hogar, me refugié en el abuelo. En él encontré el mismo amparo que el del viajero que es sorprendido por una tormenta al que los dioses le regalan un abrigo donde guarecerse en mitad del monte tenebroso. Los paseos por el campo y las cosas que aprendía de él llenaban por completo tanto mi cabecita como mi pequeño corazón.

Una de las mañanas que salimos de casa con el abuelo, ocurrió algo distinto. Solíamos ir al campo, donde él recogía espárragos, caracoles o plantas medicinales y yo me sentaba junto al cesto de mimbre en el que dormía Alexias. Como he dicho, muchas veces me entretenía trenzando coronas de flores o jugaba con las hormigas que desfilaban a mis pies. Algunos días, era una niña buena, y con ayuda de una brizna de paja hacía regresar al camino a las extraviadas. Otras era perversa y me entretenía en pisotearlas. Sin embargo, esa mañana el abuelo me sorprendió.

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